CAMPOS DE SANGRE

Por Alberto Blazquez Bonilla

I

Entre jaras, y apartados del polvoriento camino, los restos de José Buendía formaban un cuadro surrealista y macabro. Cuando lo descubrieron los agentes de la Guardia Civil, lo único que encontraron del pobre muchacho fueron sus botas y algunas vísceras diseminadas. El auto del juez provincial fue tajante y definitivo: ataque de lobos. A tenor de las pruebas presentadas por la Comandancia comarcal de la Guardia Civil, con apenas unos pocos documentos testimoniales y el informe de un biólogo local, bastaron al juez para cerrar el caso del joven Buendía. En el pueblo del que era natural, y pesar del dolor por su prematura muerte y en las circunstancias en que se había producido, la familia mantenía un sepulcral silencio. Lo aceptaron sin más. Sabían, muy a su pesar, que tarde o temprano, la muerte llamaría a su puerta.

II

—Oye Ramírez, ¿y este informe del juzgado? ¿Qué hace aquí? —¡Ah, ese! Lo ha traído el capitán esta tarde, para archivar me dijo. Carlos Romasanta, veterano cabo de la Guardia Civil, abrió el informe y lo empezó a hojear. Ya era tarde, solo quedaban su ayudante y él en el cuartel, echaría un vistazo al documento y se iría a casa a dormir. Sin embargo, conforme pasaba las páginas, aquel pensamiento se iba esfumando de su mente. —Pero, ¿esto es una broma o qué? —preguntó con cara de asombro. —Que yo sepa hoy no es el día de los inocentes, ¿qué pasa? —dijo Ramírez a la par que se levantaba de su escritorio. Cogió la chaqueta del respaldo de su asiento y empezó a ponérsela. —Tiene que ser un error, no entiendo —dijo Carlos mientras pasaba las hojas. — Bueno, ya mañana me cuentas, no estoy para informes a estas horas, me voy a casa. ¡Chao! Con gesto de desdén, Carlos despidió a su compañero. En cuanto se cerró la puerta del despacho, se acomodó en la mullida silla de su escritorio e inspeccionó con mayor atención el desconcertante informe. —Esto es imposible, ¿ataque de lobos? —preguntó al aire mientras inspeccionaba una de las fotos con los restos de la víctima—. No se ven lobos en esta zona desde hace más de sesenta años. No pueden ser lobos, pero entonces, ¿quién ha hecho esta salvajada?

III

Ni el implacable frio invernal ni la profunda noche fueron impedimento para que aquellas cinco antorchas rasgaran la oscuridad con su palpitante luz. Sus portadores, hombres fornidos y de oscuros ropajes, caminaban decididos, sin vacilar, penetrando en silencio entre las oscuras callejuelas del pueblo. Puertas y ventanas se iban cerrando al paso de la siniestra compaña mientras sus oscuros integrantes aceleraban el paso. Un vecino, sabedor de las intenciones de aquellos hombres, cerró raudo su ventana no sin antes atisbar, en las manos del último integrante del grupo, el titilante reflejo dorado de un enorme cuchillo de carnicero.

IV

El viejo Ford Fiesta traqueteaba entre las angostas calles del pueblo como si se quejara del ruinoso y empedrado camino. En un último acelerón rabioso, ascendió una pequeña cuesta hasta llegar a la pequeña y destartalada plaza municipal. En cuanto se detuvo, dos forasteros salieron de sus entrañas. —No me puedo creer que me hayas metido en este asunto —dijo Ramírez en cuanto puso pie en tierra—. ¡Joder, qué frio! —Si fuiste tú quien quiso venir, no digas tonterías —replicó Romasanta mientras se abrochaba el abrigo—, además, ¿no decías que te agobiaba estar todo el día en el cuartel? —El cuartel y el capitán, que si Ramírez mira esto, que si Ramírez tráeme lo otro, ¡pelmazo de tío! Hoy que no estoy no sabrá qué hacer el pobre. —No te preocupes, ya encontrará a otro con quien intimar. —Pobre de él. —Bueno, vamos, es por esa calle de la derecha. —Oye, ¿crees que querrá hablar? —preguntó Ramírez mientras salían de la plaza por una de las calles adyacentes. —Eso espero, aunque creo que no será fácil. Encogidos por el intenso frio, se internaron en la solitaria calle a paso decidido. A pesar de la aparente soledad, hacía ya rato que la presencia de los forasteros no había pasado desapercibida.

