VOLAR MUY ALTO – Mª Teresa Alonso Pizarro
Por Mª Teresa Alonso Pizarro
¡Madre mía, casi se me escapa el tren! No me lo perdonaría nunca.
¡Con lo contentos que estarán desde que les avisé de mi llegada!
Me imagino a los dos esperándome ilusionados. Juraría que en la nevera ya hay albóndigas, croquetas, y a saber cuántas cosas más. El olor a rosquillas y bizcocho impregnará la casa. Podría jurarlo.
Siempre que vengo a ver a mis abuelos es así. ¡Cuánto los admiro! Siempre han sido para mí un ejemplo en todas las facetas de la vida.
A medida que avanza el tren, la ventana se me antoja una pantalla donde se suceden imágenes de momentos vividos junto a ellos, y recuerdos.
Deben llevar casados más de sesenta años, y nunca deja de sorprenderme la forma como se miran. ¡Cuánto cariño, cuánta complicidad! ¿Dónde estará el secreto de esa unión tan perfecta?
Me emociona ver las manos de mi abuela, tan deformadas, pero siempre activas. Nunca se queja, nunca da importancia a lo mucho que se esfuerza.
– Es la artrosis, hijo. Cosa de viejos. – dice, aceptando sus achaques con toda naturalidad.
¡Como si yo no supiera cuánto han trabajado esas manos, para sacar siete hijos adelante! Mi madre me ha contado que, en invierno, cuando les daba el desayuno, veía sus manos amoratadas, porque mientras ellos dormían, ella ya había lavado montones de ropa, con el agua que tenía que extraer del pozo. En aquellos años no disponían de agua corriente.
Y el abuelo igual, a esa hora ya había ordeñado las cabras, para entregárselas al cabrero del pueblo, y después de desayunar, cogía el bocadillo, que ella ya tenía listo en el morral, para irse a trabajar las tierras, e intentar sacarles todo el fruto posible.
Trabajadores y emprendedores.
Del pequeño colmado que heredó mi abuela, hicieron en el pueblo una especie de supermercado, donde los vecinos podían comprar los alimentos que no podían cosechar en sus huertas, como: azúcar, pastas, etc. Recuerdo ver allí todo tipo de herramientas; alpargatas, sombreros de paja, bobinas de hilo, y hasta retales de tela; cualquier cosa que necesitaran, y el artículo que no tuvieran, lo encargaban y al día siguiente llegaba en el coche de línea del pueblo.
¡Unos fenómenos! Eso son mis abuelos.
Mi madre me contaba que cuando cerraba la tienda, cuando terminaban de hacer los deberes, la abuela enseñaba costura a las chicas, ya que después de un duro día de trabajo, aún tenía fuerzas para ponerse ante la máquina de coser y confeccionar manteles y uniformes para hoteles y empresas, lo que le permitía sacarse otro jornal.
Los varones también tenían que ayudar al abuelo en el cuidado del ganado, como ordeñar las cabras, con lo que todos aprendieron la técnica de fabricar quesos, que también se vendían en su tienda.
Supieron inculcar en sus hijos la responsabilidad y el amor al trabajo.
Siempre los he oído decir que ellos querían que sus hijos “volaran muy alto”.
Y lo consiguieron. Todos fueron a la universidad. Y con los valores que les habían inculcado sus padres, consiguieron éxito esforzándose sin perder el tiempo. En la ciudad donde estudiaban encontraron horas de trabajo para aliviar a sus padres en los múltiples gastos que tenían.
Por fin, ya entramos en la estación. Seguro que podré enlazar con el autobús que llega al pueblo.
Ya no existe el viejo “coche de línea” del que me hablaba mi madre. Al parecer iba dando saltos por la carretera de tierra llena de baches, y tenía una escalera metálica en la parte trasera para subir al “porta equipajes”, donde más de una vez viajaba algún vecino, si no había espacio en el interior. ¡Me hubiera encantado vivir aquello!
¡Ahí está el abuelo esperando! No ha tenido paciencia y ha venido hasta la plaza, donde para el autobús.
– ¡Abuelo!
– ¡Hijo!
Ya no puede cogerme y lanzarme al aire, como hacía cuando era pequeño, provocándome carcajadas. Me abraza, apoyando su cabeza en mi hombro, más que nada para ocultar su emoción.
– ¿Tú has crecido, chaval, o yo he menguado? ¡Qué alto estás! Estos dos años te han “estirao” de lo lindo. Vamos “a escape” a casa que tu abuela se muere por abrazarte. Está hechita un manojo de nervios, desde que dijiste que venías.
– Vamos, que yo también estoy impaciente por verla.
