APOCALIPSIS – Manuel Fernández Fernández

Por Manuel Fernández Fernández

La pistola, apoyada en la frente de su propia madre, temblaba al son de sus manos. Sus ojos, atónitos, reflejaban a la perfección la frase que se repetía una y otra vez en su cabeza.
“No puede ser”.
Se orinó en los pantalones, incapaz de controlar su cuerpo, paralizado por el miedo.
— Madre, por favor… — repitió por tercera vez, devastado, pero de nada sirvió. Poco quedaba ya de lo que una vez fue la mujer que lo crió y sacó adelante, aun con todas y cada una de las adversidades que habían afrontado juntos —. Soy yo, Osvaldo.
Su madre se revolvió en un gesto extraño, antinatural, constriñendo la mandíbula antes de soltar una especie de sonido gutural grave y pausado. Sus ojos, abiertos como platos, parecían mirar más allá sin ver nada realmente.

Osvaldo lo sabía.
Lo sabía, llevaba muchos años sabiendo que esto pasaría. Sus labios temblaron entreabiertos antes de lanzar un sollozo ahogado. Las lágrimas empezaron a caer silenciosas por sus mejillas, conocedoras de la situación. Llevaba demasiado tiempo sabiéndolo.
Puso el dedo índice en el gatillo de su Glock semiautomática, ya cargada. Trató de convencerse de que la mujer que le había dado a luz no estaba ante sus ojos, pero sus manos se resistían a hacer lo que les mandaba. No había sido la mejor madre, lo sabía. Pero la quería como a nadie. No podía hacerlo.
En ese momento, un grito en la planta de arriba le sobresaltó. La bala salió disparada, atravesando el cráneo de la anciana y haciendo saltar la pintura de la pared.
El mundo pareció detenerse. No sabría decir cuánto tiempo se mantuvo en la misma posición, tembloroso, con la pistola aún en alto. Había comenzado.
Un golpe en la puerta le devolvió a la realidad. Su respiración se aceleró, invadida por un súbito chute de adrenalina. ¿Ǫué hacía? Allí no estaba seguro.
Nada seguro.
Otro golpe en la puerta le hizo saltar. Osvaldo miró el cuerpo de su madre, que yacía inerte sobre el sillón del salón. Siempre estuvo seguro de que, llegada la situación, cuidaría de ella. Nunca pensó ni por un segundo que podría infectarse también.
Un tercer golpe, seguido de un grito del exterior de la casa.
Habrían escuchado el disparo. Sí, eso debía ser, y no tenía el silenciador a mano. Le había pillado desprevenido, en casa ajena, casi sin recursos. Tenía que llegar a su finca.
Sus piernas reaccionaron por primera vez. Dejó atrás la ventana del pequeño salón, que daba a un patio interior, y se dirigió a la terraza exterior del dormitorio. De su cabeza comenzaron a brotar las primeras ideas, hasta ahora cubiertas por el shock. Por suerte, había estudiado todas las posibilidades, incluida aquella.

Se apoyó en la barandilla del balcón. La luz del atardecer era lo suficientemente tenue como para dejar que las sombras comenzasen a asomar por los rincones. Le vendría bien la oscuridad para ocultarse. Con cuidado, guardó su pistola en la parte de atrás de su pantalón y se colgó de la cañería del edificio. En aquel momento, un fuerte estruendo llegó desde el interior de la casa, seguido de un intenso alarido. Estaban dentro.
Bajó con la rapidez con la que puede bajar un hombre de cuarenta y cinco años sin mucha masa muscular y algo más de barriga de la que debería. En cuanto tocó el suelo agarró de nuevo la pistola con las manos y corrió calle abajo. El suyo era un pueblo pequeño, de unos pocos miles de habitantes. Un par de kilómetros separaban la casa de su madre, en el sur, de su finca, en el norte.
Aquí y allá, la gente corría despavorida. En cuanto doblaba una calle, o atravesaba un parque, podía sentir el miedo en las personas, que era su mismo miedo. Nadie sabía quién estaba infectado y quién no, quién te prestaría ayuda si la pidieses o quién se abalanzaría sobre ti. El apocalipsis había comenzado.
Se detuvo un segundo a coger aire en medio de una explanada lo suficientemente grande como para tener un buen campo de visión. El sudor le nublaba los ojos y hacía que le picasen, y el corazón, en parte por el cansancio y en parte por los nervios, parecía salírsele del pecho.
Un grito le hizo desviar la mirada a su izquierda. Un niño, de unos quince años, se lanzaba hacia otro más pequeño, que yacía en el suelo. Osvaldo reaccionó al instante. Con unas cuantas zancadas se abalanzó sobre el adolescente, arrojándolo lejos del otro e inmovilizándolo.

