AÑORANZA

Por Patricia Rodea

Nací un mes de enero en un pueblo gallego, y lo poco que recuerdo de mi infancia es que pasaba frío. Mi madre guardaba las mantitas con las que decía me arropaba de pequeño, pero siempre dudé de que las hubiera utilizado. Tuve dos hermanos mayores, pero nunca me hicieron mucho caso.

Me mudé a Madrid una primavera, había terminado el bachillerato y un noviazgo con una chica de un pueblo vecino. Se llamaba Mercedes y solía enviarle flores y románticas cartas cada semana; yo quería casarme con ella y tener varios hijos, pero un día me escribió que yo la aburría y me dejó. Esa fue mi primera decepción amorosa.

No tenía nada que me invitara a permanecer en mi pueblo; ni amigos ni novia para casarme ni mi madre. Ella murió un mes de enero, antes de mi cumpleaños, su corazón no resistió un invierno más. Ya no estaría en casa para prepararme un plato de cuchara como consuelo en días difíciles. Me hacía en verano una deliciosa ensalada de patatas, en invierno un buen caldo y en primavera potajes que me fortalecían. Tenía un don divino para cocinar, mi madre era perfecta para mí. Yo idealizaba a todas las mujeres, al recordarla.

Cuando fui a la capital eran los años treinta y mi padre me había buscado alojamiento en la casa de unos parientes: la tía Juana y el tío Luis; tenían cinco hijos, todos mayores que yo, así que tampoco encontré en ellos a unos hermanos con los que compartir mis rebeldías de adolescente. Encontré trabajo de recadero en un despacho de abogados, y con lo que ganaba alquilé una habitación.

Para ser sincero, me hubiera quedado en la casa de los tíos, donde tenía habitación y comida gratis, sólo me pedían que paseara a sus dos perros, pero su casa era vieja, sucia, olía a humedad y se caía a pedazos. Se entraba empujando una reja de color negro, como de dos metros de altura, luego había un corredor de cemento hasta llegar al patio central de la casa, que tenía una fuente en medio con dos esculturas de peces que saltaban con la boca abierta, por donde debía salir el agua; pero estaba seca, llena de hojas, lodo y moho.

Antes de llegar a la fuente arrancaba desde la derecha una escalera que subía hasta un pasillo con las puertas de todas las habitaciones. Los muebles eran igual de antiguos que la casa. Las habitaciones tenían camas altas con cabeceros de latón y las sábanas eran viejas; en fin, una casa totalmente descuidada. Los tíos eran muy tacaños y hacían poco por renovarla.

Pasados unos meses, decidí estudiar Derecho. Escuchaba discutir a los abogados sus casos y sentí que era mi vocación. Le escribí a mi padre para avisarle sobre mi decisión y pedirle me enviara más dinero para pagar la universidad.

Terminé la carrera, y no me metí en problemas. Me gustaría decir que ahí conocí al amor de mi vida, pero a las mujeres seguí pareciéndoles aburrido y sólo tuve una novia, Marga, que me utilizaba para que le pasara los apuntes y cargara con sus libros, pero en el último año me mandó a freír espárragos. Yo no entendía mi mala suerte, le compraba chocolates, que le gustaban tanto, la invitaba a comer, le escribía cartas… Esa fue mi segunda desilusión.

El despacho donde trabajaba de recadero me empleó ahora como abogado, y empezó mi ascenso hacia lo que sería una exitosa carrera. Comencé ayudando a los socios fiscalista y penalista; sus clientes eran peces gordos que la autoridad sorprendía evadiendo impuestos.

Ambicioné lo que tenían los socios: casas, un buen auto, dinero y, sobre todo, mujeres. Hice clientes por mi cuenta que me pagaban muy bien. Algunas mujeres se acercaron a mí, pero cuando me ponía romántico, se cansaban. ¡Vaya suerte la tuya!, me decían los compañeros.

Por uno de mis clientes, que era su contable, conocí a Ignacio Torreblanca, marqués de Santaseña. Él y su mujer, doña Marta, tenían cuatro hijos: tres chicas y un varón. Vivían en una majestuosa casa de tres plantas, con pisos y escaleras de mármol, un jardín con rosales, césped perfectamente cortado, y piscina. El Marqués tenía muchos negocios, algunos no tan lícitos, y por eso llegaría a ser mi mejor cliente. Necesitaba otro testaferro para algunos de sus chanchullos.

Don Ignacio era muy metódico. Me daba indicaciones muy claras de lo que debía hacer para gestionar cada negocio y todo salía como se esperaba. Para celebrar cada trato hacía una fiesta. En una de ellas doña Marta no me perdía de vista. En pocas ocasiones había hablado con ella, y me pareció una mujer bastante fría.

Salí al jardín a fumar, entonces escuché una voz detrás de mí:

—Pablo, me has esquivado durante toda la noche.

—No, ¿por qué lo dice, doña Marta?

—Deja de tratarme de usted, llámame Marta.