Con mi maleta en la mano, sigo su lento caminar apoyado en su bastón, y al abrir la puerta acojo en mis brazos la menuda persona en la que se ha convertido mi abuela. Siento en mi piel como una caricia, el amor y el orgullo con que me mira.
Noto como un pellizco en el corazón al ver la huella que han dejado estos años en mis abuelos. Me parece que se han encogido, que esos dos semblantes que me miran embobados de ilusión se han llenado de pequeños surcos, que la luz que siempre he visto en sus ojos ha perdido brillo y parte de aquella chispa que tanto me gustaba.
– ¿Vendrás “transío” de tanto viaje, hijo? – pregunta la abuela cogiéndome de la mano, para llevarme hacia la mesa puesta frente a la chimenea, donde pequeñas llamas lamen los troncos que seguro ha colocado con su habitual maestría el abuelo.
– Come un poco, que te he preparado todo lo que sé que te gusta.
La mesa está llena de fuentes, como para alimentar a diez personas.
Sus miradas, mientras como, se me antojan besos y achuchones como cuando era un chavalín.
– Esta noche – anuncia el abuelo – vienen el Antonio y el Asensio. Quieren darte la bienvenida y echar la partida.
-Sobre todo la partida, hijo – dice la abuela meneando la cabeza – y el platito de queso con el chato de vino, que no falte.
– ¡No se te escapa una! – responde el abuelo mirándola arrobado, mientras pone su mano sobre la de ella que reposa sobre el mantel, que parece almidonado.
A eso de las diez, los amigos llegan puntuales a la cita.
-Mucho tiempo sin verte, muchacho, me parece que a los que sois muy “leídos” ya no os gusta el pueblo. – Dice Asensio.
-El pueblo me encanta, pero entre clases y exámenes, lo que me falta es tiempo.
– ¿Y tanto estudiar “pa eso”? – comenta llevándose un trozo de queso a la boca – Aquí se vive con más sosiego que en las capitales, donde parecen tener el tiempo medido para cada cosa. A tal hora la oficina, a tal hora la comida. ¡Quita, quita! Yo no podría vivir siempre mirando el reloj, y corriendo con la lengua fuera.
– Calla, ignorante, nosotros no nos podemos comparar con la gente “estudiá” de las capitales – le reprocha Antonio, mientras mira a mis abuelos – estos dos han trabajado cómo negros para que sus hijos fueran importantes. Y mira el resultado, cómo le han puesto los hijos la casa: lavadora, lavaplatos, “sofases”, cuartos de baño. Lo que muy pocos tienen en el pueblo.
Observo el silencio de mis abuelos ante la exposición de su prosperidad, y cómo intercambian una mirada, (con un mensaje que sólo ellos entienden) mientras se cogen de la mano.
-Los míos – continua Antonio- parece que tienen olfato de perro, cada vez que mi parienta prepara cocido (“pa» dos días, dice ella), ya los tenemos a todos “sentaos” a la mesa. Lo único que traen a casa, es hambre. “Rediez” ¡que la pensión da para poco!
-Y es que cada vez son más. La Juanita ya está otra vez “preñá”, y yo no es que no me guste ser abuelo, pero digo yo, lo mismo que saben hacer muchachos, que aprendan a mantenerlos, como hemos hecho nosotros, sin abusar de nuestros mayores.
-No te quejes, Antonio, que no hay mayor alegría que ver a los hijos alrededor de la mesa. – comenta mi abuela mirándome con cariño.
¡Pobrecita! Yo sé lo que esconden esas palabras; la pena de saber a sus hijos tan lejos. ¿Cuánto hace que no los ve reunidos en torno a su mesa?
Tía Carolina, la bióloga, allá en el laboratorio de Houston, mi tío, el traumatólogo, en Madrid, Joaquín, el que siempre quiso ser cura, en la India, de misionero. Y así sucesivamente. Y mi madre, que era la que más venía, desde que mi padre se largó con esa mujer, a la que casi le dobla la edad, no se atreve a venir. No quiere que lo sepan. Dice que ellos, que están tan unidos, nunca entenderían que su marido le haya pedido el divorcio. Es una palabra, que de sólo pronunciarla, la considerarían “pecado”. Por eso ha dejado de venir. ¿Cómo les explicaría la ausencia de mi padre?
-Hijo – propone mi abuelo – mañana nos acercamos a las viñas que, aunque ya lo tengo todo “arrendao”, fue a condición de poder coger lo necesario para la casa. Los racimos están ya de rechupete. Este otoño el tiempo se ha “portao” y la cosecha es buena, y yo sé lo que a ti te gusta llenar la cesta.
Después de despedir a los amigos, la abuela aconseja:
– Ahora, a dormir – mientras recoge y dobla el mantel con esmero.
