ASESINA CIRCUNSTANCIAL

Por Carlos Ripoll Soler

Tenía una permanente necesidad de estar sola, no sé si por pura rabia o por una de esas cosas que me decía mi psicóloga y que yo no lograba entender. Siempre me han dicho que la cabeza no me da mucho de sí, especialmente Ernesto, mi marido, al que no soporto. Sea por lo que sea, no tuve más remedio que matarlo.

 

Nuestro piso era como nuestra relación, sin grandes pretensiones pero cumplía una función. Un techo común al que yo nunca me acostumbré, con las estrecheces propias de un piso de ciudad, sin espacio alguno para mi intimidad, obligada a compartir cada metro cuadrado con una persona a la que simplemente detestaba.

 

No siempre quise vivir sola. Me casé con ese hombre porque me eligió, pero ahora que por fin he conseguido deshacerme de él, me he dado cuenta del precio tan caro que pagué por el capricho de tener compañía. Me pregunto si Ernesto también se habrá liberado, a fin de cuentas yo nunca lo amé. Él creo que a mí sí. Aun así, por lo que a mí respecta, no me arrepiento en absoluto de lo que he hecho.

 

Cada mañana era la misma cantinela, con cosas como “cariño, ¿quieres mermelada?”. Otras veces intentaba ser incluso más atento y me decía “¿te preparo unas tostadas?”. Él debía pensar que estaba siendo cortés conmigo, incluso afectuoso, cuando para mí no eran más que pequeños actos de violencia que atentaban contra mi deseo de estar sola, de no relacionarme. Mi respuesta siempre fue la misma: “no”. Ese monosílabo encerraba toda mi animadversión hacia él, pero nunca se dio por aludido.

 

Siempre me preocupé por él, por que entendiese que le odiaba, y que cualquier día de estos podía incluso matarle. Nunca supe si disimulaba, se hacía el sueco o no entendía mis señales, pero él cada día repetía la misma escena, daba igual el momento del día, seguía obsesionado con colmarme de atenciones, haciendo caso omiso a mis mensajes de advertencia, sin darse en absoluto por aludido. Como no soy buena con las palabras, decidí recurrir a algún gesto que otro para alertar al pobre Ernesto. Tenía varias alternativas, pero siempre me decantaba por esa mirada que mi psicóloga, una mujer muy inteligente, me había recomendado no utilizar nunca. Sin embargo, la respuesta de Ernesto no podía ser más miserable, y apartaba la mirada para seguir deleitándose con su mermelada y sus tostadas. Lamentable. Estaba claro que tenía que hacer algo, y él estaba avisado, o al menos eso pensaba yo. Tan pronto como tuviese la oportunidad, le iba a matar. No lo soportaba.

 

La oportunidad no tardó en llegar, es lo que tiene la vida en pareja. Un pequeño despiste, un resbalón o un sueño del que nunca despertarse. La cuestión es que lo hice, y Ernesto dejó de ser un estorbo.

 

Han pasado ya dos semanas, las más felices de mi vida, pero la gente empieza a hacer preguntas sobre Ernesto. No sé si lo he dicho ya, pero no soporto a la gente. Esos otros que no son yo y que disfrutan cebándose conmigo, haciéndome preguntas que yo no quiero responder. Los asuntos de mi marido son solo míos, de nadie más.

 

De todas formas las preguntas sobre mi marido eran el menor de mis problemas, porque la tregua de dos semanas que me había dado la quebró él mismo en forma de un mal olor que se me hacía difícil de soportar. No me esperaba algo así, y menos de Ernesto. Insisto en que soy una persona muy limpia. Era como si él se empeñase en recordarme que nuestra relación había quedado reducida a lo que ese aroma me transmitía: repulsión.

 

Si dicen que el paso del tiempo en los seres vivos hace estragos, los efectos de estas dos semanas sobre un cuerpo sin vida son aún mayores, y mucho más rápidos. No es cuestión de años ni de meses. Cada día, incluso cada hora, va provocando cambios que difícilmente pueden pasar desapercibidos. Los resultados de la descomposición de mi marido me preocupaban especialmente, sobre todo por los problemas que un olor así podría causarme con la comunidad

 

de vecinos. Había normas que cumplir, es lo que tiene la vida en sociedad. Pero no solo eso, todo el mundo sabe que yo soy una mujer muy limpia, con lo que me resultaría especialmente difícil encontrar una explicación razonable a ese olor que se estaba apoderando, no solo de mi casa, sino del descansillo de la escalera, y que amenazaba con seguir tomando posiciones en el resto del edificio.

 

Las preguntas de los vecinos se complementaron con mensajes y llamadas telefónicas de otras personas que estaban sorprendidas ante la falta de noticias de Ernesto. Con todos me supe manejar, excepto con su hermana, que me resulta especialmente insoportable. La manera que tuve de responder a su llamada despertó todas las alarmas en ella:

 

–¿Qué tal está Ernesto? Hace tiempo que no sabemos nada de él –me preguntó durante una conversación telefónica una fría mañana. Estaba preocupada, decía.

 

–Yo tampoco sé nada de él —le dije con un tono cortante–, te dejo que tengo cosas más importantes que hacer. – Y colgué.

