TRAGEDIA DE VERANO EN LA SIERRA

Por Jorge Miguel Domínguez-Rodiño Sanchez-Laulhé

De Valdelarquillo alegre
es mi serrana
lleva guindas en el pelo
y duraznos en la cara
(Fragmento de una coplilla de E.D.R.)

En Valdelarco, mi pueblo, nunca sucedía nada. Estaba como dormido en
el tiempo. Así lo recuerdo, hacia 1906, cuando entonces yo tenía quince años.
Situado  en  un  pintoresco  valle  de  la  serranía  n orte  de  Huelva,  en  las  últimas
estribaciones de Sierra Morena, daba la sensación de que viviéramos aislados
del  mundo.  Tanto  era  así  que  existía  una  mal  llamada   carretera  para  llegar,
pero  ninguna  otra  para  salir.  Cuenta  la  tradición  que,  cuando  la  invasión
napoleónica,  los  soldados  franceses  nunca  llegaron  a  esta  villa.  Al  parecer,
ocurrió  que  una  misteriosa  y  continuada  niebla  lo  mantuvo  oculto  por  mucho
tiempo,  y  los  gabachos  no  lo  encontraron.  En  1773  el  rey  Carlos  III  otorgó  el
título de villa a Valdelarco, independizándolo de Aracena, la población
importante  más  cercana,  a  cuatro  leguas  de  distancia  y  de  la  que  había  sido
hasta entonces una aldea.
Valdelarco  era  como  otros  tantos  pueblos  perdidos  de  la  geografía
española, al que solo se podía llegar a lomos de una caballería, por un sinuoso
y  mal  trazado  camino  de  herraduras.  Su  especial  situación  y  la  escasez  de
comunicaciones  hacían  que  sus  habitantes  vinieran  a  la  vida  y  muriesen  sin
haber  conocido  otros  horizontes  que  los  que  podían  dominar  subiendo  a  la
cresta  del  risco  del  Lomero,  barrera  natural  que  nos  aislaba  del  resto  de  la
provincia.
Todo era tranquilidad, pues en Valdelarco nunca había pasado nada. No
se sabía ni siquiera de algún emigrante a Indias que hubiera vuelto cargado de
oro. Por no existir, ni apellidos extranjerizantes había, solo patronímicos
castizamente  españoles.  Sus  habitantes  vivían  como  los  pueblos  felices,  al
decir de Montesquieu: en aburrimiento, sin historia.
En  aquel  año  parecía  que  todo  seguiría  igual,  pero  un  desagradable
suceso  alteró  la   vida  de   nuestra  localidad,  donde  entonces  residían  poco  más

de seiscientos valdelarquinos. El pueblo era muy modesto, unas pocas familias
poseían  las  tierras  y  sus  hombres  las  labr aban  con  la  ayuda  de  los  que  no
tenían  propiedades.  Hubo  siempre  una  gran  endogamia  y  por  eso  casi  todos
sus habitantes éramos parientes en mayor o menor grado.
Sucedió  que  durante  las  fiestas  de  nuestro  patrón,  el  Divino  Salvador,
que  se  celebran  en  agosto,  hubo  un  violento  altercado  entre  el  boticario  don
Marcelino  y  Eladio,  el  herrero,  un  mocetón  bastante  apuesto.  La  mujer  del
primero,  una  señora  de  bandera,  había  tenido  algo  más  que  un  roce  con
nuestro forjador en el baile de la plaza del pueblo, y que tenía lugar unos días
antes para recaudar fondos. El farmacéutico –que era además el más
adinerado  del  lugar–  es talló  contra  él,  animado  por  las  copas  que  se  había
tomado de más.  Aquello propició una deriva que solo pudo parar don José, el
cura.
Bueno, no os he contado quién soy yo. Me llamo Matías , nadie
importante  en  el  pueblo,  pues  solo  era  entonces  un  adolescente.  Pero  sí  tuve
dos  tíos  que  salieron  de  allí,  de  ese  rincón  olvidado  del  mundo.  Ambos  se
fueron a finales del XIX a Sevilla, cansados de arar en el campo, para hacerse
médicos e incluso fueron catedráticos. Yo también hice lo mismo, pocos meses
después  de  esto  que  os  estoy  narrando,  un  buen  día   cogí  la  diligencia  en
Aracena, me fui a l instituto a completar mi bachillerato y ahora estoy
terminando la carrera de Medicina.
Pero  sigamos  con  mi  relato.  Calmados  los  ánimos,  al  día  siguiente  don
Marcelino  siguió  su  rutina  habitual  en  la  farmacia,  en  la  cual  yo  trabajaba  de
mancebo por la comida y unas pesetas, pero que venían muy bien para ayudar
en casa. Éramos huérfanos; mi padre, capitán de Infantería, había muerto dos
años  antes ,  de  las  complicaciones  de  la  malaria  que  cogió  en  la  guerra  de
Filipinas. En Barcelona vivíamos entonces. Mi madre, sin un duro y cansada de
reclamar al ejército el dinero que se le adeudaba, aquel que había gastado su
marido  de  su  propio  peculio  para  ali mentar  a  su  tropa,  decidió  entonces
regresar de Cataluña con toda su prole a Valdelarco, pueblo natal de él, y con
una viudedad de cuarenta pesetas mensuales.
Por  tanto,  os  podéis  imaginar  que,  al  despachar  yo  en  la  farmacia,
estaba también al tanto de todo lo que sucedía en la vida diaria de la población
y conocía a casi todos sus habitantes. Algunas tardes se reunía una tertulia en
la rebotica. Estaba formada por el alcalde, don Benito; el médico, don Salvador;
el cura, don José; el veterinario, don Mateo y el maestro, don Isidoro. A veces
se sumaba el sargento de la Guardia Civil, don Roque.
Esa tertulia era la base de toda la cultura de  los habitantes de
Valdelarco,  que  por  aquellos  días  vivían  alejados  de  cualquier  idea  de  un
progreso  que  no  llegaba  a  aquel  lugar  perdido.  Yo,  por  mi  parte,  leía  siempre
todo lo que caía en mis manos.