V

—No te preocupes Gerardo, en el juzgado estaban hasta los topes, no me fue difícil manipular el informe. Además, el juez Pedraza confía demasiado en mí, no hubo problemas. —Y la Hermandad te lo agradece —dijo una tercera figura junto a la chimenea. Permanecía sentada y de espaldas, en cuanto se levantó y giró, su altura obligó a sus compañeros a levantar la cabeza—, y es por eso que, tu familia, tendrá el gran honor de recibir a nuestro Señor, esta noche. —¡Pero Su Eminencia! ¿Mi familia? ¿Por qué? Yo… —¡Basta! ¿Acaso dudas de los propósitos de nuestro Señor? ¡No hay mayor gloria que ser elegido por nuestro Gran Protector! —Sí, perdone Su Eminencia, lo dispondré todo para esta noche —dijo Mauro visiblemente afligido. Recogió su abrigo y salió de la casa sin mirar atrás. —Deberíamos vigilarle —dijo Gerardo en cuanto se cerró la puerta. —Encárgate, no quiero más contratiempos.

VI

—¿Quiénes son ustedes? La señora Buendía, de riguroso luto, se sorprendió al ver a aquellos dos extraños. No tenía ganas de hablar con nadie, y menos con dos forasteros de aspecto tan raro. «Seguramente de ciudad», llegó a pensar. —Si quieren hablar con mi esposo no está, salió a sus quehaceres en el huerto — advirtió la mujer a los dos hombres, intentando ahuyentarlos. —Somos de la Guardia Civil, señora —dijo Romasanta, enseñando la placa de su cartera—, solo queríamos hacerle un par de preguntas. —¿Qué más quieren que les diga? A mi hijo se lo llevaron los lobos, no hay más. ¡Ni el dolor de una madre respetan! Romasanta recibió la mirada de la señora como una puñalada, aquellos pequeños ojos negros, enmarcados en una tez cruzada por mil y una arrugas, lo miraban con odio. Por un momento pensó en dejarlo todo pero, tozudo como era, insistió. —Sentimos la muerte de su hijo señora, de veras. Solo serán unos minutos y nos marcharemos. No se preocupe. Las palabras de Romasanta parecieron surtir efecto y la señora, aun a regañadientes, accedió a dejarles pasar. Con el sol casi ocultándose entre los tejados, Carlos y su compañero agradecieron entrar en la confortable estancia bañada por el calor de la hoguera.

