ADIÓS, MAMÁ – Yolanda Carvajal García

Por Yolanda Carvajal García

Cuando llegó a la entrada accionó el mando a distancia para abrir la puerta e introducir el coche en el garaje. Al cerrar el portón se quedó un rato sentada al volante respirando profundamente, preguntándose si aquel sería el día.

Al llegar al final de las escaleras ya oyó los pasos que se acercaban corriendo a recibirla. Cuando abrió la puerta se encontró con su cara sonriente, los ojos le brillaban, era como si por un momento hubieran recuperado la chispa que habían perdido en los últimos años. La expresión de felicidad se podía ver en las dos, él las miraba sonriente desde el sofá. Aquel parecía que iba a ser un buen día.

Mireia era una chica de cuarenta años que trabajaba en una pequeña empresa a las afueras de la ciudad. Vivía sola en un piso no muy lejos de casa de sus padres. Cada día de la semana, a excepción de algún fin de semana esporádico, iba a comer con ellos. Hacía unos años que ella se encargaba de realizar la compra y cocinar. Cada día llegaba de trabajar, les daba un beso y entraba en la cocina a preparar la comida, los avisaba cuando estaba lista y se sentaban los tres a la mesa, momento que aprovechaban para explicarse cómo les había ido el día.

Ese día, después del recibimiento, Juana volvió al sofá a ver la televisión con Juan, Mireia entró en la cocina a preparar la comida. Ese día comían, como Juana solía decir, “ese pescado que nos comemos con copas grandes”, se trataba de lubina al horno acompañada con un poco de vino blanco. Cuando terminó de limpiar el pescado y preparar los platos, los llamó para comer.

– No entiendo por qué voy a eso de la memoria -comenzó a quejarse, como hacía habitualmente Juana, ya sentada a la mesa-, no hacemos nada, sólo perder el tiempo.

– Si no vas a lo de la memoria, ¿qué quieres? ¿pasarte todo el día aquí sin hacer nada? -Juan la regañó con cariño-. Luego dices que te aburres. Allí tienes que hacer ejercicios que te ayudan.

Mireia los miraba y se reía, cada día mantenían la misma conversación. Entre semana, Juana siempre se quejaba por ir al centro de día, pero el fin de semana preguntaba por qué no iban, que en casa se aburría mucho.

Terminó la primera, se puso a recoger su plato y a limpiar lo que había ensuciado mientras cocinaba.

– Deja eso -su padre la retiró suavemente, agarrándola por los hombros y dándole un beso en la mejilla-, ya lo haré yo luego, que no tengo nada que hacer en toda la tarde.

Ella se dio por vencida y dejó lo que estaba haciendo. Les preparó el cortado para después de comer. Juana, al sentir el aroma del café, dejó los cubiertos encima del plato.

-Ya no quiero más, no tengo más hambre.

Juan volvió a regañar cariñosamente a su hija:

-Ya te he dicho que no hagas el café hasta que ella termine, ¡que el olor del café le quita el hambre! -le guiñó un ojo a su hija con su sonrisa picarona- ¡Ya sabes que es su perdición!

Mireia se sentó con ella mientras se terminaba el café.

Las dos se dirigieron juntas al salón a sentarse en el sofá.

-¿Tú quién eres? -Juana se giró de forma repentina al llegar a la puerta de la cocina y miró con incertidumbre a su hija mientras le hacía la pregunta a bocajarro.

Mireia se la queda mirando, sintió como una cascada de agua se agolpaba detrás de sus ojos, furiosa por salir. Pero se contuvo. Como pudo, sacó fuerzas para contestar sin que se le quebrara la voz:

– Soy Mireia, tu hija.

– Tú no puedes ser mi hija, si yo tuviera una hija como tú, me acordaría. Nunca se olvida a un hijo por cosas que te pasen. ¿Quién eres? – le contestó con los ojos llenos de lágrimas.

Las dos se estaban conteniendo las ganas de llorar, tenían los ojos brillantes y una expresión de desconsuelo en la cara. Sin saber que decir, se fueron al sofá.

Mireia se sentó y cerró los ojos, sólo quería llorar. Juana se acomodó junta a ella, se tapó con la manta y sacó la mano buscando la de su hija. La agarró suavemente y se quedó dormida. Mireia sentía la mano de su madre agarrada a la suya, notaba su piel fina y suave, volvió a sentirse esa niña pequeña que se agarraba a la mano de su madre cuando sentía miedo. Permaneció con los ojos cerrados sintiendo el calor de la mano de su madre.

