BÁRBARA – Carlota Navarro Mellado

Por Carlota Navarro Mellado

Bárbara esperaba ansiosa en la curva, le sudaban las manos y el corazón le latía tan rápido como un bongó del gran Manana. Tenía que irse enseguida, sin duda estarían buscándola, había ido demasiado lejos, ya no podía volver atrás. Debía borrarse del mapa.

Nunca pensó que volvería a ese rincón tan recóndito y menos en aquellas circunstancias. La maleta apenas le pesaba, lo había dejado prácticamente todo: vestidos, joyas, amantes, pero de lo que sin duda no podía deshacerse era de los recuerdos.

Bárbara podía considerarse sin duda una mujer especial, tanto que ese no era ni siquiera su verdadero nombre. En el pequeño pueblo costero de Caibarién, del que provenía, la llamaban María de la Luz. Le pusieron así porque fue una bendición para sus padres, pues, tras varios abortos, por fin uno de los críos había agarrado y había conseguido nacer. Aunque no fuese el niño esperado, igualmente Elena y Jaime estaban enamorados de aquel ángel que llenó de resplandor su vida.

Mas su vida no tuvo nada que ver con lo que sus humildes padres hubieran esperado.

Muchas lunas habían pasado. Muchas luces habían alumbrado los focos. No podían contarse los escenarios que había llenado con su presencia, con sus movimientos, su gracia y su sensualidad. Había sido el lucero más brillante de la gran época del cabaré en La Habana. En aquel momento glorioso, fue rebautizada con ese nuevo nombre lleno de fuerza: Bárbara.

Con los años se había aficionado al póker y al blackjack. Al menos cuatro noches a la semana jugaba: jueves, viernes, sábado, domingo, y tal vez lunes; es decir, lo que un fin de semana en La Habana, ciudad que no duerme.

Lo adoraba. Apostaba con la inigualable expectación de descubrir cuál sería la próxima tirada. Se abstraía del resto de ruidos, enfocaba toda su atención en la voz del representante de la banca. Cuando le preguntaba si quería otra mano la adrenalina le subía por la espalda, con un golpecito le indicaba que continuara poniendo cartas. En ese preciso instante, las pupilas se le dilataban y bailaban en el juego de manos del croupier.

Estaba completamente enganchada. Era cierto que, en ocasiones, cegada por la euforia, había perdido algunos anillos de diamantes y esmeraldas.

No era nada grave, pues luego ella se acercaba a aquellos nobles señores buscando diversión e inversión. Estos mismos, más pronto que tarde reponían las alhajas apostadas con otras nuevas.

Disfrutaba de la mirada atónita del resto de jugadores sobre ella, sorprendidos de la habilidad y seguridad que mostraba ante el tapete. Desde luego, no estaban acostumbrados a que una señora tan arrebatadora como aquella les hiciera tal competencia.

En las noches que restaban organizaba timbas en su propia mansión, en la que había reservado una sala solo para sus partidas de póker. Se trataba de un salón de estilo francés decorado con dos grandes espejos Luis XVI que contrastaban con la mesa de centro lacada de la época colonial que presidía la sala, rodeada por varios crapauds estilo Napoleón III, donde los patrones colocaban sus acaudaladas posaderas.

Durante estas veladas corrían puros de excelente calidad que suponían otra de las debilidades de Bárbara; sin duda, sus preferidos eran los Montecristo, que llenaban el ambiente con un delicioso aroma tostado con ciertos matices de café y madera.

En la mesa muchos de los magnates más poderosos de la isla habían perdido buena parte de su fortuna. Así, al mismo ritmo que los desplumaba, ella amasaba más y más riqueza, hasta el punto de que logró adquirir una cantidad más que decente de acciones en varios hoteles y casinos muy afamados.

Realmente, la gran dama era muy consciente de que muchos la odiaban a muerte por su poder, por haber tenido la osadía y la desvergüenza de haberse inmiscuido en donde no la llamaban, por haberse metido en negocios que estaban destinados únicamente a los hombres, por haber ido por su cuenta, sin pertenecer ni rendir fidelidad a familia alguna.

