VOLAR FINGIR Y CORRER

Por María Victoria Seco

En el mundo existen tres tipos de personas: los triunfadores, las víctimas y los verdugos. Yo he elegido ser verdugo, pese a que uno no pertenece siempre al mismo grupo y en ocasiones tampoco puede escoger cuál le corresponde. Igual que no somos los mismos en nuestra casa que en el trabajo, o cuando hablamos con la tutora de nuestros hijos, con nuestra mejor amiga o con el perro. Del mismo modo que nuestros sueños mutan desde que somos unas criaturas candorosas y anhelamos volar con todas nuestras fuerzas, aun a riesgo de dejarnos la dentadura, hasta que alcanzamos la edad adulta, ese instante indeterminado en el tiempo en el que hallamos nuestros pies aprisionados en un vasto bloque de hormigón. He transitado numerosos caminos tratando de encontrar mi lugar. No importa la senda que tome, los pies continúan siendo los míos.

Conquisté el vuelo por algunos años. Recibí a mis pasajeros con una sonrisa pétrea, de esas que permiten entrever hasta el último molar, mientras los execraba en silencio por incordiar con nimiedades. No os figuráis lo que la gente es capaz de hacer a cuarenta y dos mil pies del suelo. Lo peor era que habría que sacarlos de ahí en caso de amerizaje. O de un fuego. O de un fallo en el motor. Quién sabe. Por fortuna, toda mi vida he sido una gran velocista atrapada en el cuerpo de una maratoniana. Y, a pesar y quizá precisamente por ese motivo, acostumbro a ganar. Soy lo inesperado; la victoria del claro perdedor. Acaso al final todo se trate de eso: de volar, fingir y correr.

 

Aquí todos lloran. Mi abuela está devastada. Guarda varios pañuelos de papel en la manga de su chaqueta de punto, la misma con la que me ha abrigado tantas tardes al quedarme dormida en el sofá viendo con ella la telenovela. La ropa y el olor de mi abuela son cosas que no se han visto alteradas por el paso de los años, no al menos hasta donde yo alcanzo a recordar. Los abuelos son eternos y son abuelos desde que los conocemos, sin identidad previa. La mía huele a Nenuco y a laca barata. Y a veces también un poco a bechamel con mucha nuez moscada. Se tapa el ojo derecho con los dedos índice y corazón porque no ve bien y así se ubica mejor. Me regaló un Tamagotchi cuando tenía trece años; siempre me lo ha consentido todo.

Yo también lloro. Al fin y al cabo era mi abuelo. Junto a mí está mi tía, que gimotea con semejante intensidad que podría confundirse con un gesto fingido. Mi tía vive al filo de la cordura. Es una funambulista con risa nerviosa, paralizada en medio del alambre. Esa es ella, aislada y expuesta. Mi madre no entra. Se encuentra junto al quicio de la puerta conversando con el coordinador de los servicios funerarios. Me sorprende advertir en él a un hombre atractivo que dibuja una media sonrisa acogedora y sensual que no acabo de comprender y que me perturba en este contexto. Las demás visitas no tardarán en aparecer. Mis primas, mi otra tía, la más lista, y mis sobrinas. Asumo que también lo hará algún que otro allegado. En esta familia solo quedamos mujeres. Mi hermana no se ha presentado. Lo entiendo. No la culpo.

 

El tanatorio es un espacio insólito donde te topas con individuos a los que no ves desde que eras una cría. De algunos, de hecho, no recuerdas su nombre ni el lazo que os une, y sin embargo simulas que te importan.

En el tanatorio se gesta un enredo de emociones que resulta harto complicado desenmarañar.  El dolor que provoca la pérdida de un ser querido y que implica su ausencia confirmada en los próximos eventos familiares. Su silla vacía. El desconsuelo de no haber estado presente en todas sus horas, porque siempre habrá una parte de él que se torne ajena y que tan solo lograrás recrear en tu mente; de tomar conciencia de lo inevitable de que tus recuerdos junto a esa persona se emborronen y se vayan desconchando, obligándote a inventar otros nuevos que tu imaginario trenzará a su antojo. Luego está la felicidad (sí, la felicidad y no la alegría a secas) que te produce constatar que tú sí sigues respirando. La exaltación de saberte vencedor un día más. Y por último la vulnerabilidad que causa percatarse de que, con toda seguridad, un día el de la caja serás tú.