VII

«Todos estos años encubriéndoles, falsificando pruebas, informes, ¿y así me lo pagan? Oh, Dios mío, Carla, María, hijas mías, cuanto lo siento» pensaba Mauro atormentado mientras atravesaba raudo las calles del pueblo. En cuanto giró en la calle que acababa en la plaza frenó en seco. Mauro, sintiendo su corazón galopar, vio como dos hombres entraban en casa de la señora Buendía. Con sorpresa apreció como el último en entrar, un tal Ramírez según creía recordar, había estado presente el día que llevó el informe al capitán de la Guardia Civil, en el cuartel provincial. Fue en aquel momento cuando la mente le dio un vuelco, no podía dejar de pensar en su familia, en lo que les pasaría a su mujer y sus hijas a manos del Gran Protector. Pero, quién era él sin la Hermandad, fueron ellos quienes le acogieron cuando quedó huérfano, quienes le educaron y le dieron un porvenir, intercediendo por él y consiguiéndole aquel puesto en el juzgado. No, no podía hacerlo, ellos lo ven todo, lo saben todo, y la traición a la Hermandad se paga con la muerte. «Pobre Julio, tan joven e irresponsable» pensó mientras recordaba a su vecino, al que él y tres miembros de la Hermandad, habían sujetado la noche anterior mientras el Hermano Supremo le acuchillaba sin piedad. Aun reverberaba en sus oídos los desgarradores gritos de Julio, sus súplicas inútiles y su último estertor agónico ahogándose en su propia sangre. «Su Eminencia te liberó Julio, sabías que traicionarnos era la muerte, solo hicimos lo que debíamos» pensaba, justificándose, mientras la imagen bañada en sangre de Julio martilleaba su mente. Pero de repente, una visión horrenda apedreó sus pensamientos, imaginó a su mujer e hijas en el charco de sangre, moribundas, pidiéndole explicaciones entre estertores agónicos. Fue demasiado para él, era hora de actuar.

VIII

Una furiosa voz se alzaba violenta sobre el frio anochecer, extrañas letanías e invocaciones de otro tiempo surcaban las gélidas calles del pequeño pueblo. —¡¿Quién demonios grita así?! —exclamó Romasanta en cuanto salió al exterior. Su compañero y él acaban de terminar de hablar con la señora Buendía cuando se vieron abordados por un hombre con ojos desorbitados y sudando profusamente. Gritando desesperado, aquel hombre entró en la casa insistiendo que salieran cuanto antes. —¡Es Él! ¡El Hermano Supremo! ¡Oh, Dios, está llamando al Gran Protector! ¡Vamos, vámonos ya! —gritó desesperado Mauro cogiendo por el brazo a Romasanta y empujándole para que corriera. —¡Oiga, suélteme! ¡¿Quién coño se cree?! —reclamó Romasanta agarrando el brazo del hombre y apartándolo de un manotazo—. ¡Más le vale explicarse si no quiere venir con nosotros al cuartel! —Hablas demasiado Mauro, ¡tu alma pronto será purificada! ¡La tuya y la de tu familia! ¡Impuros! —gritó la señora Buendía para sorpresa de todos. —¡Vieja arpía! ¡No pienso dejar que se los lleven como tú dejaste a tu hijo! — respondió Mauro con los ojos desorbitados de rabia. —¡Eh, eh! ¡¿De qué coño está hablando?! —gritó Romasanta encarándose con Mauro —. ¿Qué es eso de que se llevaron a su hijo? ¡Hable! —¡No hay tiempo, ya viene, debemos irnos! ¡Ya! —¡¿Pero quién viene, joder?! —intervino Ramírez llevándose la mano a la pistola. —¡El Gran Protector! —dijo Mauro señalando hacia el origen de los gritos—. La criatura a la que está llamando el Hermano Supremo, lleva siglos habitando los bosques de estos valles. La Hermandad lleva años ocultándola del mundo exterior a base de sacrificios. ¡Es la única manera de controlar su sed de sangre! Romasanta se quedó pálido al escucharle, no podía creer lo que decía aquel tipo, ¿sacrificios? ¿Una criatura? ¿Qué lugar de locos era aquél? Siempre había leído informes de numerosas desapariciones en aquella zona, la mayoría sin aclarar y archivadas, ¿pudiera ser que todos aquellos informes fueran una inmensa tapadera de decenas de muertes en extraños rituales? —¡Ramírez! ¡Rápido! ¡Ve al coche y pide refuerzos por radio! —ordenó Romasanta a su compañero mientras desenfundaba su arma—. ¡Y usted! ¡Lléveme donde el Hermano ese! ¡Rápido! —¡No, no, no! ¡Vamos a morir! ¡Hay que huir! —contestó Mauro fuera de sí—. ¡Usted no conoce a esa cosa! ¡Es… es… la misma muerte!

