Uno de los tópicos más sobados es el de la profesión más antigua del mundo. Basta mencionar esta frase para que cualquiera entienda que se habla de la prostitución. Sin embargo, cuando pienso en las primeras ocupaciones, en aquellos tiempos en los que, como decía García Márquez, las cosas eran tan nuevas que aún no tenían nombre, siempre me vienen a la cabeza otras muy distintas: el cazador y el contador de historias, reunidas, seguramente, en la misma persona.
Imaginemos la escena hace miles de años: un grupo de humanos se congrega junto a la lumbre para compartir el producto de la batida del día y uno de ellos, probablemente el más anciano, evoca sus aventuras en busca de ese animal que se les resistía, o habla de los nuevos y misteriosos parajes conocidos durante el viaje de aprovisionamiento el verano anterior. Mezcla realidad y fantasía, lo que pasó o pudo pasar, y los demás le escuchan boquiabiertos, imaginando su propia versión de las aventuras. Luego estas historias se expanden a la misma velocidad que nuestros antepasados buscan nuevos horizontes y nuevas piezas, hasta los puntos más inhóspitos de este planeta.
Por casualidad (o no) dos de mis autores contemporáneos favoritos compartían estas dos pasiones. Delibes se consideraba un cazador que escribía, mientras Hemingway se definía como un escritor que cazaba, pero para ambos estas actividades eran las caras de la misma moneda. El norteamericano empezó a cazar antes que a escribir y para el vallisoletano el recuerdo más tierno que guardaba de su padre era “…en el monte, solo, delgado, el perro a la vera, las alas del sombrero de mezclilla sobre los ojos, la escopeta en guardia baja, atento, alerta…”, como cuenta en su libro Mi vida al aire libre. Los dos compartían también estilo literario ágil, periodístico, pero necesariamente influido por el amor a la acción y la afición cinegética, buscando la precisión en el lenguaje como quien afina la puntería. Siempre me ha llamado la atención que Hemingway escribiera de madrugada y de pie, como en un ojeo, presto a atrapar la palabra justa igual que si fuera una de sus presas. Él decía algo que siempre me ha parecido un excelente consejo para cualquier contador de historias en ciernes, que cuando escribas sobre un tema técnico (se refería, cómo no, a la caza) no es necesario hacer un tratado sobre la materia sino que el lector crea que tienes conocimientos suficientes para hacerlo.
Como no podía ser de otra forma, la imagen que nos suele venir a la cabeza de estos autores no es la de hombres encerrados en su despacho, inclinados sobre sus escritorios corrigiendo los manuscritos. A don Miguel lo recordamos junto a alguna de sus perras y la escopeta colgando del brazo. A Hemingway sonriente, con el rifle descansando sobre el cuerpo de un león o un elefante. Y es que cada uno de ellos encarna un arquetipo del cazador. Delibes es el amante de la caza menor, de cercanía, el que prefiere andar por el monte a las grandes expediciones. Lo suyo es la emoción de las patirrojas, levantarse al alba y desafiar el hielo, la escarcha o la lluvia, apurando la jornada hasta que la noche se vuelve oscura. “Un par de perdices difíciles justifican la excursión; seis a huevo, no», escribió. Hemingway, quizá como terapia para la intranquilidad que le llevaba de un punto al otro del globo, buscaba el desafío por encima de todo, el viaje lejano, el animal más grande, la situación más peligrosa, tal como narra en su libro Las verdes colinas de África, recopilación de aventuras de su primer safari. En él dice: “Un continente envejece rápidamente una vez que nosotros llegamos. Los nativos viven en armonía con él. Pero el extranjero destruye, corta los árboles, consume y seca el agua”. Y es que ambos escritores eran unos enamorados de la naturaleza, de los olores y de los colores del campo, ya sea en Kenia o en los montes de Valladolid. Y supieron transmitir ese amor a sus hijos, como puede atestiguar Miguel Delibes de Castro, uno de los biólogos más reconocidos mundialmente. Porque Hemingway y Delibes, Delibes y Hemingway, solo parecían sentirse plenamente libres cuando estaban en contacto con la naturaleza o cuando la reflejaban en sus escritos.
Exactamente como aquellos antiguos cazadores que se reunían en torno a la lumbre de sus cavernas y hacían vibrar a los de su tribu con historias reales o inventadas a los que intentamos emular todos los demás escritores.
Carmen Posadas, directora de los Talleres de Escritura de Yoquieroescribir.com