AHORA ME TOCA A MÍ – Leonor Lapeña Barrachina
Por Leonor Lapeña Barrachina
Casi no recordaba cuantos tonos de verde hay en este valle. Sobre todo, a ciertas horas de la tarde y con el sol de primavera. Hace ya varios años que estuve aquí por primera vez y es como si todo fuera nuevo, como si lo estuviera viendo con otros ojos. Me ha sorprendido, como aquella primera vez, el fuerte rumor del agua que, aunque intenso, es como una compañía constante que acaricia tus oídos y que se entremezcla con el sonido que produce el viento al agitar las hojas de los árboles.
Hoy estoy sola en esta increíble terraza del Parador de Bielsa donde me he alojado, pero la vez anterior íbamos todos juntos. Creo recordar que fue el último año que conseguimos tener unos días libres los cuatro. Después ya ha sido imposible coincidir porque los trabajos nos lo han impedido.
Lo que no podía imaginar en ese momento era que necesitaría volver aquí, y sola, para poner en orden mi cabeza. Todo lo que hay alrededor en este lugar, es como un reflejo de los últimos treinta años de mi vida. La fortaleza que trasmiten las montañas que veo por todas partes, son como el espíritu que siempre he buscado en todo lo que he hecho. Mi trabajo, mi familia, los retos a los que me he enfrentado, se parecen a lo que representan los picos del macizo que tengo delante. Los Pirineos son hermosos, pero si quieres disfrutarlos totalmente hay que conocerlos, atacarlos y vencerlos para luego tener la satisfacción de haber superado una prueba, de haber añadido una pieza más a tu historia.
He decidido venir unos días para tomar distancia y verlo todo con más claridad. La vorágine diaria me ha hecho funcionar por inercia. Mi trabajo en el Hospital Gómez Ulla es casi todo lo que yo he soñado siempre. Teniente coronel médico en el principal hospital militar de España y encargada de la salud, no solo del personal militar sino, además, de personas que vienen de las zonas de operaciones con distintas patologías. Cuando después de licenciarme decidí ingresar en el cuerpo médico del ejército, nunca pensé que tendría entre mis manos casos directamente venidos de zonas de intervención.
Yo al menos tomé la decisión, por decir algo, de no viajar fuera de España porque, Julián sí que tuvo que desplegarse. Su rango y su edad así lo disponían y no tuvimos más remedio que optar porque uno de los dos se quedase en casa. Ya sé que los chicos eran mayores, pero ya estaban en la universidad y no era momento para cambiar tanto sus vidas. Así que Julián aceptó el destino en Afganistán y yo me quedé en casa.
Creo que en ningún momento nos sentamos a hablar de otra posibilidad y ahora no paro de pensar en que ese pacto tácito no era lo que yo quería. Ahí empezaron varios años de idas y venidas y se fue notando el peso del sacrificio y del sentimiento de nido vacío. Tenemos una hija que acaba de obtener el grado de teniente de artillería y un hijo que ha aprobado el MIR y se va lejos de casa. Así que me encuentro muchos días en que el único consuelo es el trabajo y las videollamadas.
Es verdad que las temporadas de descanso para el personal en destinos internacionales son frecuentes, pero no suficientes para mí. Parece mentira que una mujer como yo, de herencia castrense, pueda cuestionarse algo que ha sido su vida y la de todos los que la rodean.
Y ahora estoy aquí haciéndome muchas preguntas y teniendo pocas respuestas. Lo primero que debería solventar es si quiero seguir con esta vida, porque si lo hablo con cualquier persona cercana a mí me dirán que estoy loca. Volverán a decirme que lo tengo todo; familia casi perfecta, unos hijos fuera de serie, un marido que ya quisieran muchas, ¿qué más estoy buscando? Pues algo debe estar pasando, por qué no soy feliz o al menos me estoy planteando muchas cosas que muestran un gran nivel de insatisfacción. Me veo atada a una vida que, aunque no tiene nada de rutinaria, se revela contra muchos estereotipos y muchas situaciones que he dado por sentadas.