IX

Ramírez llegó al coche sudando y con el corazón en la garganta. Todo aquello le estaba volviendo tarumba: las voces de aquel loco que seguían retumbando por todo el pueblo, los delirios de la vieja enlutada y el cuento chino ese de la criatura y la secta. —¿Será posible? ¡Vamos, ábrete! Ramírez luchaba con la cerradura del coche cuando un leve ronroneo llegó a sus oídos. Giró rápido su mirada hacia su origen, pero solo llegó a atisbar el deslizante movimiento de una sombra en la cercana bocacalle. —¡Maldita sea! ¡Vamos! La resistente cerradura al fin cedió y Ramírez, casi tirándose sobre los asientos delanteros, entró angustiado al coche cerrando tras de sí la puerta. —¡Joder! ¡Por fin! —exclamó mientras intentaba relajarse y respirar profundamente. Mientras se recostaba en el asiento una fugaz sombra atravesó silenciosa el espejo retrovisor. Ramírez dio un respingo, sobresaltado. Miró hacia el exterior, en el lado del copiloto, pero no había nadie. Entornó los ojos tratando de vislumbrar algún movimiento cuando, de repente, tras de sí, escuchó el gruñido. Un sudor frio empezó a recorrerle la cara mientras se giraba lentamente hacia la ventanilla del conductor. Apenas tuvo tiempo de ver nada. Un golpe atroz, una explosión de cristales y dientes, muchos dientes. El olor nauseabundo y aquellos colmillos clavándose en su cara fue lo último que su mente grabó antes de que aquella criatura cerrara su inmensa boca. La cabeza de Ramírez, completamente destrozada, rodó como una pelota por la solitaria y fría plaza del pueblo.

