BUONGIORNO, AMORE MIO BELLO – Mª Reyes Pérez González

Por Mª Reyes Pérez González

No había encontrado vuelo directo para volver a Madrid, por lo que haría escala en Roma. Le fastidiaba que un viaje de dos horas y media se convirtiera en una pesadilla de casi siete horas, pero no podía cambiar la fecha. Al día siguiente tenía que trabajar.

Le había tocado el peor asiento: el del centro. A su izquierda, en ventana, iba una chica joven con unos auriculares y en el pasillo, un señor con un portátil. Maite no llevaba ni siquiera una revista. Afortunadamente el trayecto Nápoles – Roma solo duraba cincuenta minutos y en el aeropuerto de Fiumicino tendría tiempo de comprar algo para leer.

El azar quiso que volvieran a tener asientos contiguos Maite y el señor del vuelo anterior. Se miraron sorprendidos y sonrieron.

Se fijó en él. Tendría unos sesenta años; no era muy alto y apenas tenía pelo, pero iba bien afeitado; se veía que se cuidaba. Iba vestido de modo informal, pero elegante. Supuso que era italiano y acertó.

—¿Ya conocía Nápoles? —le preguntó en una mezcla de español, italiano e inglés.

—No, es la primera vez que visito el sur de Italia. Mi hija y su marido, que viven en Nápoles, acaban de tener una niña y he pasado unos días con ellos. No he tenido tiempo de visitar la ciudad. Seguro que es una ciudad fascinante —le respondió ella.

—Quien no conoce el sur de Italia, no conoce Italia. Nápoles es maravilloso; lo peor que tiene son los napolitanos.

—¿No es usted napolitano?

—No. Dios me libre. Soy también de la region de Campania, pero de la provincia de Caserta
—dijo sonriendo—. En toda Italia los napolitanos tienen fama de mafiosos y de descuidados.
¿No se ha fijado en lo abandonada que está la ciudad?

Naturalmente que se había fijado. Y en ese tráfico tan caótico. Cruzar una calle por un paso de cebra era jugarse la vida.

Estuvieron charlando animadamente durante todo el viaje y Maite ni siquiera abrió la revista que se había comprado en Roma. Se llamaba Gian Carlo y era neurólogo. Iba a Madrid para asistir a un congreso. Ella le contó que era enfermera.

—Es mi primer viaje a Madrid. Conozco Barcelona y Sevilla, pero en Madrid solo he estado en el aeropuerto. Regreso a Caserta el jueves. ¿Sería tan amable de quedar una tarde conmigo para dar un paseo por su ciudad?

Lo miró, extrañada. Jamás había quedado con nadie que acabara de conocer y desde que se había quedado viuda, diez años atrás, no había tenido pareja. Se había dedicado a sus hijos y se había acostumbrado a estar mucho en casa. Le encantaba leer y solo en casos contados salía

a comer o a cenar. En la consulta algún que otro paciente se le había insinuado —ella era simpática y se conservaba bien—, pero siempre se lo había tomado a broma.

¿Y por qué no? Solo tenía que enseñarle un poco el centro y tomar algo con él. Era muy amable y parecía buena persona. Podría ser divertido hacer algo fuera de lo normal. Accedió y le dio su número de teléfono. Eso no la obligaba a nada. Si la llamaba, siempre podía decirle que no. Por supuesto rechazó su ofrecimiento de acompañarla a su casa en el taxi que él cogió para ir al hotel.

Estuvo muy ocupada durante toda la mañana del lunes, así que no tuvo tiempo para pensar en el italiano. A las cuatro la llamó y ella aceptó. Quedaron en la Puerta del Sol.

Pasearon por la plaza Mayor, y tomaron bocadillos de calamares. Fueron caminando hasta el parque de El Retiro. A Gian Carlo le encantó. Era otoño; los árboles dejaban ver sus colores de fuego.

—Me gusta mucho Madrid, Maite. No sabes cuánto te agradezco que hayas accedido a acompañarme —le dijo. Y Maite sonreía. También ella se sentía feliz. Gian Carlo era un gran conversador y sabía mucho de muchas cosas.

Se vieron también el martes y el miércoles.

El jueves se fue. Nada más llegar a Caserta la telefoneó.

Maite sentía que había vuelto a la vida. Estaba muy ilusionada. Nunca había imaginado que algo así pudiera ocurrirle a ella a sus cincuenta y cinco años. Decidió no contar nada a sus hijos, ya que suponía que no volvería a verlo.

Todos los días hablaban por teléfono o se escribían por whatsapp. Se fueron conociendo mejor. Así supo ella que él estaba divorciado y tenía una madre nonagenaria que vivía con su cuidadora ucraniana. Como los cuatro hermanos de Gian Carlo vívían lejos de ella, el peso de su cuidado lo llevaba él. Era él quien estaba al tanto de sus citas médicas y quien se ocupaba de atenderla cuando la cuidadora libraba.

—¿Por qué no vienes a Nápoles, Maite? Yo lo conozco muy bien y te lo puedo enseñar —le dijo Gian Carlo en una ocasión.

