ZAPATOS ROJOS

Por Mª Dolores Cardiel

Antes me la encontraba con frecuencia, pero, hacia finales de octubre, ya llevaba muchos días sin verla. Ella vestía de manera informal, aunque siempre calzaba unos preciosos zapatos de tacón alto.

-¿Recuerdas la chica tan mona que vive en el primero? –le dije a Raúl, mi marido, mientras tomábamos un salpicón de marisco en el bar Moby Dick.

-¿La de los zapatos? 

-Sí, la que tiene el buzón junto al nuestro. Hace mucho tiempo que no la veo.

Llegó Todos los Santos y subí  con Raúl al cementerio. Íbamos caminando entre tumbas, y los nombres y las fechas de las lápidas saltaban y revoloteaban de aquí para allá.  De pronto vi el nombre de mi vecina escrito en mármol. Marta Miralles Cordobán. A los 21 años.

-Pobre chica, ¿de qué habrá muerto tan joven? –dije.

-Sí que es triste. ¡Vamos, amor! –dijo Raúl, y  me empujó suavemente hacia la salida mientras ponía su brazo en mi cintura.

Retrocedí dos años, cuando él hizo ese gesto por primera vez. Yo celebraba mi cumpleaños, los 30, con mis amigas en El Paraíso, y él se acercó. Estaba celebrando el suyo con la pandilla, y también los 30.

Esa Noche de Difuntos, dormí mal. Al día siguiente, cuando levanté la persiana del dormitorio, amanecía, y las calles de la ciudad estaban mojadas y el ambiente era gris.

-Cuide al pasar, aún no está seco, vaya por la derecha  -me dijo el conserje cuando salí del ascensor.

-Perdone, ¿de qué murió Marta, la del primero?

-De un ataque cardíaco, dicen.

-Pero si tenía 21 años…

-Ya, pero la muerte no entiende de edad.  ¡Ah!, espere. La del tercero B me ha dado un encargo para su marido. Tiene el radiador estropeado –me tendió una nota escrita.

Caminé pensativa hacia el instituto El Encinar, donde trabajo. Horas más tarde, escuché el timbre que anunciaba el recreo, las once. “Mañana seguimos con la Primera Guerra Mundial”, dije. El aula se llenó de voces, de risas, y de ruidos de sillas al desplazarse. Salí de clase, y mis pasos me llevaron a la sala de profesores. Sentada ante el ordenador  tecleé el nombre de la muerta. Ahí estaba, en Facebook, su página. Nadie había enterrado sus recuerdos. Me dio cierto pudor al principio, cotillear sobre una persona ya fallecida, pero luego ojeé con avidez sus fotos, vi sus amigos, repasé sus comentarios. Supe que estaba cursando Ingeniería en el Centro Politécnico Superior, del ACTUR, que era defensora de los animales, que formaba parte de la Liga Antitaurina.

 

Raúl me trajo a la cama  un vaso de leche chocolateada, como cada noche al acostarnos.

-Tómala antes que se enfríe –dijo, y la dejó en la mesilla.

-¿Sabes que había publicado ya su primera novela? –dije.

-¿Quién?

-Marta.

 

Habían transcurrido unas días desde la fiesta de Todos los Santos, y el recuerdo de la difunta me atormentaba. La noche del martes, una semana después de la visita al camposanto, algo me despertó a deshora. Alargué la mano esperando  tocar el rostro de Raúl. Sólo hallé la almohada y, más abajo, mis dedos palparon el edredón de plumas. Le di al interruptor de la pared. La luz me confirmó lo que mis manos ya me anunciaban; estaba sola en la habitación, y el reloj digital de la mesilla me anunciaba las dos y diez.

De un brinco me puse en pie. Faltaban las chinelas y la bata de Raúl. En el galán de noche reposaban su pantalón y su chaqueta. Salí al pasillo. “¿Raúl?”,  dije en voz alta.

 Avancé hacia el salón. Quizá él dormía en el sofá. A veces solía hacerlo. Pero allí no estaba. Luego observé que faltaban las llaves en la puerta de entrada, donde las dejamos siempre, por las noches, tras pasar la cerraja. Giré el manillar con cautela, y la puerta se abrió a la oscuridad del rellano.  