Estaba infectado.
Sus ojos se movían desorbitados, gritaba y sus brazos realizaban aspavientos frenéticos. Nada podía hacer Osvaldo por ese pobre chaval. Le apuntó a la cabeza y disparó, esta vez sin rodeos. Los brazos se detuvieron al instante y el silencio volvió a reinar en la explanada. A su lado, el segundo niño le miraba paralizado.
— Corre, chico — le dijo Osvaldo —, no te fíes de nadie.
Dudó, pero no podía llevarlo consigo. Salió corriendo de nuevo, mientras la oscuridad se hacía más y más presente. Para cuando llegó a la última recta, sólo se veían ya los pequeños tramos de carretera que las escasas farolas llegaban a alumbrar. Entró en su casa chorreando, con el peligro de la muerte despertando en cada poro de su piel. Cerró la puerta con tres pestillos y se sentó en el suelo, exhausto.
Sí, el apocalipsis había comenzado. Incluso habiendo visto vídeos que alertaban de la posibilidad, y teniendo justificaciones de sobra para prepararse para el acontecimiento, la población había hecho caso omiso a todas las señales durante años. Recordó Osvaldo en ese momento las veces que él mismo intentó ayudar a sus vecinos a prepararse para la posible infección, pero todos le habían tomado por loco. Siempre por loco.
Sus pulsaciones se fueron ajustando a los valores normales con el tiempo. Lloró la ausencia de su madre y las pocas posibilidades del niño de la explanada, abandonado a su suerte. ¿Por qué no le habrían hecho caso todos cuando se lo advirtió?

Se incorporó con lentitud. Él, por lo menos, sí estaba preparado. Recorrió el vestíbulo principal de la vieja casa de piedra hasta llegar a su habitación. Allí cogió su mochila de supervivencia, que había ido preparando durante años a escondidas, por las dificultades que le llevaba hacerse con cualquier tipo de arma. Nadie sabía de su existencia, ni siquiera su madre. Un revólver, un silenciador, cuchillo, vendaje, cantimplora… Uno a uno fue revisando cada material, que preveía indispensable a partir de entonces para salir de su casa. Bajó las persianas del salón y la cocina con sumo cuidado, pues el ruido podría atraer a los infectados. Se cambió y se sentó a cenar con la tenue luz de una única bombilla. No saldría de casa en un par de días, y menos de noche. Debía esperar a que se calmara todo y rezar porque ningún infectado le hubiera visto o escuchado en aquella casa.
Un suave sonido, proveniente de fuera, llamó su atención. Se levantó para asomarse a la ventana de la cocina, que daba al jardín, donde un pequeño agujero en la persiana le permitía otear el perímetro de la parte delantera de la finca.
Su corazón se aceleró al atisbar dos cuerpos moviéndose acompasados detrás de sus vallas. Parecían balancearse juntos, con sutileza, hasta detenerse en la puerta de su jardín. Osvaldo mantuvo fija la mirada, tratando de mantener la calma, e intentó sin éxito entender por qué ambas figuras habían parado de andar. Parecía claro que eran infectadas, pero no entendía su comportamiento. Aún no sabía hasta dónde llegaba su inteligencia, ni las habilidades que poseían. En la oscuridad de la noche, no se podía ver si las dos cabezas, inmóviles, estaban mirando hacia su casa o no. Tragó saliva y notó aumentar incontrolables sus nervios.
En ese momento, un golpe seco proveniente de la parte de arriba de la casa llegó a sus oídos. Era una casa vieja, de madera y piedra, y no eran raros los crujidos ni los silbidos del viento. Este, sin embargo, distaba mucho de un crujido. Se le heló la sangre al darse cuenta de que no había registrado la casa al llegar. Cogió la Glock con el silenciador y salió de la cocina con cautela, apuntando en todas las direcciones. El vestíbulo estaba despejado, y lo mismo comprobó con el baño y su habitación. Abrió la puerta que daba al pequeño pasillo, al final del cual unas escaleras conducían a la parte de arriba.
En la oscuridad de la noche, ese lado de la casa carecía de luz. No la utilizaba casi nunca, únicamente para guardar documentos y algunas herramientas. Tembloroso, trató de respirar hondo, su vista fija en las escaleras. Avanzó un paso, dos… La madera crujió bajo sus pies. Acto seguido, otro crujido sonó en el suelo de arriba.
Osvaldo comenzó a hiperventilar. Para cuando llegó a las escaleras sentía que sus piernas no aguantarían sin deshacerse en el caso de que un infectado apareciese de repente. Ni siquiera sintió el suelo al subir el primer escalón.
¿Cómo podría haber entrado uno, de todas formas? Esa era la pregunta que se hacía, y que le aportó la suficiente cordura como para seguir subiendo escalones. En su casa vivía él solo, nadie más…
Sus ojos, según subía, fueron atisbando lo que se podía ver del altillo. Primero el techo. Después la pared del fondo, únicamente visible por el brillo de la luna, que aportaba un tono azul espectral a la escena. Subió otro escalón.
Su cuerpo se paralizó al localizar la pequeña ventana del lateral. La única de aquel habitáculo y por la que entraba la poca iluminación.

