ANDREA – Mª Jose Amor Pérez
Por Mª Jose Amor Pérez
Pazo de Belouzás. Zona de As Mariñas coruñesas. Principios del s.XIX.
Don Antonio Piñeiro, Señor de Belouzás, era viudo y vivía en el Pazo del mismo nombre con su hija Andrea. Doña Andrea, su esposa, murió de fiebres puerperales poco después del parto, sumiendo a don Antonio en un profundo dolor, tanto por la pérdida de su mujer como por el problema de criar a la niña. Y la solución apareció con Celia, mujer del capataz, que, con un niño de un mes, se brindó a su crianza.
Andreíña, por tanto, pasó a compartir la ancha cuna comprada por don
Antonio, con su hermano “de leche” Paquiño en la casa de la pareja, anexa a la mansión. Y allí pasó ella su primera infancia, conviviendo con toda la familia, especialmente con su “gemelo”.
Como Celia se encargaba de los animales y del huerto en general, en cuanto supieron andar, Andrea y Paquiño la seguían a todas partes, conviviendo con las vacas, terneros, cerdos, perros, gatos, gallinas y gallo, patos, palomas mensajeras, y hasta un pony que don Antonio les había regalado, así como con hortalizas y frutas caídas en el suelo.
Al cumplir cinco años, Andrea pasó a vivir en el pazo, siendo tutelada por una persona que compaginaba los cargos de institutriz y de maestra.
Se trataba de Isabel de Vaamonde, joven viuda con dos hijos perteneciente a una de las Grandes Familias, venida a menos, de Betanzos (antigua capital de Galicia), que don Antonio contrató para ayudarla monetariamente.
Cada mañana un criado iba a buscarla en un coche de caballos, mientras Andrea, ayudada por alguna criada, se vestía y la esperaba en uno de los infinitos cuartos de la mansión, dispuesta a recibir las bases de las correspondientes enseñanzas de cultura general en función de la edad de la niña, así como comportamiento social, solfeo, piano y arpa. A media tarde, Isabel era devuelta nuevamente a Betanzos, por lo que Andrea quedaba prácticamente sin tutelaje directo, pues tanto los criados, criadas, ama de llaves y mayordomo, concentrados en sus trabajos, se la quitaban de encima en cuanto podían. Y ella provechaba la ocasión para escapar a su “refugio”: la casa de Celia.
La casa, sencilla, constaba de dos plantas. En la de abajo había una enorme “lareira” (gran hogar de piedra, algo alzado del suelo), donde siempre estaba encendido el fuego, que servía tanto para calentarse como para hacer la comida. Por tanto, aquella cocina olía siempre al alimento básico de allí: caldo gallego, que hervía muy lentamente en una enorme olla encima del fuego y del que cualquiera y en cualquier momento, podía coger una “cunca” (taza).
Y, como en todas las lareiras, alrededor del fuego había bancos donde sentarse y contarse historias especialmente en las tardes de invierno, cuando la lluvia y la humedad inundaban el resto. Ésa era la pieza de la casa preferida por Andrea, porque aquélla era “su” casa: hablaba gallego, los días de frío con ”sus hermanos” hacían deberes junto a la lareira, ellos, los de la escuela, ella, los que Isabel le ponía, donde aparte de ejercicios de gramática y aritmética, salían temas como: “manera de saludar a una señora mayor”; ”cómo dirigirse a las criadas”; “distribución correcta de los cubiertos del té”, etc., que ella se juraba no cumplir jamás.
De más pequeña, con frecuencia le había pedido a su padre poder ir a la escuela con los otros niños, pero la respuesta paterna era siempre: “NO”.
