TRAGEDIA DE VERANO EN LA SIERRA
Por Jorge Miguel Domínguez-Rodiño Sanchez-Laulhé
10/12/2021
De Valdelarquillo alegre
es mi serrana
lleva guindas en el pelo
y duraznos en la cara
(Fragmento de una coplilla de E.D.R.)
En Valdelarco, mi pueblo, nunca sucedía nada. Estaba como dormido en
el tiempo. Así lo recuerdo, hacia 1906, cuando entonces yo tenía quince años.
Situado en un pintoresco valle de la serranía n orte de Huelva, en las últimas
estribaciones de Sierra Morena, daba la sensación de que viviéramos aislados
del mundo. Tanto era así que existía una mal llamada carretera para llegar,
pero ninguna otra para salir. Cuenta la tradición que, cuando la invasión
napoleónica, los soldados franceses nunca llegaron a esta villa. Al parecer,
ocurrió que una misteriosa y continuada niebla lo mantuvo oculto por mucho
tiempo, y los gabachos no lo encontraron. En 1773 el rey Carlos III otorgó el
título de villa a Valdelarco, independizándolo de Aracena, la población
importante más cercana, a cuatro leguas de distancia y de la que había sido
hasta entonces una aldea.
Valdelarco era como otros tantos pueblos perdidos de la geografía
española, al que solo se podía llegar a lomos de una caballería, por un sinuoso
y mal trazado camino de herraduras. Su especial situación y la escasez de
comunicaciones hacían que sus habitantes vinieran a la vida y muriesen sin
haber conocido otros horizontes que los que podían dominar subiendo a la
cresta del risco del Lomero, barrera natural que nos aislaba del resto de la
provincia.
Todo era tranquilidad, pues en Valdelarco nunca había pasado nada. No
se sabía ni siquiera de algún emigrante a Indias que hubiera vuelto cargado de
oro. Por no existir, ni apellidos extranjerizantes había, solo patronímicos
castizamente españoles. Sus habitantes vivían como los pueblos felices, al
decir de Montesquieu: en aburrimiento, sin historia.
En aquel año parecía que todo seguiría igual, pero un desagradable
suceso alteró la vida de nuestra localidad, donde entonces residían poco más
de seiscientos valdelarquinos. El pueblo era muy modesto, unas pocas familias
poseían las tierras y sus hombres las labr aban con la ayuda de los que no
tenían propiedades. Hubo siempre una gran endogamia y por eso casi todos
sus habitantes éramos parientes en mayor o menor grado.
Sucedió que durante las fiestas de nuestro patrón, el Divino Salvador,
que se celebran en agosto, hubo un violento altercado entre el boticario don
Marcelino y Eladio, el herrero, un mocetón bastante apuesto. La mujer del
primero, una señora de bandera, había tenido algo más que un roce con
nuestro forjador en el baile de la plaza del pueblo, y que tenía lugar unos días
antes para recaudar fondos. El farmacéutico –que era además el más
adinerado del lugar– es talló contra él, animado por las copas que se había
tomado de más. Aquello propició una deriva que solo pudo parar don José, el
cura.
Bueno, no os he contado quién soy yo. Me llamo Matías , nadie
importante en el pueblo, pues solo era entonces un adolescente. Pero sí tuve
dos tíos que salieron de allí, de ese rincón olvidado del mundo. Ambos se
fueron a finales del XIX a Sevilla, cansados de arar en el campo, para hacerse
médicos e incluso fueron catedráticos. Yo también hice lo mismo, pocos meses
después de esto que os estoy narrando, un buen día cogí la diligencia en
Aracena, me fui a l instituto a completar mi bachillerato y ahora estoy
terminando la carrera de Medicina.