 

Estalla en mi cerebro la bocina del timbre de mis abuelos, cierro los ojos con fuerza, y les escucho maldecir: “Ya está aquí el de los muertos”. Qué macabro que se presenten cada mes en tu casa para cobrarte lo que, tarde o temprano, será tu funeral. Una discreta advertencia de que la muerte acecha en cualquier esquina y de que debes pagarle si quieres marcharte con buena cara y con tus asuntos en orden.

 

Este es un decorado construido a base de polipiel y madera de wengué con un fuerte tufo a friegasuelos de pino con lejía y a limpiacristales. Uno puede verse reflejado en las baldosas del suelo e imaginar una réplica exacta de este agujero en la periferia de cualquier otra capital de provincia. Todos soñamos bajo el mismo cielo y sollozamos en los mismos rincones asépticos. La nuestra es la sala siete. Según entras, a la derecha hay un sofá triple de escay granate y enfrente dos butacones en los que no parece haberse sentado nadie jamás. La ventana queda a la izquierda. Me acerco despacio, con sigilo, conteniendo la respiración. La mirada clavada. Me pego al cristal y exhalo. Expulso el aire que conservaba dentro. Me vacío entera. Lo contemplo ahí acostado, plácido, con ese bigote tan francés. De fondo oigo a mi abuela lamentarse, “era un buen hombre”. Podemos afirmar con certeza que era un hombre.

 

Mi hermana y yo vivimos durante unos meses con mis abuelos. Mi madre también, pero ella entraba y salía, y poco conocíamos de su vida. La casa era un túnel apagado y estrecho que se ramificaba hacia el resto de estancias, y que finalizaba en un salón decorado con modestia, ocupado por fotos de comuniones, vacaciones y bodas de otras épocas, con sonrisas contenidas. Solo con abrir la puerta de la entrada, se me cortaba el aliento. Me arrollaba una manada de elefantes africanos. Me pateaban y aplastaban con todo su peso. Podía sentir cada uno de sus golpes, percibir sus barritos en mi cabeza zarandeada, tan agudos que podrían haberme perforado el tímpano. Me adentraba en una pesadilla en la que una garra monstruosa te estruja como a una fina hoja de papel. Al despedirme por las mañanas ya temía la vuelta; introducir la llave en el bombín, pasar, y cerrar la puerta tras de mí. Mi cuerpo dejaba de ser mío. Teníamos catorce años. Mi hermana y yo somos mellizas y nos parecemos lo justo. Siempre pensé que Susana poseía un nombre demasiado grande para un cuerpo tan menudo y, a pesar de ello, nunca mostró el más mínimo signo de debilidad o inseguridad.

 

“Como tu madre se entere de lo que haces”, murmuraba él en mi oído cada noche con la voz pastosa antes de marcharse, mientras yo, con ojos huecos, abandonada en mi catre, miraba fijamente hacia el techo, casi como si no existiera y fuese posible atravesarlo. He habitado tantas horas en ese yeso blanco tierra, he esbozado tantas existencias alternativas, me he desdoblado tantas veces, que en más de una ocasión me he preguntado si debía regresar.

Susana y yo compartíamos esa habitación. A ella le correspondían las semanas pares y a mí las impares. La semana en que no nos tocaba, dormíamos con mi abuela, que había acomodado en su habitación un sofá cama que permanecía cerrado durante el día.

 

No llegó a mencionar nada mientras fuimos niñas. Yo tampoco se lo confesé a ella. Asumí que yo había sido la única, la elegida, la maldita, y me alegraba saber que mi hermana, con ese cuerpecillo minúsculo, no se había visto forzada a soportar lo mismo que yo.

Y de pronto, en la cena familiar del domingo pasado, lo supe. La espié por el rabillo del ojo cuando ponía la mesa, y la respuesta se hizo evidente en un gesto evasivo y contrariado. Ella, como yo, había proyectado sobre ese techo otras formas y colores. Todo ardió.

 

Cogí las llaves, entré en su casa, y me acerqué a él con calma, mientras dormía. No ofreció resistencia. No sufrió. Lo dejé ahí, mirando el yeso. Vacié las plumas de ave de la almohada en la basura y exhalé profundamente. Di media vuelta, recorrí el pasillo por última vez, y cerré la puerta tras de mí. En paz. Volar, fingir y correr. Correr hacia ese lugar donde nadie logre descubrir en qué clase de persona te has convertido.

 

 

 

 

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