Pero en cambio, nunca le prohibió ir a jugar con los hijos de Celia. Al contrario, sabía que era una persona ideal para los niños, que quería mucho a su hija, no pudiendo olvidar cómo fue el refugio de Andrea a la muerte de su madre. Y los días que, por alguna festividad o porque eran vacaciones, no había clase, Andrea corría allí de buena mañana, desayunaba con ellos pasando el día a sus anchas. Cambiaba las faldas y zapatos elegantes por ropa cómoda como la que llevaban sus “hermanas”, Celia le recogía la melena suelta en trenzas y se iban juntos a hacer vida rural: pastar vacas al prado, coger patatas, ir en carro de vacas a alguna leira (nombre dado en Galicia a los terrenos de labradío que debido a los minifundios son de pequeño tamaño) que había que arar, ayudar a ordeñar las vacas y beber un poco de esa leche aún caliente y espumosa, trepar por árboles cogiendo fruta o ir por las “corredoiras” (caminitos rurales estrechos) a cualquier recado. Y para esos menesteres, hasta tenía lo que llevaban las otras niñas: zuecas (zuecos todos de madera que se ponían las mujeres para no quedarse enganchadas en el barro de las corredoiras).
Y Andrea fue creciendo y siguió yendo con esos amigos de la infancia. Iban a las romerías, compraba rosquillas, comía empanada, bailaba muiñeiras como nadie: era feliz.
Pero un día, a los 17 años, su padre la llamó:
-Andrea, ya tienes 17 años y, el Señor de Andrade, don Joaquín, me ha propuesto casarte con su hijo.
Andrea se quedó de piedra. Pero según las normas, tocaba callar y siguió escuchando.
-La petición de mano se hará en el mes de marzo y la boda será en mayo, concretamente el jueves 19. La ceremonia tendrá lugar en la iglesia de San Francisco de Betanzos, donde ya sabes que está enterrado uno de sus antepasados: el conde de Andrade, señor de toda esta zona. Viviréis en el pazo desde la primavera hasta el otoño, y en su casa de Betanzos durante el invierno.
Andrea no escuchó nada a partir de este momento. Sintió que algo se
rompía en su interior: toda su vida esfumada en segundos. Ya no volvería a bailar muiñeiras en las fiestas, ni volvería a ir a romerías, y menos, a vestir cómoda con sus zuecas por las corredoiras y descalza cuando le gustara y apeteciera. Y ¡tendría que hablar solo castellano! Nunca más podría bajar a la lareira de Celia a ayudarle a freír patatas o desgranar guisantes, ni ordeñar vacas sentada en aquel taburete pequeño. En décimas de segundo, todo su mundo había desaparecido. Tendría que pintarrajearse la cara, ponerse polvos de no sé qué, y, sobre todo, que no le diera el sol para estar más blanca. Llevar corsés, como le había dicho una vez Isabel, la institutriz, enseñándole uno de verdad y otros en revistas, y que no acabó de entender cómo se podía respirar con esa camisa de fuerza.
Y tras perderse en esas cavilaciones, oyó que su padre le decía algo así como:
-Mañana vendrá a verte Joaquinito.
-Y ¿quién es Joaquinito? -preguntó Andrea.
-Tu novio -contestó el padre.
-¡Novio! Pero ¡si no le conozco!
-Mañana le conocerás -respondió don Antonio.
-¿Y si no me gusta?
-¡Como no te va a gustar! -dijo el padre dando por finalizada la
conversación.
A la tarde siguiente llegó un coche de cuatro caballos del cual bajaron
ceremoniosamente el tal don Joaquín y su mujer doña Josefa, a los que no
había visto en su vida, acompañados de un personaje gordete y aspecto
blandengue, vistiendo un traje que solo le había visto puesto a su padre en
un par de ocasiones con motivo de ni recordaba qué acontecimiento. El tal
traje era todo negro, con una chaqueta que al verla, tuvo que taparse la boca para no soltar la gran carcajada porque ¡tenía cola!
Rápidamente comparó al tal Joaquinito con todos los amigos de la aldea, y le
dio un profundo asco: le recordaba los quesos que hacía Celia en invierno
tan ricos como cremosos, que casi se deshacían. Pero como no podía
imaginar tener un queso por novio decidió tomarlo a broma, comentarlo con
sus amigos, aplicar el dicho repetido por Celia en estos casos: “aínda é
hoxe”, o sea, aún es hoy, y pensar que faltaba tiempo y, mientras, podían
pasar muchas cosas.