X

Romasanta avanzaba con cautela. Con Mauro a su espalda y la pistola en las manos, cruzaron varias calles al abrigo de las sombras. Un silencio abrumador les envolvió. —Por fin se calló el chiflado ese —susurró Romasanta entre dientes. Paró en seco y miró hacia atrás—. ¿En la siguiente calle entonces? Mauro, temblando de miedo y con la respiración entrecortada, solo pudo asentir con la cabeza. Si alguna vez le preguntaban a Carlos qué era el miedo, seguramente con haber descrito la cara de Mauro hubiera bastado. Sus ojos bailoteaban en todas direcciones y su frente, amplia y atravesada por múltiples arrugas, rezumaba de sudor. —Está bien, quédese aquí, voy a mirar. Romasanta avanzó en silencio hasta la misma esquina, se inclinó levemente y se asomó cauteloso. Pudo apreciar una figura solitaria en mitad de la calle, apuntándolo con una escopeta. —¡Oh, mierda! Apenas le dio tiempo a echarse hacia atrás cuando la esquina estalló en mil pedazos. —¡Maldito cabrón! —gritó enfurecido. Por el tipo de arma sabía que estaría recargando, así que se incorporó raudo y con la pistola en lo alto se lanzó sobre el pavimento buscando a su objetivo. Con un disparo fue suficiente. La cabeza del agresor, que se ocultaba tras la escopeta, se sacudió con violencia. El cuerpo cayó con un golpe sordo, sin vida. —¡Que el Gran Protector te acoja en su seno, hijo mío! —dijo una voz ronca, profunda, que surgía del interior de una de las viviendas—. ¡Los impíos serán eliminados de la tierra del Señor! ¡Y su sangre bañará los campos donde el Gran Protector mora! Una enorme figura de casi dos metros surgió de entre las sombras, vestido con largos ropajes de monje y completamente rapado, se paró en medio de la calle y clavó sus ojos en los de Romasanta. El cabo de la Guardia Civil avanzó lentamente apuntándole con su arma. —¡Regocijaos hijos míos, hoy vuestra alma será liberada por el Gran Protector! —dijo el monje abriendo los brazos. —¡Al suelo! ¡Ahora! —gritó Romasanta—. ¡Maldito loco! ¡Al suelo! El grito que escuchó a su espalda le heló la sangre. Al girarse, una visión de pesadilla golpeó su raciocinio, una inmensa bestia, de más de tres metros y de profundo pelaje, sostenía entre sus mandíbulas el cuerpo destrozado de Mauro. Con agónicos espasmos intentó liberarse pero la criatura, con un rápido movimiento de cabeza y ayudado por su inmensa garra, desmembró sin dificultad el torso de su víctima. —¡Oh, Gran Protector! ¡Saciaros con la sangre de estos impíos! —gritó el monje a la espalda del cabo. —¡Y una mierda! ¡No pienso ser la cena de nadie! —gritó Romasanta levantado su arma y disparando a la criatura. La bestia rugió furiosa intentando protegerse, saltó hacia delante intentando embestir a Romasanta pero este, con grandes reflejos, se tiró hacia atrás evitando el zarpazo mortal de aquel engendro. El olor nauseabundo era insoportable, aquella criatura, con los dientes chorreando sangre, levantó la mirada hacia el cabo, rugió y se lanzó enloquecida hacia su presa. La reacción de Carlos fue milagrosa, en el último momento, antes de sentir el fétido aliento de aquel ser en su cara, se arrastró hacia un lado, tirándose y cayendo al suelo con estrépito. Se incorporó rápido y alzó su arma contra la criatura descerrajándola dos tiros en su inmenso cuerpo. El engendro rugió enfurecido, se encorvó hacia dentro, malherido, y con un último rugido agónico cayó de espaldas. Su respiración, grave y acelerada, se mezcló en la mente de Carlos con el palpitar de su propio corazón, completamente desbocado. Se incorporó, dolorido, y lentamente se fue acercando a la criatura, aun le quedaban dos balas, suficientes para rematarla. Se aproximó con cautela y apuntó, tembloroso, hacia su cabeza. Pero no pudo apretar el gatillo, un dolor agudo, punzante, le recorrió el cuerpo, dejándole sin respiración. Entre temblores, miró hacia abajo y vio espantado la enorme hoja de un cuchillo carnicero sobresaliendo de su abdomen. —¡Regocíjate hijo mío, pues yo te libero de tu vida impura! —gritó el monje a la espalda de Romasanta. —Loco hijo de puta —dijo el cabo entre espumarajos de sangre—. ¡Te mataré! —¡Ve con el Señor, hijo mío, y riega con tu sangre su morada! —dijo el monje mientras retorcía con saña el cuchillo en las entrañas de Carlos Romasanta. En cuanto el cuerpo del Guardia Civil cayó sobre el frio empedrado, el Hermano Supremo se arrodilló y, depositando el cuchillo sobre el suelo, bajo su cabeza en señal de reverencia. —¡Oh, Gran Protector! ¡Alabado seas, Señor de la Tierra! ¡Toma este cuerpo en señal de agradecimiento! La criatura, ya de pie, aunque herida, rugió enfurecida. Se inclinó sobre el cuerpo inerte de Romasanta y de una dentellada lo atrapó entre sus fauces. Giró, y entre gruñidos, se fue alejando hasta perderse en las oscuras y frías callejuelas.

XI

Días más tarde, un hombre uniformado y de porte distinguido, esperaba con impaciencia la llegada de un informe. En cuanto llegó, fue él mismo el que se encargó de recogerlo. Volvió a su despacho, se acomodó en su asiento y lo inspeccionó. Tenía la firma del juez Pedraza. —Carlos Romasanta Gutiérrez y Alejandro Ramírez Díaz —leyó murmurando—, causa de la muerte: ataque de lobos. Perfecto. Sonriente, el teniente general de la Guardia Civil, cerró el informe.

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