¿A DÓNDE FUERON ESOS AÑOS?

Por Covadonga Velasco

Una hermosa mañana de domingo de invierno, Patricia, una mujer de aspecto elegante pero informal, estaba sentada en un banco leyendo un libro, mientras su perrita pomerania de color canela mordisqueaba un palo junto a ella. Se acercó otra mujer de una edad aproximada con intención de sentarse. Levantó la mirada del libro y la miró.

—¿Eres Patricia? —preguntó la recién llegada.

—Sí, ¿y tú, Claudia?

Las dos soltaron una carcajada.

—¡No me lo creo!

—¡Después de tanto tiempo!

—¡Qué preciosidad! —dijo Patricia mirando al bolso de su amiga.

Dentro asomaba la cabeza de una perrita blanca, con un hocico brillante y negro, que saltó rápidamente a saludar a la otra perra, y juguetearon.

—¡Qué monas! —dijeron las dos a la vez.

—¡Luna, tranquila! Perdona, es un poco pesada —dijo Patricia—. ¿Cómo se llama la tuya?

—Lía.

—Me encanta, como la canción de Ana Belén.

—Sí. Recuerdo que nos gustaba a los dos.

El tono de su voz y su sonrisa habían cambiado, pensó Patricia. ¿Cómo habrá sido su vida? No se atrevía a preguntar.

Claudia se adelantó:

—Cuéntame, ¿qué has hecho todos estos años? La última vez que nos vimos tendríamos veintitantos; han pasado más de treinta.

—Es cierto. Luego estuve en Roma con Armand, con quien viví quince años, después nos separamos. Fue una etapa muy bonita, trabajé en una galería de arte. Vivimos en vía Margutta, cerca de la Piazza di Spagna.

—Sí, y de la Piazza del Popolo. Recuerdo todas esas calles.

La sonrisa de Claudia iluminó su rostro. Acarició a las dos perritas y jugueteó con ellas.

Patricia pensó que era el momento de preguntar por la vida de su amiga, pero Claudia rápidamente dijo:

—Me encantan las puestas de sol desde el Pincio y la vista panorámica de la ciudad de Roma, hicimos una fotos preciosas allí. Nos gustaba sentarnos en las terrazas de la plaza… Navona, casi no me venía el nombre. Detrás había una trattoria que se llamaba Maccheroni, con cocina típica romana, apenas iban turistas. Luego nos sentábamos en los cafés de la plaza para admirar las fuentes y los artistas.

Patricia observó en su amiga emoción y sentimiento. Así la recordaba.

—Perdóname —añadió Claudia—, te he preguntado y no te dejo hablar. Cuéntame cosas de allí.

—¡Ja, ja! No importa. Recuerdo cómo te apreciaba mi madre, siempre decía a Alex que te llevara a sitios bonitos y le recomendaba películas para ti. “¡Cuídala bien! ˝, le decía al salir por la puerta. Estuve un tiempo enfadada con él porque me quitó a mi amiga.

—Salimos tres años, lo recuerdo.

—¿Cómo está?

—Tiene dos hijas y está felizmente casado.

—Me alegro, era un buen chico. Éramos demasiado jóvenes. Aficionado a la caza y a la pesca, se iba con tu padre los fines de semana. Me invitaba, pero a mí no me dejaban ir y me quedaba estudiando.

—Sí, mi madre también llevaba muy mal quedarse sola, por eso comenzó con sus partidas de cartas.

—He venido al parque para recordar y recuperar mi pasión por la fotografía. Hace mucho tiempo que mi Canon está dentro de su funda. Para mí, el placer consiste en mirar por el visor y enfocar; con el móvil no es igual.

Oyeron las campanadas de la iglesia cercana, que daban las dos.

—¿Vienes a comer a casa? Vivo cerca, podemos preparar pastasciutta y seguimos charlando.

—Buena idea, Patricia. Pasamos antes a comprar unos pastelitos, que recuerdo que te gustaban.

Así lo hicieron y llegaron a casa de Patricia, que era un apartamento amplio con dos ventanales al parque que mostraban una vista alegre.

Entraron en la cocina y siguieron hablando:

—Que sí, que sí —dijo Patricia a Luna—, ahora te pongo tu comida y también a Lía, hoy hay que compartir.