Cuando llegó el momento de irse, se levantó con cuidado tratando de no despertarla.

-Papa, siéntate aquí y cógele la mano, no me la quiere soltar. A ver si no se despierta – le susurró a su padre.

Pero Juana se despertó, al ver que se iba, le pidió que le diera un beso con una mueca de sonrisa, quería sonreír, pero no podía. Tenía los ojos acuosos. Mireia se inclinó y le dio un beso y un abrazo, al separarse, Juana se la quedó mirando muy seria y con voz de preocupación le dijo:

– A ti te pasa algo, tienes los ojos raros. ¿Estás bien?

– No es nada, me duele un poco la cabeza, será eso. No me pasa nada, estoy bien. Siempre que estoy contigo, estoy bien – le contestó tratando de sonreír. Le parecía increíble que no supiera quién era, pero sí que detectara su tristeza.

Al salir del garaje en el coche, el torrente de agua que sentía detrás de los ojos se desbordó, no podía parar de llorar, sentía el calor de las lágrimas correr por sus mejillas y el sabor salado. Siempre se había imaginado que llegaría ese día, pero no tan pronto. El miedo se apoderó de ella. Estacionó el vehículo en un sitio poco transitado, y dejó que las lágrimas manaran de sus ojos. Se sentía perdida, la rabia se apoderaba de ella. Empezó a golpear el volante con un llanto desconsolado. Cuando se serenó un poco se fue a continuar con su jornada laboral.

Al terminar de trabajar volvió a casa de sus padres para ver qué tal habían pasado la tarde. No se había quedado tranquila al despedirse de ellos. Su padre siempre parecía alegre, pero no esta vez.

Era él en esta ocasión quien la esperaba en la entrada y quien la hizo entrar en la cocina para que Juana no escuchara la conversación

– No sé qué le pasa a mamá hoy. Ha estado toda la tarde seria, no ha llorado, pero tiene los ojos muy tristes. No ha querido ni salir a dar un paseo, casi ni me ha hablado. No sé qué hacer para animarla. ¡No soporto verla así! Mira a ver si tú puedes hacer algo para animarla.

Mireia sabía lo que le pasaba. Se sintió culpable al momento, otra vez las ganas de llorar volvían a estar presentes. Se acercó al sofá con una sonrisa:

– ¡Hola Juanica! ¿Qué tal estamos hoy?

– ¡Ay qué alegría! ¿Cómo que ha venido tan tarde? ¡Es de noche ya, no hay que salir de noche! ¿Quieres que te haga algo de cenar?

El brillo volvió a sus ojos. Parecía que habían perdido la tristeza atesorada durante todo el día. De repente la desazón que había sentido toda la tarde se había esfumado.

– ¡Uy cuánta pregunta y ningún beso ni abrazo! ¿No me vas a dar un abrazo? – Mireia le sonrió con los brazos extendidos.

– ¡Ven aquí! -abrazó a su hija y le dio un par de besos.

Juan las miraba desde la puerta, con una sonrisa, por fin las dos sonreían. Él se acercó y se unió al abrazo riendo.

Unos días después volvió la temida pregunta.

– ¿Tú quién eres?

Esta vez Mireia se la quedó mirando, con una sonrisa en la cara, llena de ternura mientras le cogía la mano.

– Soy alguien que te quiere mucho. ¿Tú me quieres a mí?

– Sí, claro que te quiero, pero no recuerdo quién eres – contestó Juana

– Pues qué más da quién sea, mientras te quiera como te quiero no importa quien sea. Simplemente soy alguien que daría la vida por ti.

– Pues tienes razón, qué más da quien seas –Juana la abrazó y la besó como hacía tiempo que no lo hacía, se cogió del brazo de su hija y se fueron las dos sonrientes al sofá, Juana con la mirada brillante, tranquila, sin miedo. Pero Mireia no estaba tan feliz como su madre. Se sentía bien por verla así, feliz, sin miedo, pero ella seguía triste, sabía que el temido día había llegado. Ya no volvería a llamarla mamá nunca más.

 

 

 

 

 

 

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Mónica Traver

    Me has hecho llorar, mi papi murió de Alzheimer I he conectado desde la primera línea, nunca pensé que se pudiera explicar con palabras tantos sentimientos. Brutal, muy emocionada, no dejes de escribir 🙏

  2. Jose García Portero

    Con los pelillos de punta me has dejado.
    Cuanta emoción y ternura.
    Sigue así

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