Una  tarde,  la  reunión  de  la  farmacia  estaba  dedicada  a  organizar  la
procesión del domingo siguiente, en la que se sacaba en un paso a la imagen
del patrón del pueblo, momento culminante de las fiestas. Como solo había una
cortinilla entre donde yo despachaba y los tertulianos, podía oírlos
perfectamente.  La  conversación  subió  de  tono  cuando  don  Marcelino  dijo  que
no  consentiría  que  ese  año  fuera  porteador  de  las  andas  el  herrero,  Eladio.
Que  si  eso  ocurría,  no  pagaría  las  flores  del  paso  ni  las  de  la  iglesia,  como
hacía  siempre.  El  cura,  temeroso  de  quedarse  sin  el  dinero  del  poderoso
boticario y también de la fuerza física del herrero, empezó a quitar importancia
al incidente.
–Pero  hombre  de  Dios,  don  Marcelino,  si  no  ha  pasado  nada.  Es  que
usted con las copitas imaginó cosas que no han sucedido
–Calle  señor  cura  –replicó  mi  jefe–.  Sé  muy  bien  lo  que  vi  y  me  doy
cuenta  de  lo  que  habrá  ocurrido  antes.  Estoy  decidido  a  terminar  con  este
asunto y haré pagar a los dos su pecado. Qué ciego estuve.
Don Roque, al oír esto, respondió de inmediato.
–¿Qué  insinúa?  ¿Es  que  va  tomarse  la  justicia  por  su  mano?  No  se  lo
habré de consentir.
–No, señor guardia civil, no trato de cometer ningún delito. La venganza
es un plato que sabe mejor cuando está frío. Tengo pagarés de ese diablo de
herrero, que tiene muchas deudas de juego, y le obligaré a marcharse lejos de
aquí. Con respecto a mi mujer, la haré venir a suplicarme de rodillas.
Cuando oí a don Marcelino se me heló la sangre. ¿Qué estaría
tramando? Mi patrona, que se llamaba Estela, era en verdad una guapa mujer,
mucho más joven que su marido. El hecho de que no hubieran tenido hijos creo
que  los  distanció.  Ella  me  contaba  siempre  muchas  cosas.  Era  de  Galaroza,
otro de los pueblos de esta comarca serrana, a legua y media del nuestro. Su
padre era primo segundo del boticario y, en una celebración de familia, mi jefe
quedó prendado de la belleza de la joven y pidió su mano. La pobre Estela no
pudo opinar nada sobre el asunto y con solo dieciséis años se vio casada con
un hombre de cuarenta y cinco.
Nunca  s upe  muy  bien  por  qué,  pero  fue  el  caso  que  Estela,  al  poco  de
conocerla  cuando  empecé  a  trabajar  en  la  farmacia,  me  confesaba  todos  sus
secretos.  Solía  verla  a  menudo   en   la  botica,  pues  había  una  escalera  falsa
desde el piso principal de la casa que conducía al bajo, y nos dábamos mucha
conversación.  Me  hablaba  de  lo  desgraciada  que  era,  de  que  siempre  había
soñado  con  haberse  ido  a  vivir  a  Sevilla,  a  respirar  otros  aires,  a  conocer
mundo.  En  cambio,  le  habían  obligado  a  casarse  con  un  carcamal  avaricioso,
que no le permitía ninguna diversión.