Entre los más peligrosos de sus enemigos destacaba Francesco Corleone. Si pensaba en sus ojos oscuros fijos en ella, observándola, analizándola; en su voz calmada, en la expresión siempre seria y severa de su rostro, no podía evitar que un escalofrío recorriese su espina dorsal al tiempo que su corazón latía desbocado.

A pesar de que ella sí que se había sentido atraída por aquel italiano misterioso, culto, elegante hasta en el crimen, y se lo había hecho notar, él jamás le había correspondido, y eso le preocupaba en demasía. Era prácticamente el único hombre que se había resistido a sus encantos.

Era cierto que sus inicios habían sido similares a los de otras artistas. Su belleza, su sensualidad y su gracia le abrieron las puertas del afamado cabaret Tropicana, donde cosechó muchísimo éxito. En aquella época fue cuando decidió cambiarse no solo el nombre sino también la identidad; María de la Luz no era un nombre apropiado para la nueva persona que ella deseaba encarnar: fuerte, arrolladora, bárbara.

Sin embargo, desde aquello había llovido mucho. Se había encargado de demostrar su valía con creces, de manera que no pudieran tratarla ni catalogarla como una simple mujer florero o una cabaretera como tantas otras del lugar.

A pesar de que ya no era tan joven (si no contaba mal, ya rozaba los 40), no había mantenido sino mejorado su estatus con inteligencia y estrategia; ya no necesitaba bailar, ni hacer show alguno. Había invertido su capital maravillosamente.

Aunque era innegable que no había perdido ni un ápice de su encanto, si se sucedían demasiadas noches en vela, por la mañana Bárbara se despertaba como una figura completamente desvaída, ni la sombra de lo que era por la noche. Se levantaba pálida, las ojeras violáceas como moratones bajo los ojos recordaban a los baches de las carreteras. Mejor sería no hablar de las piernas y los pies hinchados como botijos. Las manos le temblaban, la cabeza le daba tantas vueltas que debía quedarse un rato sentada en la cama para que se le pasase el mareo.

Rápidamente comenzaba el ritual para revivir el espíritu destrozado de la más hermosa. La ceremonia era llevada a cabo por su querida Rosario. Para ella, Rosario era su ama, la que la cuidaba con inmenso amor, la que siempre estaba al volver a casa, la que la abrazaba en los momentos de soledad y tristeza.

En primer lugar, le preparaba un baño de espuma con sales de caléndula, lavanda y camomila que ayudaban a reponer el maltrecho cuerpo.

Este ritual continuaba con la aplicación de la cascarilla. La cascarilla es una sustancia consagrada a base de cáscaras de huevo pulverizados, mezcladas con agua bendita utilizada en la rogación de cabeza, clave para los seguidores de la religión yoruba.

De este modo, el ama esparcía la mezcla sobre la frente de su protegida para clarificar su mente e igualmente bendecirla, ahuyentando los malos espíritus que pudieran atormentarla.

Finalmente, la recuperación total venía con la infusión milagrosa de la santera. Dios sabe qué llevaría aquel té para reconfortarla de aquella manera. Esos momentos de paz en los que se acurrucaba en el sofá hecha un ovillo para tomarse el té la llevaban directamente a la melancolía.

Entonces, su mente y su alma se perdían en el rumor de las olas rompiendo en las rocas, en el característico olor a la arena mojada, en la tenue luz de los atardeceres que bañaba el malecón en un espectáculo de tonos anaranjado y amarillentos que solía disfrutar en compañía de su padre.

Algo parecido le sucedía en las pocas noches en las que se quedaba en casa, cuando intentaba conciliar el sueño. Más veces de las que quisiera admitir, en su mente aparecían imágenes concretas de Santiago: su cálida sonrisa, sus ojos almendrados, su piel de color aceituna, sus fuertes brazos cuando la abrazaba con una ternura infinita.

El chico solo conocía la inocencia y la ilusión. De toda la vida había estado loco por ella, desde que eran apenas unos zagalillos e iban juntos a la escuela. Además, Santiago pronto dejó los estudios y se hizo ayudante del padre de María, por lo que se hicieron inseparables. Cada amanecer, cuando terminaba la faena, ella los esperaba.

