Tan inexorable como el posado de Ana Obregón en triquini, cada año por estas fechas los castigo a todos ustedes con un artículo sobre las glorias y miserias de cumplir años. Sucede así porque el trece de agosto es mi cumple y suelo cavilar más de la cuenta sobre el tempus fugit o, lo que es lo mismo, sobre «oh dios mío, otro añazo más que me cae encima».
En esta ocasión además, cumplo cincuenta y nueve, y ya saben ustedes el funesto efecto del nueve en nuestras vidas. Este guarismo, en apariencia tan inofensivo, es el responsable de que uno haga muchas macanas. Comprar cosas inservibles, por ejemplo. “Total”–decimos, tirando de tarjeta o billetera–, «solo cuesta nueve euros» (o noventa y nueve, ¡o novecientos noventa y nueve!).
Sin embargo el efecto más peligroso del nueve se verifica en lo que una persona siente cuando cumple una edad que acaba en ese número. Y es que, por alguna razón, el canguelo le da a uno cuando se avecinan los cuarenta, los cincuenta y no digamos los setenta o los ochenta, no cuando ya los tiene encima. Yo, que ya he superado unas cuantas “depres del nueve”, puedo decir que es así y que cuando llega el cero desaparece su funesto efecto.
En fin, que aquí me tienen, recién sopladas las temibles cincuenta y nueve velas. Al principio me dije qué bodrio, me esperan ahora doce largos meses en los que voy a estar dándole vueltas a lo poco que me falta para que me den el carnet oro de Renfe o a cómo demonios me vestiré ahora que soy un sesentona o a cualquier otro encantador pensamiento por el estilo.
Pero, oh milagro, de pronto descubrí que esta vez no sufría neura ni depre del nueve alguna! ¿Me habrá llegado por fin el momento del equilibrio, la serenidad, el buen conformar? ¿Habré adquirido eso que los franceses llaman la sagesse, la sabiduría? No, en realidad todo se debe a una reflexión de Perogrullo que he hecho y es la siguiente. Se ha dicho siempre que es fundamental saber vivir el presente, el famoso carpe diem. Pero, por mucho que uno lo intenta, lo cierto es que resulta casi imposible.
Cuando uno es joven busca su lugar en el mundo y por tanto, necesariamente, acaba viviendo en el futuro, pensando en lo que quiere conseguir, encontrar, construir. En cambio, cuando es viejo, vive en el pasado porque los momentos más interesantes y hermosos ya quedan atrás. Existe solo un espacio de tiempo en el que no se vive mirando hacia adelante ni hacia atrás. Ocurre sobre la mitad de la vida, cuando uno ha conseguido bastantes cosas y no necesita por tanto soñar con el futuro.
Tampoco precisa añorar el pasado porque aún tiene energía y muchas ilusiones. Solo entonces se vive el presente. Creo que esta sensación de la que hablo es especialmente cierta en el caso de las mujeres. Nosotras somos unas enfermas –y digo bien, enfermas– de la responsabilidad. Durante gran parte de nuestra vida la frase que más repetimos es “tengo que”. Tengo que ser la mejor madre, la mejor compañera, la mejor en mi trabajo, la mejor físicamente…
Pero llega un momento (en torno a los cincuenta o lo sesenta años) cuando todas estas tareas están ya cumplidas. Los hijos son mayores, nos encontramos bien situadas laboral y/o económicamente y además –muy importante– aún somos jóvenes y tenemos ganas de hacer cosas. Por eso muchas mujeres vuelven a estudiar, otras cambian de vida, casi todas viajan o hacen nuevas e interesantes amistades…
Es como si la vida les regalara una segunda juventud lejos de ese insufrible e insaciable monstruo de la responsabilidad. Porque el concepto “juventud” ha ampliado notablemente sus fronteras. Cuando Stendhal escribió El Rojo y el negro, en 1830, describió así a su protagonista: “Madame Rênal tenía treinta años y aún era bastante bella”.
Hoy esa afirmación encaja perfectamente con una mujer de cincuenta o sesenta años, los mismos que cumplirá servidora el año que viene. Les aseguro que desde ya pienso disfrutar a fondo de esta bendita –y muy despreocupada– prórroga que me regala la vida.
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