El abuelo la mira y me guiña un ojo, diciendo muy bajito: Guapa y hacendosa como ninguna, la mejor moza del pueblo fue “pa mi”.
– ¿Cómo os conocisteis?
– ¿Conocernos? Desde la escuela. Pero el día que ya mocita en las fiestas del pueblo, la vi tan garbosa entrar en la iglesia poniéndose el velo (porque entonces las mujeres llevaban velo, ¿sabes?) me pareció ver un ángel del cielo, y no paré hasta que conseguí ennoviarme, y casarme con ella.
Lo más “acertao” que he hecho en mi vida. – sentenció satisfecho.
-Ya lo creo abuelo, sois una pareja ejemplar.
– Buenas noches, hijo, ya conoces el camino de tu cama. – dice la abuela, mientras ayuda al abuelo a ponerse en pie, y le entrega su bastón.
-Gracias, abuela.
-Ya ves hijo, lo que hacen los años – se queja el abuelo – la artrosis en los huesos de la abuela (así lo llama tu tío), y la artritis en los míos. ¡Qué palabrejas! Pues se nos han instalado en casa, sin que nadie las haya invitado.
Y me quedo admirado contemplándolos, mientras a pasitos lentos se dirigen a su alcoba, el brazo de mi abuelo sobre los hombros de su mujer, y el de mi abuela, entorno a la cintura de su marido.
La abuela no se queja nunca, pero sé que muchas veces piensa que sus hijos volaron tan alto y tan lejos, que han olvidado el camino de regreso al nido.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Gracias, Maite por tan maravillosa historia! Me ha encantado.
Un sencillo y precioso relato que exalta valores tradicionales que en parte se han perdido en nuestro mundo de hoy. A mi, ya con cierta edad me ha resultado entrañable
Entrañable.👏🏼👏👏❣️
Precioso relato que toca las fibras del sentimiento y abre las puertas de la admiración y el recuerdo.
Gracias!
Muy bonito,me recuerda mi infancia y las vivencias del pueblo y lo que trabajaron nuestros padres para que tuviésemos un futuro y una vida mejor que la de ellos
Es muy tierno y entrañable, describe valores q la sociedad actual ha perdido y un cariño inmenso
El amor a la vida rural se nutre de la simplicidad, la paz y la conexión con la tierra. Es apreciar la serenidad de los campos, el aire fresco y la comunidad cercana. En los pueblos se encuentra un amor genuino por la naturaleza y un ritmo más pausado que permite saborear la esencia de la vida; y Maite lo sabe contar con tantos pormenores y anécdotas que parece que uno mismo estuviera viviendo esas experiencias y sensaciones de antaño y que hoy día, en contraste con vida urbana frenética y llena de actividad constante, casi se han convertido en una quimera, en una utopía.
Gracias, Maite, por dar a luz este relato, este regalo 🙂
Muy tierno y real como la vida misma. Si ,así eran también mis abuelos que me los ha recordado este relato. Yo espero que mis nietos tengan esta visión de mi, que cuando sean adultos se acuerden de mí con este cariño
Un relato que nos retrotrae a los que ya somos mayores a tiempos vividos parecidos en la infancia.La añoranza aflora con sentimientos de nostálgia ; pero al mismo tiempo nos anima,aunque con estilo distinto a llenar de ternura y cariño a los que la Vida ha puesto a nuestro lado.
Un relato encantador.
Sin duda este relato nos adentra en el calor del hogar a los que hemos tenido la suerte de tener estas vivencias. Es cierto que la vorágine del transcurrir de la vida, los quehaceres y la consecución de metas cada vez más difíciles nos alejan de nuestros progenitores y de sus sencillas vidas. Debemos tener unos vuelos más moderados para poder disfrutar de ellos. Ya sabemos lo que le pasó a Ícaro. Enhorabuena a la autora de este entrañable relato.
Muy buena obra, felicidades!
Muy buena obra, felicidades!
Llevo tiempo siguiendo a esta autora y ciertamente no para de impresionarme . Cada escena es un cuadro, pintado con las pinceladas justas de palabras que en su conjunto nos transmiten un mensaje mucho más complejo que lo que aparenta a primera vista. Su técnica de escritura facilita empatizar con cada personaje de manera espectacular, lo que permite vivir intensamente la trama.
La forma en que trabaja la descripción del trasfondo social en el que transita la narración y la de cada personaje, incluida muchas veces su vida interior, suelen ser objetivo de la autora para hacernos patente el mensaje que quiere transmitir.
Para quién quiera seguirla, es la autora de «El antaño y el hogaño de la abuela» y de «Ella», ambos libros publicados en los últimos años……os los recomiendo