Me dirigí a la cocina con el corazón desbocado. Mis ojos buscaron primero una nota en la puerta del frigorífico, luego sobre la mesa del despacho. Nada. Consulté el móvil. No tenía ninguna llamada ni mensaje alguno. Temblando de frío, volví a la cama. Transcurrieron unos minutos. De pronto se oyó un suave clic de la puerta de entrada, y escuché unos pasos que se acercaban, y aspiré el olor inconfundible de su piel.  Él había regresado, pero ¿de dónde?

Me quedé quieta, en silencio, temiendo más mis preguntas que sus respuestas. “Mañana hablaremos”.

 

-Hoy no me esperes a almorzar, hay mucho trabajo –dijo Raúl mientras se colocaba el anorak-. Este mes de noviembre, ya sabes, es de locos. Todo son llamadas.

-Por cierto –comenté-,  anoche no estabas en la cama, sobre las dos.

 -Sí, dormí un buen rato afuera, en el sofá.

Sus palabras cayeron en mi ánimo como piedras sobre mi vitrina de cristal.  

 

Una toalla blanca reposaba sobre mis hombros y dos pinzas sujetaban mi pelo. Sonó el timbre de la puerta. Dejé el secador y el peine en la encimera del lavabo.

-¿Podemos hablar con su marido? Somos inspectores de policía.

-Ha salido, madruga mucho. ¿Qué ocurre?

-Es fontanero-calefactor, ¿no?

-Sí.

-¿Tiene el taller aquí? –me mostraron una tarjeta.

-Sí, así es. Pero…

-Gracias por atendernos, señora, y perdone por presentarnos a estas horas.

Terminé de arreglarme y bajé al zaguán.

-¿Sabe? –me dijo el conserje-. La muerte de la joven, al parecer, no se debió a un ataque cardíaco. Algo no marcha bien en todo esto. Ha estado la policía hablando conmigo. Bueno, ya sabrá, han subido también a su piso. Me han preguntado por su marido.

-Ya. No sé qué pinta él en este asunto.

-Pura rutina. Quizá quieren hablar con él, porque Raúl le arregló el radiador no hace mucho a la difunta –dijo-. Yo mismo le entregué las llaves del piso.

 Me quedé algo extrañada. No sabía eso. Aunque, él es calefactor, tampoco tiene por qué darme detalles de su trabajo.

Estábamos cenando. La fuente con fritada de calabacín, tomate y pimiento descansaba en el centro de la mesa. Tomamos asiento.

-¿Qué tal la visita de los inspectores? –dije.

-Preguntas retóricas, ya sabes.

-Algo no encaja en la muerte de la joven –dije-. Por cierto, ¿cómo está decorado su apartamento?

-¿Qué? –frunció el ceño-. No lo sé –hizo una pausa-, no me fijo en esos detalles. Ya veo que te has aficionado a las charlas en el portal.

Pasaron los días, era ya mitad de diciembre. Salimos de casa el viernes por la tarde, y el tiempo comenzaba a cambiar.  Del oeste iba llegando un viento helado y seco: el cierzo.

El sábado después de almorzar, mientras Raúl descansaba en el sofá, subí al desván para coger las botas altas de invierno. Al bajar una de las cajas de la estantería, justo la de la derecha, se desestabilizó y se cayó. Dos preciosos zapatos rojos de tacón alto, usados, rodaron por el suelo. Los miré atónita. Esos zapatos no eran míos, sin embargo me resultaban conocidos. “¿Dónde los había visto antes? ¿No serán de…?”

Las manos comenzaron a temblarme mientras recogía los zapatos y los colocaba de nuevo en la caja.

-Estás pálida –dijo Raúl cuando regresé al apartamento.

-Sí, he cogido frío allá arriba.

-Llama a tu hermano, acaba de telefonear. Es, creo, para organizar  las comidas de Navidad.

-Vale, luego lo hago.

Durante el resto del día no pude pensar en otra cosa. La visión de esos zapatos, sus tacones altos, de aguja, se me habían clavado en la cabeza envenenando mi pensamiento. Pero, ¿por qué no comentaba ese hallazgo con mi marido?

Por la noche, cuando regresamos del cine, Raúl me llevó la leche chocolateada a la cama y la dejó sobre la mesilla.  No me apetecía tomarla. No sé por qué lo hice, sólo que, cuando él volvió a la cocina, tiré la leche en el lavabo del baño junto al dormitorio. Más tarde, fue imposible agarrar el sueño. Me adormecía un poco y me volvía a despertar. Como a veces ocurre, no protesté, sino que fui entornando los ojos e intenté descansar. Pasó un tiempo y oí el suave chasquido del edredón al desplazarse, y noté cómo Raúl se levantaba, y sentí  una luz  cerca de mis ojos.  Me hice la dormida. 

