ALCANZAR LAS ESTRELLAS – Jose Antonio Baena Sierra

Por Jose Antonio Baena Sierra

La maldita antena había vuelto a atascarse. “¡Otra vez!, y van tres en lo que va de semana”, masculló Laura entre dientes. Le iba a tocar volver a salir a repararla, o, al menos, hacer algún apaño hasta que llegara el relevo.

Durante las interminables horas que habían transcurrido en aquel minúsculo cubículo contó con mucho tiempo para pensar en lo caprichoso que había sido el destino con aquella joven ingenua que nació no hace tantos años en un pequeño pueblo de la Andalucía profunda. En la niña ingenua y feliz, la menor de seis hermanos que ayudaba a padre en la taberna, entre aromas de queso curado, aceitunas aliñadas y odres de vino añejo. Por aquel entonces, en la inocencia de sus trece o catorce años, creía que su vida circularía por raíles conocidos y seguros, y así se hizo mujer, convencida de que su vida estaría siempre ligada a ese pueblo, entre personas a las que apreciaba, tal vez como maestra, o quizá ayudando a padre en el negocio. No podía olvidar cómo le gustaba, ya de pequeña, salir al campo, de noche, cerrar los ojos y, al abrirlos, quedarse mirando al cielo, donde no había otras luces que el reflejo que devolvía la luna, y todas esas estrellas, al principio apenas unos pequeños puntos de luz, para, en seguida, irse multiplicando hasta llenar todo el firmamento.

Mientras se preparaba despacio para llevar a cabo la tediosa reparación, de nuevo volvió a su mente el recuerdo del bello Ramiro. Era con diferencia el chico más guapo del instituto, y lo peor, era que el tipo lo sabía. Alto, moreno y bien plantado, su tez blanquecina y decadente contrastaba con la piel oscurecida por el trabajo del campo de los chicos de su edad. Su voz era segura y agradable, y sabía cómo convertir su sonrisa era un arma irresistible que desarmaba sin esfuerzo las defensas de cualquier muchacha a la que le hubiera echado el ojo. No era extraño que la culata de su pistola estuviera llena de muescas; prácticamente, todas las chicas del pueblo en edad de merecer habían sucumbido a sus encantos. Bueno, no todas: había algo en él, un nosequé que por entonces no acertaba a explicar, que a Laura no le inspiraba confianza. De hecho, era la única que se había resistido a esa mirada de miel, a sus modales suaves y al coche de papá. Ya se sabe -ahora, más de veinte años después, lo veía con claridad- que no hay nada más deseado que aquello que se no puede conseguir, y cuando Ramiro comprobó que no caería rendida a sus pies ni al primer intento ni al segundo ni al tercero, comenzó a perder esas formas agradables, y las atenciones galantes dejaron paso a requerimientos e intimaciones cada vez más groseros, hasta aquella noche, cuando la siguió a la colina donde solía recostarse a contemplar las estrellas. Aún podía sentir el olor del sudor acre y rancio, la humedad viscosa de la sangre resbalando por la entrepierna, y el jadeo furtivo y brutal, mientras, a lo lejos, los grillos cantaban ajenos a su desgracia en un pueblo donde nunca pasa casi nada.

Muchas veces se había preguntado si no hubiera sido mejor haberse dejado hacer; seguramente el bello Ramiro, tras conseguir lo que quería, la habría olvidado en seguida, otra muesca en el revólver. Pero no: ella tuvo que luchar, patalear, y en un momento que su mano quedó libre, arañarlo en la mejilla. Eso fue lo que, al final, la perdió. El guapo enloqueció de dolor y de ira, y arrasó con todo, rajándole la cara con una navaja.

