ZAPATOS DE COLEGIO – Estefanía Belén Patiño Badino

Por Estefanía Belen Patiño Badino

–Por favor, haz que algo pase –rogué, hacia la ventana.

Más allá, el cielo ya se había oscurecido. Con párpados pesados, capté pedazos grises y familiares de mi habitación: el estante en frente, la silla detrás mi cama, mi bolso encima de ella, mis zapatos de colegio debajo. Entre cada objeto, seguí deseando, esperanzada aún con evitar el regreso a clases.

Por eso, cuando el vidrio explotó, desperté segura de que era mi culpa.

De inmediato, el estruendo quedó ahogado con los ladridos de mi perro. Parpadeé. Tiré del edredón para incorporarme y en mi palma se aplastó algo filoso y frio.

–¡Mamá! –grité, pero apenas pude escucharme.

Virutas brillantes se esparcían sobre mi cama y entre mi pelo. Saltaban como pulgas, porque mi cama se tambaleaba. Mi casa se tambaleaba. El catre se separó de la pared. Un metro, dos. Mi cuerpo se precipitó hacia el suelo. Mi perro corrió hacia mí. El estante escupió libros. Me cubrí la cabeza. Cubrí su cabeza. Su hocico soltó un aullido contra mi oreja y me estremecí. La habitación se había llenado de aire frio. Afuera, las alarmas de los coches se encendieron al unísono y la gente comenzó a gritar.

–¡Mamá! –intenté otra vez.

No respondió. El suelo se sacudió como un viejo elevador y mi cabeza se azotó contra la alfombra. Max me pisó el estomago. Creo que me escuché gritar, creo que intenté levantarme, pero el movimiento me succionó rápido hacia abajo. Me arrastré hacia una esquina, buscando cobijo entre la ropa desordenada.

–Max, max –enrosqué mis dedos en el pelaje de su pecho y sentí su pequeño corazón latir fuerte–, tranquilo.

Mi mano libre chocó con mi bolso de colegio, más allá, vi la silla tumbada. Max comenzó a rascar entre la ropa, histérico. Las sacudidas de la tierra disminuyeron, ahora solo quedaba un balanceo, como en un columpio.

Me incorporé sobre mis rodillas, entre los bultos de abrigos. No sabía dónde pisar. Solo allí me di cuenta de lo oscuro que estaba todo.

–¡Victoria!

Su voz se escuchaba lejos, pero era su voz.

–¿Victoria? –mi madre volvió a insistir– ¡háblame!

–¡Mamá! ¿Dónde estás? –pateé el desorden y me moví hacia la salida.

–¿hija? –la voz de mi madre sonaba demasiado parecida a un gruñido– ¿puedes moverte?

Me detuve. Su pregunta me apretó el pecho. Mi perro comenzó a ladrar y empujar contra mi muslo. No me volteé, mis ojos contemplaban el rectángulo negro por donde llegaba su voz. Esperé. La escuché forcejear contra algo. Lo blanco se veía gris y el resto no se veía.

–¿Mamá?

–Victoria, escúchame –las palabras sonaban apretadas y lejanas–, necesito tu ayuda.

Max saltó sobre mí, insistente. Exasperada lo miré y pude ver que entre los dientes apretaba algo negro. Lo cogí, era mi zapato de colegio. Apreté la mandíbula. Quise rogarle a mi madre que se apresurara, pero en lugar de eso solo pude decir:

–Está oscuro.

–Lo sé, cariño –tomó aire de forma notoria–, pero no puedo levantarme, tienes que venir tú.

Abrí la boca, pero apenas pude tragar aire. Pasó un segundo antes de que mi madre volviera a hablar.

–Victoria, todo va a salir bien.

“No lo sabes”, pensé. La imaginé en su habitación, al otro lado de la casa, quizá medio aplastada, herida. Di un paso. Max correteó a mi alrededor antes de perderse hacia el pasillo.

–Avanza lento ¿vale? –pidió.

Me puse el zapato. Se sentía extraño en mi pie por lo nuevo que era. No había tenido tiempo de que se acomodara a mí, había supuesto que tendría todo el año escolar para eso, pero ahora esa idea hacia que los ojos me quemaran. Apreté la cinta contra la hebilla, al tiempo que buscaba con mis ojos. Ropa, libros, silla, puerta. No había rastro del otro par. No había tiempo tampoco, así que crucé el umbral en tres sacadas.