Abierta.
El pánico le invadió definitivamente. Sus músculos flaquearon, envueltos en desconcierto.
¿Cómo era posible?
Miró frenéticamente a los lados, aún desde la escalera, sin llegar a vislumbrar nada. Su pistola en alto, apuntando hacia el centro de la habitación, no parecía ya un seguro de vida. Pensó en correr y cerrar la puerta del pasillo, quedarse a un solo lado de la casa. Pero no tenía pestillos.
Volvió a mirar al frente. Si había algo en aquel cuarto, la única posibilidad es que estuviera detrás de la escalera, escondido tras una pared de madera. Sollozó del miedo, imaginando al ser agazapado, esperando a que subiera el último tramo para abalanzarse sobre él.
Su mente funcionó antes que su cuerpo. La pared no era gruesa, quizás las balas la atravesaran. Si descargaba parte del cargador sobre ella…
Un fuerte sonido le dio un vuelco al corazón. Miró instintivamente hacia abajo, alarmado. Algo o alguien había golpeado su puerta principal.
Otro golpe, más fuerte esta vez. Su cuerpo tembló de terror. ¿Podían los infectados derribar puertas de tres cerrojos?
Una sombra apareció delante de la escalera, justo en frente de él, opacando la luz de la luna. Todo ocurrió en un segundo. Osvaldo gritó de pavor, disparando sin discreción hacia la figura. Incluso cuando el arma se descargó, siguió apretando una y otra vez el gatillo, totalmente apoderado por el pánico.
No fue hasta que paró cuando se dio cuenta de que le dolía el abdomen. Se puso la mano y notó que la sangre brotaba, incesante. Subió las escaleras desconcertado.
La sombra yacía en el suelo. Osvaldo entrevió vagamente una pistola en la mano del infectado. No podía ser. No eran capaces de utilizar armas.
Se acomodó con dificultad en la esquina del cuarto, respirando entrecortadamente, y escuchó la puerta del pasillo abrirse con fuerza. Los pasos subiendo la escalera fueron ya difuminados a oídos de Osvaldo, que se tumbó entre documentos ensangrentados.

La noticia corrió como la pólvora la mañana siguiente.
— Estaba muerto sobre un diagnóstico de esquizofrenia paranoide — manifestaba Pilar ante la atónita mirada de su marido.
— Estaba claro que algo tenía… — comentaba este, rabioso.
Al igual que ellos, todas las familias del pueblo lloraron los asesinatos aquel día, especialmente el de Benjamín, de dieciséis años, muerto ante los ojos de su propio hermano.

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