Un minuto después, se oyó el clic de la puerta de entrada al cerrarse. Me incorporé y estuve dudando entre quedarme ahí o ir tras él, pero la reflexión duró unos segundos. Le seguí descalza, en la distancia, oyendo cómo subía las escaleras hasta la buhardilla, oyendo cómo abría la puerta del desván.  Me aproximé sigilosa, y entonces lo vi: llevaba la caja de zapatos rojos debajo del brazo. Quise girar rápido, pero mis pies tropezaron con una baldosa suelta. ¡Ay, Dios!

-¿Qué diablos haces aquí? Lo sabes, ¿no?

-¿El qué?

-No te hagas la tonta.

-Tú la has….

Me selló la boca con una tira de cinta adhesiva de embalar que tenemos en los estantes, y me inmovilizó los brazos pegándolos a los costados.  Agité mi cuerpo y di cabezazos contra la pared. Lloré de rabia, y mis ojos se posaron en los suyos con espanto, aunque  sólo pude encontrar un frío aterrador en su mirada.

-Bajemos al piso –dijo.

 Comencé a patalear, y entonces  me ató las piernas.

-¡Andando, amor! –exclamó.

Así embalada, fui caminando con pasos de geisha por el oscuro y estrecho corredor.

-Ahora vas a tomarte otro vaso de leche, esta vez,  más cargadita…

 Me sentó en la cama y me fue quitando la cinta de la boca para colocarme entre los dientes un embudo. Fue vertiendo poco a poco la leche. Me atraganté. Escupí. Unos hilillos calientes bajaron por mi cuello y llegaron hasta mis pechos.  Luego, él me pinzó la nariz con  una mano y con la otra sujetó el vaso. Lo inclinó. De nuevo mis ojos se posaron en los suyos, ahora suplicantes.

-Entiéndelo, cielo, tengo que hacerlo –exclamó-. No te va a doler.

Vi el vaso vacío, y cerré los puños de rabia. Luego él me dio la espalda un momento para llevar el embudo a la cocina. Observé el teléfono en la mesilla. Me acerqué rápido hasta allí. Giré el cuerpo y me puse de puntillas para que mi mano, pegada al costado,  pudiera alcanzar el aparato, y pulsé una tecla.

Mientras él me desataba y me arropaba con esmero yo sentía que iba llegando el sueño; un sueño lento, pesado.

 

Abro los ojos, veo que estoy viva. Descubro un gotero y a mi hermano que me acompaña.

-¿Cómo estás? Te han hecho un lavado de estómago –dice-. Llegaron a tiempo. Verás, Raúl siguió pensando en voz alta mientras te arropaba. Ya ves, Santa Tecla te ha salvado.

Se abre la puerta y aparece un hombre calvo de mediana edad.

-Pase inspector –dice mi hermano.

-¿Cómo vamos? –me pregunta-. ¿Puedo ya tomarle declaración?

El inspector me comenta que Marta murió envenenada por una ingesta excesiva de somníferos. Al principio creyeron que era un suicidio, y, como ese tipo de muerte  tiene efecto llamada,  pusieron en marcha lo del ataque cardíaco. La autopsia reveló luego que Marta fue también violada, y las huellas encontradas en su piso apuntaron hacia Raúl como autor de la violación. Aunque los análisis de ADN, dijo, deben confirmar esa sospecha.

Mientras estamos hablando, el inspector recibe un WhatsApp.

-Tengo que irme –dice-.  Luego hablaremos.

 Comienzo a llorar, y mis manos cubren mi rostro.

-Ha confesado Raúl –comenta el inspector horas más tarde-. Se ha confesado autor de la violación y del envenenamiento de Marta, y también del intento de envenenarla a usted.  Ahora, a rezar para que mantenga la misma confesión ante el juez. Verá -prosigue-, vamos a revisar tres casos más de muertes de mujeres por ingesta de somníferos. Ahora descanse, lo necesita. La tendré al corriente.

Lo miro con tristeza.  Del pasillo llegan voces, y el ruido del traqueteo de los carros de comida. Es la hora de la merienda. Una auxiliar abre la puerta. Lleva una bandeja con un vaso de leche con chocolate, y unas galletas maría.

-Tómelo antes que se enfríe –dice, y la deja en la mesilla.

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