Es media tarde y he decidido bajar al pueblo y he encontrado el lugar donde fuimos varias veces aquel verano en que descubrimos el Valle de Pineta. Estoy segura de que puedo encontrar un pequeño bar, en mitad del pueblo, donde sirven un excelente orujo casero y podré escuchar algo de música tradicional que, entre las paredes de piedra y las calles estrechas del pueblo, te trasporta a momentos mágicos.
—Buenas tardes, ¿qué te apetece tomar? —me dijo la dueña del Chinchecle, que era como se llamaba el lugar. Me sorprendió su apariencia, no ha cambiado nada en estos años. Incluso diría que parecía más joven, con una piel luminosa.
—Que tal, buenas tardes. ¿Tenéis orujo casero? —le contesto.
—Si claro, ahora mismo te lo saco.
Cuando volvió con él, se quedó mirándome.
—¿Es la primera vez que estás por aquí?
—Pues lo cierto es que no. Mi familia y yo pasamos un verano en el valle hace ya algunos años. Estuvimos varias tardes sentados en esta terraza.
—Me alegro de que tengas buen recuerdo de nosotros. ¿Estás sola?
—Esta vez sí —le he dicho sin importarme darle esa información.
—Pues, ¿qué tal si me siento un rato a tu lado? Me llamo Lizara —me hace gracia porque la primera vez que estuvimos aquí, hizo lo mismo y aunque no recordaba exactamente su nombre, sabía que era algo muy de esta tierra.
—Yo soy Elena —le contesto.
Comprendo que no pueda acordarse de mí. Este es un lugar familiar, pero cada año deben pasar por aquí centenares de personas de todo tipo y procedencia.
A la vez que el orujo, me saca un plato de queso del que hacen ellos con leche de sus cabras. Es un manjar y me viene bien para que el alcohol no caiga en el estómago vacío.
—¿Así que tus hijos ya son independientes? —me pregunta directamente.
—Lo son. Y además no me dan ningún problema. Quizás lo único que me duele un poco es justamente eso, lo bien que se han organizado y lo poco que me necesitan. Echo de menos esperarles despierta de madrugada, comprobar si por las mañanas han dormido en su cama o si han dejado su habitación como una leonera.
—Han crecido muy rápido, ¿verdad?
—Mucho más de lo que yo hubiera querido.
—Si, ese momento en que te das cuenta de que ya han volado es complicado. Porque, además, suele coincidir con que ya estás casi en los cincuenta o más y esa no es la única circunstancia que ronda por tu cabeza —reflexiona Lizara y la he mirado sonriendo. He asentido con un leve movimiento de cabeza, como diciendo lo acertada que está, y nos hemos quedado en silencio compartiendo una cierta complicidad generacional.
Empieza a venir más gente porque se acerca la hora de cenar y Lizara se levanta para seguir con su trabajo. Yo me quedo a disfrutar de la música celta que suena por los altavoces y cuando me entra hambre, pido un buen plato de embutidos y pan.
—Si vienes mañana, tendremos actuación en directo —me dice al despedirme.
—Aquí estaré —le confirmo.
Aunque la conversación con Lizara me ha hecho darle vueltas a algunas cosas, he dormido muy bien y me he levantado con ganas de andar. Decido subir al Valle de La Larry que es un trayecto de escasamente una hora de recorrido por un sendero algo pedregoso, pero nada complicado. De hecho, he llegado arriba muy descansada y ahora estoy admirando este lugar tan magnífico, con la ancha pradera de un bonito color casi esmeralda, aunque aún acusa las últimas nevadas del invierno. Creo que voy a seguir hasta el fondo del valle porque recuerdo lo que me impresionó la cascada.
Mientras ando despreocupada y muy tranquila, me acuerdo de lo bien que lo pasamos cuando estuvimos aquí y me parece oír la voz de Julián diciéndome lo feliz que se sentía. En aquel momento, todo era armonía, nuestras vidas se mimetizaban con lo que veíamos alrededor. El valle, rodeado de picos poderosos y cargado de belleza, destacaba sobre un cielo nítido que ayudaba a ver muy a lo lejos.