Instintivamente Laura se tocó la cicatriz. Con los años se había disimulado un poco, pero aún la sentía fresca como el primer día. Y como como solía pasar cada vez que rememoraba aquel instante, sintió cómo avanzaba un conocido y terrible dolor de cabeza, así que hizo un esfuerzo por alejarlo de su mente. Ya había comprobado que ninguna pastilla servía para aplacar una tristeza que viene de lo más hondo del alma, así que trató de relajarse y concentrarse, de una vez, en la tediosa labor que tenía por delante y revisar, de nuevo, aquella antena que nunca terminaba de funcionar bien.

Nunca tuvo conciencia de cuánto tiempo estuvo allí tirada bajo las estrellas. Ya había amanecido cuando Paco, su hermano mayor, la encontró inconsciente, más muerta que viva. De las horas, los días siguientes, apenas retenía algunos fragmentos sueltos: el olor a cerveza seca del Seat Panda que la llevó al hospital, el desinfectante del quirófano, la boca pastosa de la anestesia, o la pared desconchada de la habitación del hospital, donde no la visitó ningún amigo. Sí que recordaba, y era lo más doloroso, la sensación de vacío infinito, cuando los médicos, en cuanto creyeron que tenía fuerza para soportarlo, le comunicaron que su vientre estaba seco sin remedio.

Al cabo de un rato, la cefalea había desaparecido, y la antena reparada. En realidad, ni siquiera estaba averiada: tan sólo se trataba de una pequeña desviación del ángulo de recepción, probablemente causado por el impacto de algún pequeño objeto. De nuevo todo estaba en orden.

Recibió un mensaje por el intercomunicador. Era el aviso de la llamada que llevaba semanas esperando, así que, más animada, aparcó esos recuerdos tan lúgubres y se dirigió lo más rápido que pudo para atenderla.

Mientras flotaba por los pasillos, la mente, siempre traviesa, la trasladó a los tiempos en Barcelona, donde padre la envió con su tía Rosi para protegerla de las habladurías y los chismes de pueblo.

-Quítate eso de la cara, mi niña –le dijo con suavidad al recogerla en la estación, mientras le apartaba el pañuelo que ocultaba la cicatriz-. Tu padre me ha explicado lo que te ha pasado. No puedo ni siquiera imaginar lo que has tenido que sufrir, pero, recuerda dos cosas: la primera, que tú no has hecho nada malo, así que no tienes que avergonzarte de nada. Y la segunda, y más importante: tienes que decidir, y tienes que hacerlo ya, si quieres ser una víctima toda tu vida.

Sin darle tiempo a reaccionar, siguió hablando.

-No tengas rubor de enseñar tu rostro. Los médicos han hecho un excelente trabajo. La cicatriz no es muy grande, y con el tiempo se irá reduciendo. Eres muy hermosa, Laura, y esto que te ha pasado –dijo ahora, agarrándola del brazo- te va a hacer más fuerte.

Recordaba cómo rompió a llorar en brazos de su tía, y así estuvo, llorando, durante muchos meses, en los que permaneció encerrada en el cuarto que  ella le había preparado en su casa del Carmel. En esos tiempos no salía y no quería hablar con nadie. Tampoco vino nadie a visitarla, salvo sus hermanos, que subieron un par de veces desde el pueblo, y aunque agradecía el esfuerzo que les suponía venir desde tan lejos, le hacían más mal que bien.

Hasta que aquella mañana soleada de febrero se levantó de la cama y decidió que había llegado el momento de dejar de llorar. Se vistió con ropa deportiva y salió a correr, y corrió y corrió hasta que cayó derrengada sin saber adónde había ido a parar. Cuando por fin regresó a casa, le comunicó a su tía que quería matricularse en la universidad.

Desde entonces todo sucedió muy deprisa. Las risitas y cuchicheos de sus compañeros desaparecieron en la primera semana, y en muy poco tiempo aquella chica de pueblo acomplejada y cateta que olía a ajo y queso manchego dejó paso a una joven moderna, desenvuelta y segura de sí misma que no se perdía una clase, que participaba en todas las actividades que se organizaban dentro y fuera de los departamentos, y que acabó impartiendo clases antes incluso de terminar la carrera.

