«TODAS HIEREN, LA ÚLTIMA MATA»

Soy extremadamente puntual. Pertenezco a esa menguante clase de personas que llega diez minutos antes a una cita, por lo que más de una vez me he visto dando vueltas a la manzana con un frío que pela o un sol abrasador hasta que da la hora exacta y puedo llamar al telefonillo y decir aquí estoy. Y todo se debe a un trauma infantil. Mi madre era una de esas mujeres tan extraordinariamente bellas a las que se les perdona todo. ¿Se han fijado en que las guapas suelen ser impuntuales? Mamá tenía por costumbre llegar la última a todas partes. Si se trataba de una fiesta, cuando ya los presentes habían agotado el tema de conversación y los whiskies comenzaban a hacer su beatífico efecto entraba ella en escena radiante, como una aparición dejando a todos boquiabiertos. Lo malo es que esta costumbre que tan buenos réditos sociales le daba, se extendía a todos los órdenes de su vida y también de la nuestra. Aún me recuerdo embarcando media hora tarde en aviones que milagrosamente nos esperaban y en los que pocos eran los que protestaban, tal vez, como decía Baudelaire, porque «la belleza del cuerpo es un sublime don que de toda infamia arranca un perdón”.

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