–Hija –la voz de mi madre forcejeó–, ve con cuidado, por favor.

Quise rogarle por ayuda, pero me contuve. Desde el pasillo, eché un último vistazo a mi habitación. Atrás: cortinas, ventana y vidrio abierto, como una boca de dientes irregulares. Entré al salón. Adelante, contemplé una versión arrugada de mi hogar y deseé no haber deseado nada en absoluto. El techo se inclinaba de una forma antinatural hacia el tragaluz, el cual era ahora un agujero vacío en el techo, convirtiendo la sala en un lago escarchado. Pisé con mi pie calzado, un trozo de vidrio reventó bajo mi peso. Luego probé con mi otro pie. Algo se hundió en mi dedo gordo. Me tambaleé y pasé a morderme la lengua.

–¿Vicki, qué pasa?

Solté aire, volví a tragar. Mi boca sabía a metal y sentía el estomago pesado.

–Las ventanas están rotas –expliqué.

La escuché murmurar algo que sonó como: “por favor, Dios, por favor” y, de inmediato, la imagen de mi propia ventana apareció en mi mente.

Cerca, a mi derecha, un cojín reposaba en suelo. Estaba cubierto de astillas transparentes, acunadas entre las flores bordadas. Cuando lo levanté, resplandeció como en un cuento de hadas y al sacudirlo, soltó una nube de polvos mágicos. De cerca pude ver el diseño, un patrón que me sabía de memoria, que repasaba con mis dedos cuando veía televisión, tirando de los hilos sueltos en las esquinas. Ahora, apenas me atrevía a tocarlo. Lo arrojé hacia delante, pegué un salto y apoyé mi pie descalzo. Imaginé que caminaba sobre el agua, despacio. Si no tenía cuidado y presionaba mucho, me hundiría hasta el fondo.

–¿Mamá? –pregunté hacia la esquina, en donde el salón se convertía en el baño y más allá, en donde la habitación principal tomaba forma.

La respuesta no llegó. Solo escuché un camión de bomberos. Repetí el proceso, levantar, arrojar, pisar. Afuera, la sirena ganó volumen, se mantuvo y luego comenzó a disminuir otra vez. Tres metros después, por fin pude pisar con ambos pies.

Atrás, Max gimió. Como un cuchillo cortando sobre un plato vacío, sus patitas buscaron soporte, intentando cruzar sobre el vidrio.

–No, no –balbuceé cuando llegó hasta mí.

Me arrodillé a su lado y lo acaricié. Con cada respiración que daba, su estomago se contraía rápido. Levanté una de sus patas y chilló. Tenía sangre y astillas entre sus almohadillas. Quité como pude el daño, apresurándome quizá demasiado.

–Lo siento –pasé mis brazos bajo sus piernas y lo levanté–, lo siento.

Con esa palabra en mi mente doblamos por la esquina, dejamos atrás la sala, el baño. A medida que nos acercábamos a la habitación de mi madre, entendí que no importaba cuanto quisiera detenerme y soltarlo cada vez que se retorcía y empujaba. Ni tampoco importaba que me dolieran los brazos, ya que a él le dolían las patas y a mi madre le dolían las piernas, o el torso, o…

La puerta de su habitación apareció por fin. Blanca, entrecerrada.

–¡Mamá!–bajé a Max y corrí.

–¡Victoria, estoy aquí!

Empujé. Se abrió lo suficiente como para entrar, pero algo amplio resistía contra las bisagras. Era imposible no verlo. El largo estante de repisas abiertas cruzaba oblicuo mi campo de visión, aplastando el borde de la cama como una pieza de dominó que no había alcanzado a caer del todo.

–Cariño, hija –esta vez, la voz me sorprendió.

Provenía de abajo, desde aquel pequeño espacio triangular que se había formado entre el estante y la cama. Me arrodillé. Adentro estaba mi madre. Sus extremidades se enroscaban a su alrededor como una marioneta de trapo y sus piernas se perdían hacia abajo, entre el desorden de tablas y cajas de la base del mueble. Estiró un brazo hacia mí.

–Estás bien, Dios, gracias –respiró las palabras.