Seguimos hablando y el tiempo pasó muy rápido, o así me pareció. Marta, a diferencia de lo que pensaba, tenía una conversación muy amena, y una sonrisa burlona. Tendría cincuenta años, era alta, un metro setenta y cinco (como yo), delgada, de cabello rubio, ojos castaños, y manos con dedos grandes llenos de vistosos anillos, de oro y piedras preciosas. Tenía gran porte, era digna esposa de un marqués.

No sé cómo sucedió, pero entre la conversación y las copas de champán, cuando me di cuenta, estábamos en una habitación de la última planta, besándonos y arrancándonos la ropa. Nunca antes una mujer me había seducido, y Marta era muy pasional. La fiesta terminó y me despedí del Marqués extendiéndole la mano, la misma que hacía unos minutos había acariciado el cuerpo de su mujer.

El Marqués continuaba encargándome asuntos. Marta y yo seguimos viéndonos, casi siempre en mi casa. Habíamos llegado a entendernos muy bien en la cama, donde yo le recitaba poemas, y ella me decía que tenía muy idealizadas a las mujeres, pero que le gustaba que fuera así. El Marqués amaba a su mujer pera era hosco, y poco detallista y creí que Marta estaba falta de cariño.

Llegó una primavera más, mi estación favorita del año. Don Ignacio me pidió que viajara a México. Nunca había viajado tan lejos con motivo de sus negocios. Hicimos los arreglos necesarios para mi viaje, y pasé la tarde anterior a mi partida con Marta. Iba a extrañarla tanto, hubiera querido llevarla conmigo, o al menos su aroma.

Mi estancia en ese país llevó más tiempo del que yo tenía planeado. Pasaron varios meses, le enviaba una carta semanal a Marta. Las mandaba a mi casa, así lo habíamos acordado, ella tenía una llave e iría a buscarlas, pero no recibía respuesta y no podía (me prohibió) llamarla. Estaba obsesionado, desesperado y hasta preocupado por su silencio.

El asunto de México se resolvió y regresé; habían pasado diez meses. En el aeropuerto me esperaba el contable. Era un hombre nervioso que no medía más de un metro cincuenta y cinco centímetros, tenía vientre abultado y un prominente bigote color gris; su piel era muy blanca, porque siempre estaba metido en su oficina. De camino a Madrid me contó que algunos de los negocios no iban bien y cuando eso sucedía el Marqués siempre hacía cambios; también que doña Marta estaba de viaje desde hacía meses, cosa que a don Ignacio aún le molestaba más. Enterarme de la ausencia de Marta me disgustó.

Al día siguiente el Marqués me citó en su casa. Yo no había dormido en toda la noche, pues al llegar todas mis cartas estaban en el buzón; eso, su silencio y el viaje me tenían desquiciado. El Marqués me dijo que iba a hacer cambios, tal como había comentado el contable, y dispuso que alquilara un departamento con un nombre falso lejos del centro de Madrid y me instalara ahí, donde me contactaría. Haciendo uso de todo el aplomo posible para que no se diera cuenta de mi nerviosismo, le pregunté cómo estaba su mujer, y respondió: “Viajando, con su amante en turno, y esta vez lleva mucho tiempo fuera. Uno más de quien tendré que hacerme cargo”.

Sentí que se me salía el corazón del pecho y apenas pude musitar palabra, le respondí: “¡Vaya!” No reparé en lo que me dijo al final. Salí de ahí loco de celos, pues Marta, la única a la que yo no aburría, me consideraba un amante más de su colección.

Me instalé en el departamento. Pasó una semana y no tenía noticias ni del contable ni del Marqués, mucho menos de Marta. Mataba las horas leyendo, y sólo salía a comer. Un día fui a su casa y ver si había regresado. Desde afuera vi a Marta en el jardín, el corazón me dio un vuelco, pero no podía hacer nada.

Regresé al departamento, en el portal estaba una joven vecina esperando para entrar, iba tan ensimismado que casi no reparé en ella. Me agradeció que le abriera pues llevaba una hora esperando, ya que había perdido la llave. Apenas escuché lo que me dijo, seguí mi camino y respondí vagamente “Vale, hasta luego”.

Pasaban los días y yo seguía ahí. A veces coincidía al salir con la joven vecina, una mujer de complexión muy delgada, cabello y ojos negros. Hubiera pasado inadvertida para mí de no ser porque siempre me saludaba, y yo me veía obligado a responder. Un día la encontré en el café donde solía comer, y se me acercó para hablar; se llamaba María y trabajaba de secretaria en un ministerio, habló ella casi todo el tiempo y yo sólo respondía con monosílabos.

A las dos semanas vino a buscarme el contable, pidió que lo acompañara a un lugar para cerrar un asunto de don Ignacio. Subí a su coche, condujo hacía las afuera de la ciudad, y se detuvo en medio del campo. Bajamos y dijo que durante las tres semanas de mi ausencia el Marqués me había cambiado por otro administrador, y que escribió a mi padre diciéndole que por una decepción amorosa me iba del país. Era como limpiaba siempre su negocio. Añadió con una sonrisa que el Marqués me agradecía el tiempo que dediqué tanto a la Marquesa como a sus negocios. Todo acabó como en una película: allí quedé con dos disparos, uno en el corazón y otro en el estómago.

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