AGRIDULCE – Amaya Puente de Muñozguren

Por Amaya Puente de Muñozguren

1-Era un día de mitad de agosto porque ya estábamos bronceados, volvíamos de una playa alejada de Sanlúcar, quizás Tarifa o Coníl.

Los siete en el coche, agotados de nadar, correr y hacer tabla. Los tres pequeños empezaban a dar cabezadas y, para evitar esa medio siesta que les daría energía hasta pasada la medianoche, a las dos mayores se les ocurrió repartir papeles de animales y, sobre una música conocida, hacer el sonido del animal que le había tocado representar a cada cual.

El burro rebuznaba, la cabra balaba, la rana croaba, el pájaro piaba, el león rugía, el cerdo gruñía y la vaca mugía. La mayor daba entrada a un animal u otro.

Todos jugábamos y cada vez nos reíamos más repitiendo y repitiendo la cancioncilla.

Los pequeños saltaban y bailaban en los últimos asientos mientras los demás controlábamos a duras penas las lágrimas que nos provocaba la risa. Mi marido paró en un semáforo en la avenida mientras seguíamos cantando, bailando y riendo.

 

Las personas que estaban en los coches parados alrededor no dejaban de mirarnos y sonreían contagiados de esa alegría. El semáforo se puso en verde y seguíamos todos parados muertos de risa.

 

 

2-Era septiembre de 1975 cuando todo mi mundo se vino abajo. Llegué a casa, riendo y tonteando con Ramón, y vimos un camión de mudanzas en el que estaban metiendo los muebles de mi casa.

Mi padre daba órdenes a los mozos y mi madre, ayudada por unas vecinas, metían vasos y platos envueltos en papel de periódico dentro de cajas.

¡Nos íbamos a Mallorca! Así, de un día para otro.

Ramón y yo, dos adolescentes enamorados, nos abrazamos en la terraza con los ojos llorosos y un interrogante en los labios: «¿Qué va a ser de nosotros ahora?» Mientras tanto mis hermanos jugaban con el perro y el loro.

El camión partió hacia el puerto de Valencia y nosotros nos amontonamos en la furgoneta de la empresa en dirección al aeropuerto de Madrid-Barajas. Ramón lloraba, yo lloraba. Los demás cantaban y reían.

Separarme de mi primer amor para subir al avión fue como quitarme la piel y dejarla en sus manos, no me podía sentir más triste, desnuda y sola.

Era mi primer vuelo en avión y de el, solo recuerdo ver nubes entre lágrimas y una preciosa isla de aguas transparentes.

No volvimos a ver al perro ni al loro.

 

 

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