 

Las dos cosas que le dije eran verdad: no sabía nada de él y tenía cosas más importantes que hacer. Por un lado nadie podría negar que nunca supe gran cosa de él, probablemente más por desinterés mío que por falta de convivencia, dadas las reducidas dimensiones del piso y su deseo permanente de estar conmigo. Para mí no era más que un perfecto desconocido con el que compartía cama al que llamaba marido. Insisto en que fue él el que me escogió, yo simplemente me dejé llevar por la curiosidad de la convivencia, y acabé atrapada en una relación asfixiante para mí. Por otro lado, era totalmente cierto que tenía cosas más importantes que hacer: deshacerme del cuerpo de su hermano y acabar con el pestilente olor que desprendía Ernesto por todo el piso.

 

Pero el auténtico problema es que nunca había matado a nadie. Podríamos decir que maté por necesidad, de manera circunstancial, sin ningún tipo de vocación hacia el crimen, si es que puede llamarse crimen a lo que yo hice. Tenía que hacer algo con lo que quedaba de Ernesto, pero no sabía qué. Probé a buscar en internet, dicen que ahí está todo, y en un par de clicks di con una opción que me parecía razonable, a la altura de nuestra relación, aunque para eso tampoco es necesario esforzarse mucho. Cuando iba a ponerme manos a la obra una inesperada llamada al timbre me hizo perder la concentración. No esperaba visita, con lo que semejante sonido no hizo más que incomodarme (no sé si lo he dicho ya, pero no soy una persona muy sociable. No soporto a la gente, en general).

 

Volvieron a llamar, y no tuve más remedio que acudir a la puerta. La mirilla me dio una perspectiva privilegiada de la que técnicamente seguía siendo mi cuñada. En ese momento me arrepentí de no haber sido algo más amable con ella durante la llamada telefónica y así no levantar las sospechas que la llevaron a presentarse de manera tan abrupta (aunque es posible que esa falsa amabilidad hubiese sido la peor de mis coartadas).

 

La hermana de Ernesto, con una permanente mirada inquisitiva, nunca pareció confiar en nadie, y menos en mí. Una de esas personas capaces de perturbar al más sereno del mundo solo con su mirada. La calé desde el principio, era una mujer lista, de esas de las que no puedes fiarte porque nunca llegan a fiarse de ti. De hecho, muy al principio de mi relación con Ernesto, fue la primera en darse cuenta de que había algo raro en mí, y fue ella quien convenció a Ernesto para que me llevase a esas sesiones de psicoterapia a las que estoy asistiendo de manera regular desde entonces.

–Abre la puerta, Cecilia, sé que estás observándome por la mirilla.

 

Eso me molestó. No me gusta que me den ordenes, y mucho menos la hermana de mi marido. De todas formas, mal que me pese, ella no es tonta y seguro que había percibido ese mal olor que desprendía su hermano. No tuve más remedio que abrir y golpearla, sin mediar palabra, con lo primero que tenía a mano, una enorme figura de Lladró que me había regalado Ernesto. Fue casi instantáneo: cayó al suelo con ese ruido sordo que hacen las cosas huecas al romperse, al mismo tiempo que la figura de porcelana se destrozaba en mil pedazos tras el golpe con su cabeza. Ahora tenía un segundo problema. Esa familia no me daba más que preocupaciones. La

 

arrastré al interior del piso y cerré la puerta. Cuando me disponía a limpiar la suciedad que mi cuñada había generado con su inoportuna visita, sonó la alarma de mi móvil, recordándome la cita que tenía con mi psicóloga en 30 minutos. No podía llegar tarde. Me arreglé a toda prisa y salí de aquella casa que había quedado totalmente en manos de mi familia política.

 

Afortunadamente la consulta estaba cerca, y en poco más de 20 minutos estaba cruzando el umbral de la puerta de Adriana, mi psicóloga, quien me lleva tratando suficiente tiempo como para conocerme mejor que nadie. No dudé en contarle con pelos y señales lo sucedido: la muerte de Ernesto; la dificultad de deshacerme del cuerpo; el mal olor; las incómodas preguntas de los vecinos; la repentina aparición de su hermana y su merecido final. Ella me miraba de manera extraña, no sé si se había creído lo que le había dicho o simplemente pensaba que estaba delirando. Me hizo una pregunta sobre una medicación que se suponía me había recetado en otro momento, pero yo no recordaba nada de eso. Se levantó de su mesa, salió de su despacho y, al poco, volvió con un vaso de agua y una pequeña pastilla anaranjada en la palma de su mano.

 

–Tómate esta pastilla, Cecilia –dijo con esa voz suave con la que ella solía hablar. Lo hice, y al poco todo empezó a mezclarse en mi cabeza: el cadáver de Ernesto, su hermana muerta en la entrada de mi casa, la figura de porcelana rota, la imagen de mi psiquiatra. Todo daba vueltas, me estaba quedando ensimismada hasta que de pronto noté que alguien me decía:

–Cecilia, pásame la mermelada.

 

Abrí los ojos sin salir de mi asombro. No podía ser, era Ernesto. Volvía a estar vivo. El olor había desaparecido. Yo de nuevo compartiendo un desayuno con él. Mi gesto se transformó, y él lo notó. Esta vez, no sé por qué salió corriendo de la cocina y se marchó de casa. No fue necesario matarle.

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