—¿En qué te ayudo? —ofreció Claudia.

—¿Te gustan los espaguetis con salmón?

—Sí, mucho.

—Perfecto, pues pica un poco de cebolla, yo pongo la pasta a hervir, y mientras te cuento mi historia con Armand.

—Soy toda oídos.

—Nos conocimos en Madrid en una galería de arte, donde exponía sus pinturas. Nos presentaron y me contó que se acababa de divorciar. Era seductor, pero con aspecto de ingenuo y temeroso. Nos enamoramos enseguida. Me dio la oportunidad de vivir en Roma. Alquilamos un apartamento. Incluso hicimos planes de boda, aunque mi madre se mostró fría y distante con él; a pesar de ser los dos franceses, nunca conectaron. Los cuadros de Armand no se vendieron y se mostró cada vez más vulnerable y angustiado. Me quedé embarazada pero sufrí un aborto. Por último, mi madre se opuso al matrimonio.

—Yo también tuve la oposición de mi madre para casarme.

—Es una dificultad añadida, ¿verdad?

—Aquí tienes la cebolla bien picada —dijo Claudia mostrándola en un plato—. Sí, no resulta fácil, te comprendo.

—Aunque compartíamos gustos y aficiones, descubrí que era un hombre complicado y con un ego tremendo. Comprendí lo difícil que sería casarme con una persona así. Nos dimos cuenta de que éramos incompatibles y regresé a Madrid.

Claudia recordó momentos felices al ver la cebolla dorarse y a Patricia verter la nata en la sartén. Se sentía acompañada, algo que había echado en falta todos estos meses de atrás.

—Vamos —dijo Patricia—, comeremos junto al ventanal. Esta mesa la restauré yo, era de mamá, la pinté de blanco.

—Tienes un apartamento muy luminoso y, has mimado cada detalle.

Patricia abrió un cajón del aparador y sacó un mantel de cuadritos blancos y negros, colocó unos platos naranjas, los cubiertos de plata y copas talladas.

—La vida te hace cambiar los planes cuando menos lo esperas.

—Siéntate mientras voy por los espaguetis, y continuamos.

Claudia, ya sentada, admiraba a los árboles del parque y todo lo que la rodeaba en la habitación.

Las dos se sirvieron y empezaron a enroscar los espaguetis en el tenedor.

—Están riquísimos, Patricia.

—Nos han salido buenos. Te sigo contando. Para mí vivir en Roma era un sueño hecho realidad.

—Será muy diferente vivir allí que estar de vacaciones, ¿no?

—Es muchísimo más fascinante. Todos los días me levantaba a las seis y media de la mañana —me gusta madrugar—, preparaba un cappuccino, lo bebía y me metía en la ducha sin hacer ruido, aunque Armand dormía profundamente. Me vestía con ropa de correr y ataba las zapatillas ya en la puerta. Pensaba ¡ya estás preparada para el día! Me dirigía hacia la derecha hasta Piazza del Popolo y subía hasta la terraza del Pincio. Atravesaba los jardines de Villa Borghese y volvía a casa. Preparaba el desayuno para Armand y me iba a abrir la galería.

—La calle en la que vivías me recuerda a Audrey Hepburn.

—Es cierto, allí se rodó Vacaciones en Roma.

—Eras muy admiradora de ella.

—Sí, me gustó su estilo, me hubiera gustado parecerme a ella.

—Bueno, físicamente eres un tipo de mujer muy parecido. No todas pueden presumir de eso. Además, no creo que lo recuerdes, pero hace años compraste conmigo unos zapatos como los que ella llevaba.

—Qué memoria tienes, es asombroso. Y ¿tú? Cuéntame cómo fue tu vida.

—Nos casamos en febrero de 1995 y de viaje de novios fuimos a Venecia y Roma. En Venecia se celebraban los carnavales, era como estar en otro mundo, las máscaras cubrían los rostros y con sus galas te transportaban a otra época. No me cansaba de fotografiar cada detalle. Ya en Roma, nos hospedamos en via Veneto, pues a Ernesto le gustaba despertar en esa calle, desayunar y planear el día juntos, y siempre reservaba hotel allí. Descendíamos hasta la plaza Barberini en dirección a las escalinatas de la plaza de España. Sabía que ese era mi recorrido preferido.