Pero sigamos con mi relato. Calmados los ánimos, al día siguiente don
Marcelino siguió su rutina habitual en la farmacia, en la cual yo trabajaba de
mancebo por la comida y unas pesetas, pero que venían muy bien para ayudar
en casa. Éramos huérfanos; mi padre, capitán de Infantería, había muerto dos
años antes , de las complicaciones de la malaria que cogió en la guerra de
Filipinas. En Barcelona vivíamos entonces. Mi madre, sin un duro y cansada de
reclamar al ejército el dinero que se le adeudaba, aquel que había gastado su
marido de su propio peculio para ali mentar a su tropa, decidió entonces
regresar de Cataluña con toda su prole a Valdelarco, pueblo natal de él, y con
una viudedad de cuarenta pesetas mensuales.
Por tanto, os podéis imaginar que, al despachar yo en la farmacia,
estaba también al tanto de todo lo que sucedía en la vida diaria de la población
y conocía a casi todos sus habitantes. Algunas tardes se reunía una tertulia en
la rebotica. Estaba formada por el alcalde, don Benito; el médico, don Salvador;
el cura, don José; el veterinario, don Mateo y el maestro, don Isidoro. A veces
se sumaba el sargento de la Guardia Civil, don Roque.
Esa tertulia era la base de toda la cultura de los habitantes de
Valdelarco, que por aquellos días vivían alejados de cualquier idea de un
progreso que no llegaba a aquel lugar perdido. Yo, por mi parte, leía siempre
todo lo que caía en mis manos.
Una tarde, la reunión de la farmacia estaba dedicada a organizar la
procesión del domingo siguiente, en la que se sacaba en un paso a la imagen
del patrón del pueblo, momento culminante de las fiestas. Como solo había una
cortinilla entre donde yo despachaba y los tertulianos, podía oírlos
perfectamente. La conversación subió de tono cuando don Marcelino dijo que
no consentiría que ese año fuera porteador de las andas el herrero, Eladio.
Que si eso ocurría, no pagaría las flores del paso ni las de la iglesia, como
hacía siempre. El cura, temeroso de quedarse sin el dinero del poderoso
boticario y también de la fuerza física del herrero, empezó a quitar importancia
al incidente.
–Pero hombre de Dios, don Marcelino, si no ha pasado nada. Es que
usted con las copitas imaginó cosas que no han sucedido
–Calle señor cura –replicó mi jefe–. Sé muy bien lo que vi y me doy
cuenta de lo que habrá ocurrido antes. Estoy decidido a terminar con este
asunto y haré pagar a los dos su pecado. Qué ciego estuve.
Don Roque, al oír esto, respondió de inmediato.
–¿Qué insinúa? ¿Es que va tomarse la justicia por su mano? No se lo
habré de consentir.
–No, señor guardia civil, no trato de cometer ningún delito. La venganza
es un plato que sabe mejor cuando está frío. Tengo pagarés de ese diablo de
herrero, que tiene muchas deudas de juego, y le obligaré a marcharse lejos de
aquí. Con respecto a mi mujer, la haré venir a suplicarme de rodillas.
Cuando oí a don Marcelino se me heló la sangre. ¿Qué estaría
tramando? Mi patrona, que se llamaba Estela, era en verdad una guapa mujer,
mucho más joven que su marido. El hecho de que no hubieran tenido hijos creo
que los distanció. Ella me contaba siempre muchas cosas. Era de Galaroza,
otro de los pueblos de esta comarca serrana, a legua y media del nuestro. Su
padre era primo segundo del boticario y, en una celebración de familia, mi jefe
quedó prendado de la belleza de la joven y pidió su mano. La pobre Estela no
pudo opinar nada sobre el asunto y con solo dieciséis años se vio casada con
un hombre de cuarenta y cinco.
Nunca s upe muy bien por qué, pero fue el caso que Estela, al poco de
conocerla cuando empecé a trabajar en la farmacia, me confesaba todos sus
secretos. Solía verla a menudo en la botica, pues había una escalera falsa
desde el piso principal de la casa que conducía al bajo, y nos dábamos mucha
conversación. Me hablaba de lo desgraciada que era, de que siempre había
soñado con haberse ido a vivir a Sevilla, a respirar otros aires, a conocer
mundo. En cambio, le habían obligado a casarse con un carcamal avaricioso,
que no le permitía ninguna diversión.