Con el tiempo se había dado cuenta de que aquel amor que el marinerito le había ofrecido era un amor verdadero, puro, sin intereses, sin grandes pretensiones, dispuesto a la entrega sin nada cambio. Un amor como jamás volvió a encontrar otro, un amor frente al cual todos los demás palidecían. Había dejado el listón tan alto que nadie podría ya superarlo.

Pero desde jovencita había sido muy inquieta. Estaba deseosa de descubrir qué había más allá. El rol de esposa y madre abnegada no encajaba en ella de ninguna manera. Necesitaba salir de ese pueblo que se le había quedado ridículamente pequeño, enano, anhelaba algo más y sabía que Santiago no podría dárselo.  En su momento puso en una balanza el amor y la ambición y el deseo de éxito, los segundos pesaron como plomo.

Ese deseo no impidió que se le rompiera el corazón al despedirse de su padre, que se lo había dado todo, que la había criado con inmenso cariño desde que su madre murió, cuando ella apenas contaba tres años. Todavía, si cerraba fuertemente los ojos, podía verlo junto a Santiago despidiéndose de ella, en el que creía que sería el adiós definitivo.

Una mañana, después de una noche en el casino del Hotel Capri, Bárbara tuvo una sensación extraña al llegar a casa: un silencio abrumador, las ventanas cerradas que producían una negra oscuridad, la ausencia del olor a tortitas que siempre se desprendía de la cocina y llenaba todas las habitaciones…

Aquello no era normal, habitualmente a aquellas horas el ama Rosario ya habría preparado el desayuno para que su señora desayunara antes de subir a dormir la mona. Por supuesto también habría abierto la mayoría de los ventanales, para que la luz llenara las estancias y la casa respirara, como ella solía decir.

Los pensamientos de Bárbara empezaron a correr a toda velocidad, confundiéndose unos con otros. Sentía una aplastante presión que le oprimía el pecho, le faltaba el aire, era incapaz de situarse, a duras penas consiguió dejar atrás la entrada y dirigirse al salón donde enseguida tropezó con un bulto. El corazón se le encogió, sintió como si se le hubiera parado por un momento, no podía ser, no podía ser. Corrió a descorrer las cortinas.

Miró hacia el lugar donde antes había tropezado. Se le heló la sangre, de sus labios salió un chillido estremecedor. Allí, tendida en el suelo estaba su amada Rosario, acribillada a balazos, la sangre había manchado no solo la pollera, sino que había llegado hasta el turbante, ya apenas podían distinguirse los vivos colores; los ojos lucían desorbitados, en la boca una mueca de terror.

Bárbara nunca había escuchado sus consejos, aquellos que el ama aseguraba que venían inspirados por la diosa Yemayá, a la que siempre oraba en el altar de su dormitorio. Ahora, retumbaban en sus oídos las últimas palabras que Mama Rosario le había dicho: “En este lugar no está el destino, llegado al momento debes marchar sin remordimiento, no te aferres a nada”.

Resulta imposible saber cuánto tiempo se quedó allí, abrazada al cuerpo de su mama, con la mirada encendida e incontables lágrimas surcando su rostro desencajado en el que varias emociones se alternaban: horror, dolor, rabia. La habían subestimado. La habían creído demasiado débil, cobarde, estúpida. Nunca la habían considerado una igual. En el fondo, siempre la habían despreciado por su cuerpo, por su sexo.

Era noche de viernes. Uno a uno, todos los caballeros llegaban. Bárbara los estaba esperando con sus mejores galas, para la timba más sonada. Su rostro lucía más radiante que nunca; su sonrisa, deslumbrante. Su vestido plateado destellaba con el fulgor de mil lentejuelas. Les indicó amablemente que fueran entrando en la sala, mientras ella iba a por ese champán tan exclusivo que les había prometido. La atmósfera parecía distinta, algo cargada. La música cada vez se escuchaba más lejana. De un momento a otro, las copas se fueron resbalando de las manos inertes de los que las sostenían estrellándose estrepitosamente contra el suelo, una a una.

La noche se volvió día. Ella sabía que por aquella carretera pasaba el destartalado autobús que se dirigía a aquellos pueblos olvidados, a los que pensó que nunca regresaría. En la curva fue su despedida. El autobús ya llegaba. Caibarién la esperaba.

 

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