—Claro, para ver las maravillosas tiendas de Roma.

—Cómo me conoces. También me encantan sus fuentes, sus calles y monumentos. Cada vez que voy me gusta más.

Tras un silencio Claudia dijo en tono diferente:

—Un día apareció en nuestra vida una enfermedad, dispuesta a robarme lo que yo más quería. Luchamos contra ella, pero no pudimos vencer. Ahora soy viuda desde hace algo más de un año.

—Lo siento mucho —dijo Patricia mirando a su amiga.

—Alguna vez te has preguntado a dónde van esos años de una etapa de tu vida, que aunque quieras, no puedes seguir viviendo.

—Sí, claro que me lo he preguntado.

—Y ¿has encontrado respuesta?

—Sí, aunque ahora te parezca mentira. Vivo mi presente día a día y, como en una balanza, he logrado encontrar un punto de equilibrio con esos años maravillosos que no quiero dar por perdidos; me niego. Recordar es volver a vivir. Por cierto, ¿Has disfrutado del día?

—Sí, mucho.

La amistad —comprendía Claudia— superaba distancias temporales, te unía a personas por algún motivo y creaba vínculos que se mantenían con el paso de los años. El dolor y la amargura que vas viviendo te dulcifica.

—Probemos los pastelitos —dijo Patricia.

—La vida es… como los pasteles de limón.

Las dos soltaron una carcajada y saborearon esa mezcla agridulce.

Claudia se levantó, cogió su cámara de fotos, la correa y el bolso de su perra, que enseguida se metió dentro.

—Te dejamos tranquila y nos acercamos al parque. Se aproxima esa hora que los fotógrafos califican de mágica. Si quieres nos vemos el próximo domingo —dijo tímidamente.

—Genial, nos veremos en el mismo banco.

Llegó al parque, desenfundó su Canon, la sujetó con la mano izquierda mientras pensaba: enfocar, elegir la velocidad y la apertura de diafragma: 1/60 y 5.6. Los árboles parecían estar esperando su llegada. En su interior iba surgiendo entusiasmo y por primera vez desde hacía tiempo se sentía feliz dejándose capturar ella por ellos.

Cuando llegó a casa las revisó emocionada.

La semana transcurrió y el domingo las dos se volvieron a encontrar en el mismo banco.

—¿Qué tal las fotos del otro día? —preguntó Patricia.

—Bien —dijo Claudia, satisfecha.

—Me gustaría verlas, podías mandármelas por email.

—Claro, y me das tu opinión.

Patricia observó que también llevaba su cámara y le preguntó:

—¿Vas hacer fotos hoy?

—Ya las he hecho.

—Muy bien —dijo aplaudiendo—, así me gusta.

—Si te apetece podemos comer hoy en la terraza junto al embarcadero. Hace un día fantástico y da un poco de pereza meterse en casa ¿verdad?

—Es cierto.

Sentadas al sol charlaban y reían. Claudia le contó que había tenido la idea de realizar un libro con todos los árboles que había fotografiado a lo largo de su vida.

Patricia observaba a su amiga, era la misma de siempre.

—Tal vez un libro con anécdotas —, sugirió.

—Quizás… quizás mi vida esté ligada de algún modo a los árboles. El primero que tengo enmarcado en casa es un viejo roble de más de quinientos años; corresponde a un viaje que hice con mis padres a unas bodegas en la primavera de 1980.

—Un viaje a tus recuerdos. Tratados como monumentos vivos te permitirán volver. Pensar y fotografiar para ti es amar la vida.

Patricia continuaba hablando, pero Claudia se repetía dos palabras: pensar y fotografiar.

Volvió a escuchar a su amiga.

—…atrapar un instante…

Otra vez sólo oía la voz de Patricia de fondo que terminaba la frase diciendo:

—…sortear imprevistos eso es la vida.

—Muy cierto. ¿Me acompañas a probarme un par de zapatos que he visto viniendo? —propuso Claudia.

—Sí, como hace años.

—¡Qué buenos momentos! —dijeron las dos al mismo tiempo y soltaron una carcajada.

 

FIN

 

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