Nunca me contó lo de su asunto con Eladio, el herrero, pero yo pronto lo
averigüé. Fue una tarde en que apareció este por la farmacia y la patrona me
mandó afuera, inventándose un recado para mí. Las miradas que se cruzaban
lo decían todo. Eladio aprovechaba los días que don Marcelino iba a Aracena o
a Sevilla, lo cual sucedía todas las semanas, para verse con Estela.
La  verdad  es  que  Eladio  me  resultaba  simpático  también.  Me  gustaba
acercarme en mis ratos libres a verlo trabajar en su herrería. En la misma había
siempre muchos gatos, con los que yo me entretenía y que comían como fieras
cuando les echaba algunas migajas de pan. Un día le pregunté a mi amigo:
–Oye,  Eladio,  ¿Qué  les  das  de  comer  a  estos  gatos  que  parecen  tener
tanta hambre?
–¿De comer? –me respondió–. Vamos Matías, preguntas tú unas
cosas… ¡ellos cazan!
La relación de los dos amantes se complicó cada vez más. Como ya he
referido,  ese  verano  todo  explotó  en  el  baile  de  las  fiestas,  que  no  acabó  mal
porque el cura lo impidió separándolos, seguro de que Eladio hubiera
respondido con sus puños. Cada cual regresó a su casa.
Sin embargo, lo peor estaba por llegar. El domingo, el día de la
procesión, don Marcelino se dirigió a la herrería después de entrar el santo en
la parroquia, ya bien entrada la tarde. Me dijo que iba a cantarle las cuarenta a
aquel bribón. Yo le seguía detrás suplicándole que se parase.
Pero no hubo forma, cuando vio a Eladio le increpó:
–Mira muchacho, ya te estás yendo de mi pueblo. ¿Qué te crees? ¿Que
te  vas  a  liar  con  mi  esposa  –la  muy  puta–  y  todo  va  a  seguir  igual?  Pues  vas
listo. Tengo en mi poder unos pagarés que firmaste jugando a las cartas en el
casino de Aracena, y que te pueden llevar a la cárcel. Así que andando, coge
la  maleta  y  desaparece.  A  Estela  ya  sabré  yo  darle  su  merecido,  terminará
suplicándome que no la azote.
–Malnacido, tú no vas a obligarme a nada, antes te mato.
Y Eladio cogió un cuchillo y le cortó el cuello al boticario.
Fue  terrible,  se  desangró  en  unos  segundos  y  murió  como  les  ocurre  a
los  cerdos  en  la  matanza.  Yo  había  vivido  esa  escena  al  poco  de  llegar  al
pueblo. Nunca me gustó el ritual de desangrar a un guarro.
Eladio  salió  corriendo  de l  lugar  del  crimen,  desapareció  por  la  fachada
posterior  de  la  herrería,  que  daba  al  campo.  Al  poco  aparecieron  las  fuerzas
vivas del pueblo y l es conté lo que había sucedido. Todos estábamos
horrorizados. El alcalde se dirigió al sargento:

–Don  Roque,  tenemos  que  hacer  una  partida,  vamos  a  buscar  a  ese
asesino.
–No se preocupe señor alcalde, no llegará lejos, está ya anocheciendo y
hay luna nueva, no hay quien pueda avanzar por el monte. No merece la pena
cansarnos  inútilmente.  Por  donde  ha  huido,  como  ha  referido  Matías,  va  a  su
perdición.  Hay  una  manada  de  lobos   por  allí  desde  hace  unas  semanas,  que
rondan al ganado de esa zona. Ellos darán buena cuenta de él.
––––––––––––––
Al día siguiente se organizó una batida con voluntarios del pueblo, yo les
seguí,  no  podía  comprender  cómo  todo  había  terminado  de  forma  tan  trágica.
Me  equivocaba,  aún  fue  peor,  cuando  llegamos  al  risco  de  la  Manzana,  que
está a legua y media, aparecieron unos zapatos vacíos, sin nada. Unos metros
después, los restos de un cadáver devorado por los lobos, con jirones de ropas
que todos reconocimos eran de Eladio.

F I N

NOTA:  Todos  los  hechos  relatados  y  sus  personajes  son  absolutamente
ficticios.

 

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