Y vino el momento de las presentaciones. Besamanos a doña Josefa por
parte de don Antonio. Andrea, por su parte, al padre le dio la mano y a la
madre además le hizo una pequeña reverencia. Finalmente, Joaquinito se
acercó a ella, con un ramo de orquídeas en el que Andrea no se había fijado
y, previa reverencia, se lo ofreció.
Aquello ya fue el sumun de la cursilería para ella, que pensó que menos mal
que no le había dado la mano, pues se habría deshecho como un merengue
o un flan. Subieron muy solemnes por la escalinata y entraron en el pazo.
Ella, como le habían enseñado tantos años, hizo los rituales de rigor pasando
a la sala, donde una doncella ataviada con cofia y guantes sirvió el té y todo
lo estipulado por la etiqueta.
A partir de ese día, venía Joaquinito a verla cada tarde, montado en un
flamante caballo.
Llegó el otoño y las tardes se fueron haciendo cortas. Y una concretamente,
con una niebla muy tupida, a Joaquinito le dio un poco de miedo ir solo por
esos parajes. Así que fue a casa de Luis, un vecino de su edad para pedirle si
lo podía acompañar, dadas las circunstancias. Con Luis, aun siendo de clase
social baja, había tenido contacto de pequeño ya que, al ser él hijo único, sus
padres lo invitaban a veces a merendar y a jugar a parchís. Más adelante y
sin ser lo que se dice amigos, pues la diferencia de clases contaba mucho, se
saludaban al encontrarse, que eso no rebaja a nadie.
Luis aceptó y allá se fueron ambos. Al llegar, Joaquinito presentó a Luis,
dando las explicaciones pertinentes de por qué iban juntos aquella tarde. Lo
que no supo el “novio” fue la reacción de Andrea, quien, al ver a Luis, pensó:
“ojalá Joaquinito fuese así”. Porque Luis era el polo opuesto de él: alto,
fuerte, sonrisa abierta, algo tostado de piel, causado por, como él explicó,
sacar a pastar las vacas, ayudar a sus padres a sembrar, recoger, en fin, todo
lo que veía y compartía Andrea en casa de Celia. Y Luis, que de tonto no
tenía nada, se dio cuenta de cómo ella le miró. Así que, al día siguiente, fue
él el que se presentó en casa de Joaquinito diciendo:
-Si quieres, vuelvo a ir contigo, que veo que está saliendo niebla.
Y fue con él. Y fue más días y más días. Luis y Andrea, por su parte,
aprovechaban cualquier momento para pasarse papelitos de los que nadie
de la casa se percataba. Los que sí se dieron cuenta fueron los vecinos, que
inventaron esta canción que se hizo popular por la zona:
“He llevado a mi amigo a la casa de mi amada
Y al cabo de cierto tiempo… el amigo me llevaba”.
Pasó el invierno y llegó marzo, y con él, el anuncio de la primavera y de la
supuesta petición de mano. Fue entonces cuando Andrea decidió hablar con
su padre. Con gran educación y siguiendo las normas establecidas, pero con
gran firmeza de carácter, entró en el despacho donde don Antonio repasaba
unas cuentas entregadas por su administrador.
Don Antonio levantó los ojos diciéndole:
-¿Qué quieres, neniña?
-Padre, ¡le voy a dar un disgusto!
-¿Y luego?
-No me voy a casar con Joaquinito.
Don Antonio no reaccionó, la miró fijamente y cambiando de cara solo
preguntó:
-¿Qué me estás diciendo?
Andrea, viendo el disgusto que causaba a su padre, intentó razonar que no
soportaría una vida al lado de esa persona, acabando por confesar su amor
por Luis.
Como era de esperar, la reacción paterna fue impresionante, sobre todo el
hecho de unirse a una clase inferior. La discusión se prolongó, rato y rato.
Andrea no cedía. El padre, viendo la situación, le respondió:
-Mañana continuamos, pero esto no puede ser.
Al día siguiente fue más duro, ya que Andrea amenazó con fugarse con Luis.
Ante este ultimátum, el padre la desheredó. Ella no se inmutó.
Acostumbrada a su vida campesina lo aceptó y, una mañana, en una
ceremonia íntima, se casó con Luis.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Una historia muy bonita y una narración genial. Parece el principio de una gran novela. Felicidades.