Si lo pienso bien, no puedo decir que hayamos tenido muchos conflictos desde que los niños empezaron a crecer. Sobre todo, si lo comparo con otras familias que conocemos y que viven a nuestro alrededor. Quizás el momento que más tensión creó, fue cuando nuestro hijo acabó la secundaria y nos sorprendió con que necesitaba un tiempo de descanso para decidir lo que quería hacer. Ahí me di cuenta de que Julián y yo teníamos más discrepancias, en ese tema, de las que podía imaginar. Visto con perspectiva, tomarse un año de reflexión cuando todavía no se han cumplido los dieciocho, debía ser casi obligatorio. Reconozco ahora lo bien que le vino, y me alegro de que se impusiera la estrecha relación que padre e hijo siempre han tenido, frente a mi rigidez habitual. A veces pienso que tengo grabado a fuego los caminos que hay que seguir y si las cosas no se hacen como yo pienso, entro en un bucle de negatividad como en el que estoy ahora.
Había imaginado que, tras quedarnos solos en casa, Julián y yo, continuaríamos nuestra vida de una forma mucho más encajada, teniendo objetivos conjuntos y fines similares. Pero me he visto otra vez sola, ahora totalmente, mientras el que debe ser mi pareja está desarrollando sus sueños porque, según él, ahora que ya tiene la experiencia y todavía está en plenitud de facultades, no va a abandonar el destino para el que se ha estado preparando.
Lo que pasa es que, aunque yo no vivo mal en Madrid, me hubiera gustado acompañarle y conseguir el lugar que tuve que rechazar hace años. Pero ya es tarde, no hay tantos puestos dentro de la sanidad militar y personas más jóvenes que yo estaban ocupando todos los mandos. He perdido ese tren.
Sigo andando por el valle, y aunque mi cabeza discurra por otros momentos, tengo la sensación de que este lugar me está sirviendo de terapia. Al llegar a la cascada del fondo me encuentro como arropada por el entorno y me hace pensar en que hay situaciones que parecen un final sin salida, pero lo único que hay que hacer es buscar la manera de encontrar un sendero escondido, por muy angosto que sea.
Hago la bajada al Parador como si tuviera veinte años menos y, como el descanso y la ducha me han venido muy bien, vuelvo a acercarme al pueblo.
—Hola, ¿cómo ha ido el día? —me pregunta Lizara.
—Ha sido estupendo. Justo lo que necesitaba. He subido a La Larry y el camino me ha ayudado. Creo que me estaba obsesionando al querer tomar una decisión precipitada. Quizás no debo pensar en cambios drásticos sino, en principio, reconciliarme conmigo misma.
—¡Caray! Te ha alcanzado la magia de Pirene.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto extrañada.
—Una de las leyendas de estas montañas habla de que se formaron por las piedras que Hércules acumuló para construir el mausoleo de su hija Pirene. Y por aquí se dice que los montes ayudan a reconciliar males de amores —me explica Lizara.
—Algo así debe pasar. He tenido un fuerte impulso y sé que debo proponer alternativas en mi vida diaria, aunque eso pueda suponer alguna ruptura.
—Es posible que ese sea el precio, pero yo pienso que a veces nos empeñamos en que, tal y como estamos, no podemos ser felices, y no nos damos cuenta de que la felicidad es tan sutil que lo importante es descubrirla y conservarla.
Esas palabras me están haciendo pensar todavía más.
Me he quedado a disfrutar de la actuación y la música, con reminiscencia nórdica, parece que me transporte al lugar dónde quiero estar. Necesito volver a mi hogar y llevar conmigo el viento fresco, el agua transparente, el verde de las hojas, los colores de las flores y la pureza de la nieve. Y cada uno en su momento y cada instante aprovechado al máximo.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024