Nunca me contó lo de su asunto con Eladio, el herrero, pero yo pronto lo
averigüé. Fue una tarde en que apareció este por la farmacia y la patrona me
mandó afuera, inventándose un recado para mí. Las miradas que se cruzaban
lo decían todo. Eladio aprovechaba los días que don Marcelino iba a Aracena o
a Sevilla, lo cual sucedía todas las semanas, para verse con Estela.
La verdad es que Eladio me resultaba simpático también. Me gustaba
acercarme en mis ratos libres a verlo trabajar en su herrería. En la misma había
siempre muchos gatos, con los que yo me entretenía y que comían como fieras
cuando les echaba algunas migajas de pan. Un día le pregunté a mi amigo:
–Oye, Eladio, ¿Qué les das de comer a estos gatos que parecen tener
tanta hambre?
–¿De comer? –me respondió–. Vamos Matías, preguntas tú unas
cosas… ¡ellos cazan!
La relación de los dos amantes se complicó cada vez más. Como ya he
referido, ese verano todo explotó en el baile de las fiestas, que no acabó mal
porque el cura lo impidió separándolos, seguro de que Eladio hubiera
respondido con sus puños. Cada cual regresó a su casa.
Sin embargo, lo peor estaba por llegar. El domingo, el día de la
procesión, don Marcelino se dirigió a la herrería después de entrar el santo en
la parroquia, ya bien entrada la tarde. Me dijo que iba a cantarle las cuarenta a
aquel bribón. Yo le seguía detrás suplicándole que se parase.
Pero no hubo forma, cuando vio a Eladio le increpó:
–Mira muchacho, ya te estás yendo de mi pueblo. ¿Qué te crees? ¿Que
te vas a liar con mi esposa –la muy puta– y todo va a seguir igual? Pues vas
listo. Tengo en mi poder unos pagarés que firmaste jugando a las cartas en el
casino de Aracena, y que te pueden llevar a la cárcel. Así que andando, coge
la maleta y desaparece. A Estela ya sabré yo darle su merecido, terminará
suplicándome que no la azote.
–Malnacido, tú no vas a obligarme a nada, antes te mato.
Y Eladio cogió un cuchillo y le cortó el cuello al boticario.
Fue terrible, se desangró en unos segundos y murió como les ocurre a
los cerdos en la matanza. Yo había vivido esa escena al poco de llegar al
pueblo. Nunca me gustó el ritual de desangrar a un guarro.
Eladio salió corriendo de l lugar del crimen, desapareció por la fachada
posterior de la herrería, que daba al campo. Al poco aparecieron las fuerzas
vivas del pueblo y l es conté lo que había sucedido. Todos estábamos
horrorizados. El alcalde se dirigió al sargento:
–Don Roque, tenemos que hacer una partida, vamos a buscar a ese
asesino.
–No se preocupe señor alcalde, no llegará lejos, está ya anocheciendo y
hay luna nueva, no hay quien pueda avanzar por el monte. No merece la pena
cansarnos inútilmente. Por donde ha huido, como ha referido Matías, va a su
perdición. Hay una manada de lobos por allí desde hace unas semanas, que
rondan al ganado de esa zona. Ellos darán buena cuenta de él.
––––––––––––––
Al día siguiente se organizó una batida con voluntarios del pueblo, yo les
seguí, no podía comprender cómo todo había terminado de forma tan trágica.
Me equivocaba, aún fue peor, cuando llegamos al risco de la Manzana, que
está a legua y media, aparecieron unos zapatos vacíos, sin nada. Unos metros
después, los restos de un cadáver devorado por los lobos, con jirones de ropas
que todos reconocimos eran de Eladio.
F I N
NOTA: Todos los hechos relatados y sus personajes son absolutamente
ficticios.
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024