Le asustaba un poco la idea de encontrarse de nuevo con él. Después de todo, casi no se conocían: solo se habían visto esos tres días en Madrid. Pero su sed de aventuras se había avivado. Tenía que ser valiente y lanzarse a la piscina.

No le atraía nada la idea de alojarse en casa de su hija —el sofá cama era bastante incómodo— ni le apetecía darle explicaciones, así que decidió ir a un hotel. Se sentía un poco culpable por no decirles nada a sus hijos y por no ir a ver a su nieta, pero para ella ese era un paso muy importante y no quería interferencias de ningún tipo. Y todo por encontrarse con un hombre al que apenas conocía.

Se compró ropa nueva, pidió unos días de vacaciones y se fue.

Las tres horas de viaje se le hicieron eternas. ¿Y si al llegar a Nápoles no estaba esperándola en el aeropuerto? Se llevaría una gran decepción, pero podría superarlo. Ella tenía habitación reservada. Cogería un taxi para ir al hotel y pasaría el tiempo visitando Nápoles sola. Seguramente adelantaría la fecha de regreso a Madrid.

Sus temores no se cumplieron. Allí estaba esperándola muy sonriente. Él también había reservado una habitación en el mismo hotel.

Fueron unos días maravillosos. Visitaron la isla de Capri, la costa Amalfitana y Pompeya. Pasearon por el paseo marítimo de Nápoles cogidos de la mano. Solo utilizaron una de las habitaciones. Les encantaba comer, cenar, dormir y desayunar juntos. En el buffet del desayuno Gian Carlo le preparaba todas las mañanas un plato de fruta.

—¿Qué vamos a hacer a partir de ahora? —le preguntaba ella.

—Intentaremos estar juntos lo máximo posible —le respondía él—. Siempre que pueda, iré a verte a Madrid.

A partir de entonces, siempre la saludaba del mismo modo por las mañanas: —Buongiorno, amore mio bello.

Estuvo varias veces en Madrid, siempre en hotel. Esas Navidades le pidió la dirección de su casa porque le iba a enviar un regalo: una caja de botellas de vino. Maite quiso corresponderle y también le pidió su dirección postal, pero él la disuadió. Era un detalle que él había tenido con ella y no quería que ella se viera forzada a hacer lo mismo.

En una ocasión Gian Carlo le dijo:

—Mi madre está muy delicada y no me arriesgo a alejarme de ella. Si no te importa, a partir de ahora nos veremos en Italia.

Así lo hicieron. Se reunían en Nápoles. Siempre tenían algo interesante que hacer, como ir a la ópera en el teatro San Carlo o comer en el mercado de la Pignasecca. Seguían manteniendo en secreto su relación.

En una ocasión, Maite llegó al aeropuerto de Nápoles y Gian Carlo no la estaba esperando. Lo llamó por teléfono, pero no respondía. No sabía si irse sola al hotel o aguardar a que llegase. Esperó una media hora y por fin él la llamó. Había tenido un problema con el coche —nada importante— y tardaría un poco. Mejor sería que se fuera ella hacia el hotel, que ya llegaría él. A partir de entonces siempre lo harían así. Ya él no se llevaba el coche, sino que iba a Nápoles en tren.

En otro viaje, al día siguiente de llegar ella, Gian Carlo recibió un mensaje. Tenía que volver a Caserta a una reunión importante. Volvería para cenar. Maite se dedicó a visitar el museo arqueológico y a ver tiendas. A eso de las ocho la llamó.

—Acabo de salir. Lo siento, pero ya no me da tiempo a coger el tren esta noche. Llegaré en el primero de mañana.

Al día siguiente llegó muy temprano y Maite olvidó lo mal que se había sentido al tener que cenar y dormir sola.

Una vez, con el billete de avión ya comprado, le dijo que no fuera, que habían ingresado a su madre y no le iba a ser posible desplazarse a Nápoles. Maite no cogió ese avión. Al tratarse de un vuelo de bajo coste, perdió el importe.

Su amiga Isabel, la única que estaba al corriente de su relación con Gian Carlo, le decía:

—Te está tomando el pelo. ¿Cómo puedes estar segura de que no está casado o de que no tiene a otra? No puedes consentir esos desplantes. Yo en tu lugar, rompería con él.

Pero Maite estaba enamorada y siempre encontraba justificación a su comportamiento:

—Está muy ocupado con su madre. Además, si ya no me quisiera, me lo habría dicho. ¿Para qué va a seguir manteniendo esta relación si ya no le intereso?

—No te fíes, que los hombres en general son muy cobardes en estos asuntos. Prefieren no hablar abiertamente, que seamos nosotras las que terminemos la relación —le decía Isabel.

Un día Gian Carlo no le escribió. Al día siguiente tampoco. Lo llamó y se oyó un mensaje grabado en italiano. No hacía falta saber hablar italiano: el número ya no existía.

No sabía su dirección y no conocía a nadie que pudiera informarle sobre su paradero. Lo buscó en Internet y, aunque encontró muchos hombres con su mismo nombre y apellido, no había ningún Gian Carlo Grimaldi neurólogo que viviera en Caserta.

Se negaba a creer que la hubiera dejado, que ya no quisiera saludarla con su Buongiorno amore mio bello.

Imaginó que había muerto, pero no lloró por él.

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