Tomé su mano. Quería acercarme más pero temí que todo colapsara, temí mover algo que no debía. Ella sonrió, pero su frente se apretó con dolor. Observé el lugar en donde la madera apretaba su piel, su músculo y temí no poder moverla en absoluto.

–¿Cómo…? –aleteé mis manos a nuestro alrededor– ¿Qué hago?

–Respira –puso su mano en mi hombro–, voy a estar bien, pero ahora te necesito.

Su cabello se le había apelmazado sobre las sienes. Una herida redondeada en la frente le había oscurecido la ceja con sangre. Asentí e intenté hacer sentido del caos. El mueble era demasiado alto para empujarlo de pie, así que, desde mi posición, me encogí aún más hacía el reducido espacio y bajé la vista. Era solo una pierna, entendí, la que estaba atascada bajo una tabla que, a su vez, todavía estaba pegada a la estructura general de la estantería. Era esa porción la que se apretaba contra la pantorrilla de mi madre.

–Aquí –señaló un punto por arriba de nuestras cabezas–, si empujamos ambas, podemos moverlo.

Me sudaban las manos. Mis brazos temblaron.

–Vale –dijo–, ahora.

El estante crujió apenas, pero la tabla cedió varios centímetros. Se deslizó hacia abajo, soltándose casi por completo de la estructura del mueble, liberándose de los soportes y aprisionando más fuerte ahora la pierna de mi madre. Gritó de dolor. Yo grité por ella. Cerré los ojos, pero para mi sorpresa la escuché recobrar el aliento.

–El peso, es menos– dijo, marcando cada palabra con una pausa de cansancio–, la tabla, empuja solo la tabla.

Alargó sus brazos para mostrarme, pero no tenía suficiente espacio para doblarse. Me incliné hacia la tabla, intenté meter mis dedos por debajo, pero no podía mantenerla elevada yo sola así que rebusqué por ayuda, pero solo encontré papeles desperdigados.

–Espera –dije y cambié de posición para alcanzar mi zapato.

Desaté la hebilla y me descalcé rápido. La suela aún tenía vidrio pegado y crujió cuando la forcé entre la tabla y el suelo. Diez centímetros se abrieron. Mi madre resopló, ganando movimiento. Volví a levantar con ambas manos y conseguí otros cinco centímetros.

–¡Ahora! –grité.

Recogió su pierna justo cuando el zapato cedió bajo la madera. Y entonces, estaba libre. Sin esperar, tiré de ella. Cuando ambas emergimos desde abajo, el espacio a nuestro alrededor se amplió. Max estaba allí, se movía lento, sacudiendo su cola y gimiendo suave. En algún momento me había puesto a llorar, pero cuando me giré hacia ella, sonreí. Toqué su rostro, todas las arrugas en su expresión cayeron, todo el dolor pareció evaporarse. Batiendo los párpados me recorrió el cuerpo, palpando y sacudiendo mis costados, mi cabello…

–Estás bien –las palabras me llegaron entrecortadas–, lo hiciste, mi niña valiente.

–Es mi culpa –admití.

Solté las palabras sin intención. Solo una vez pronunciadas, entendí lo mucho que me apretaban el pecho. Mi madre se apartó, lo suficiente como para sujetar mi rostro con ambas manos. Su expresión había cambio.

–No –su voz, más firme que nunca–, tú no eres responsable de esto.

No soporté mirarla, así que bajé mi rostro. Entre ambas, sus piernas magulladas temblaban. Sus rodillas estaban ennegrecidas y la pantorrilla estaba pintada de rojo oscuro. A pesar de eso, se movió. Mi madre se elevó hasta ponerse de pie. Con dificultad, pero sonriente, tiró de mí hasta que la alcancé.

–Pero de esto –sus manos apuntaron hacia su corazón–, sí –inclinó su frente contra la mía–, tú hiciste esto posible.

Reposé mi mano sobre la de ella, sentí sus sollozos contra su pecho. Y al abrazarla, sentí algo nuevo y, al mismo tiempo, familiar. Sobre su hombro observé la ventana de su habitación. El marco, más amplio que el de mi ventana, contenía una porción de estrellas y siluetas que aún corrían, gritaban. Las sirenas se mezclaban con el retumbar de motores. Enterré mi rostro en su cuello y pude escuchar el palpitar de su sangre. Ruido. Ruido por todas partes, pero el vidrio permanecía intacto.

 

 

 

 

 

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