Un beep de la radio la sacó de sus pensamientos. Aceleró el paso y se dirigió a la cabina donde la aguardaba la llamada que llevaba esperando desde hace días. Se sentó ante el monitor, se puso los auriculares, y tras pulsar el botón de “on”, apareció el rostro de Sasha.

-Hola, mi amor –saludó un rostro cálido al otro lado del monitor-. Sólo me han dado unos minutos.

-Lo sé, cariño –contestó Laura, mientras le plantaba un beso a la imagen-. Ya me queda poco para volver a casa.

-Antes de que digas nada, tengo una sorpresa –dijo su interlocutor, y a continuación, sacó un teléfono móvil y lo acercó a la pantalla-. Te presento a tu hija.

Durante los siguientes cuatro minutos y cincuenta y tres segundos pudo ver a una niña de unos tres años, morena y con ojos rasgados vestida en un pijama blanco estampado con elefantitos de colores, que caminaba con paso inseguro por el salón de la casa. Grabando el video se oía la voz de Sasha, y de fondo, la de su suegro Andrej, y también la de padre.

En los siguientes catorce minutos y cuarenta y cinco segundos apenas hubo palabras. No hacíán falta. Su marido repitió el video unas cuantas veces, hasta que se cortó la comunicación.

Alexandr Pakolenko, o Sasha, como le gustaba hacerse llamar, había sido un regalo, una bendición del cielo, o de los dioses, o de lo que fuera que hubiera en el cielo. Lo había conocido durante un seminario que su departamento había organizado en colaboración con la Universidad de Kiev. El flechazo fue instantáneo (por parte de él, que estuvo tras ella casi seis meses hasta que ella accedió a darle una oportunidad). Era un hombre dinámico, atrevido, sin complejos. Y muy guapo, todo hay que decirlo. Con él aprendió a romper el bloqueo hacia el otro sexo y aprendió, poco a poco, a sentir, a permitirse el placer del roce, del tacto, del olor del ser amado. Ahora el círculo se completaba con la pequeña Tania. Dos años de papeleo y trámites y trabas habían valido la pena: verla ahora jugar con padre embutida en ese absurdo pijama era, con seguridad, lo más grande del mundo.

Apareció otra llamada por el intercomunicador. Esta vez era el brazo mecánico, que no recibía el input de la cabina. Así que se enfundó con cuidado el traje, se calzó el casco, comprobó el cable conector y de nuevo salió al exterior de la nave.

Siempre le sorprendía, como si fuera la primera vez, ese silencio inabarcable, esa sensación de paz, de calma del espacio exterior. Pero sobre todo, la soberbia belleza de ese disco brillante iluminado por el sol, a veces de un azul intenso, otras iluminado por pequeñas manchas de luz que se superponían unas a otras. Recordó que en cierta ocasión, al inicio de la misión, intentó buscar, ingenuamente, el pueblo donde una vez su vida se detuvo. Por supuesto, no lo encontró. En alguna ocasión, Sasha le preguntó si había pensado volver alguna vez al terruño que una vez la vio nacer, pero Laura tenía claro que jamás regresaría.

Arreglar la avería le costó un buen rato, pero al fin, un par de horas más tarde, el brazo extensor volvía a estar operativo. De todas maneras, seguramente esa sería su última reparación antes de regresar a casa: después de nueve meses en aquella misión la semana que viene llegaba el relevo y podría abrazar a Sasha, a Tania, y a padre, que era el que peor llevaba sus viajes.

Mientras se quitaba el pesado traje espacial, volvió a tocarse la cicatriz, pero ahora no existía rastro alguno de rencor. Lo que son las cosas: al final de todo, Ramiro, el guapo del pueblo, nunca podría engendrar hijos propios (de eso ya se habían encargado sus cinco hermanos), mientras que ella, allí arriba, paseando por la Estación Espacial Internacional, y con la Tierra a sus pies, estaba a punto de cumplir su sueño de ser madre. Ella sí que había conseguido alcanzar las estrellas.

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