CARMELA – Mª Montserrat Álvarez Martínez

Por M.Montserrat Alvarez Martínez

La carta sobre la mesa espera a que Benito llegue de la escuela. Carmela la ha recibido hoy, mientras prepara la cena, unas berzas con unto. Vuelve sus ojos de nuevo hacia ella, su mirada apagada y desilusionada ya no espera más que excusas y quejas. Echa más leña a la cocina, es una tarde de lluvia y viento, la humedad cala en los huesos. Escucha pasos y por la ventana ve pasar una sombra. Alegre, su hijo, entra en la casa mientras se despide de su amigo. Flaco y alto es un puro nervio, cara alargada con una nariz ganchuda, ojos pequeños y negros que recuerdan a un cuervo. El pájaro que permaneció en el pino detrás de la casa cuando ella se puso de parto y que comenzó con su grito ronco al sentir el primer lloro. Siempre pensó que este niño no llegaría al día siguiente, y aquí está, con sus doce años, lleno de energía.

—Buenas tardes, madre. Hoy don José me ha felicitado por mis tareas, dice que, si continúo así podré ir a la escuela de Pontevedra, él me ayudará a conseguir una beca para seguir estudiando… ¿Ha llegado una carta? —deja sus botas mojadas al lado de la lumbre—¿Quiere que se la lea antes de la cena? —habla moviéndose alrededor de la mesa, goteando con sus ropas mojadas el suelo de la cocina.

—Vamos a cenar primero, ¡Quítate esa ropa y ponte la de dormir! La carta puede quedar para después. No más serán palabras, que si han esperado hasta ahora para ser leídas no se van a borrar.

Le sirve un plato a su hijo y le acerca un bollo de pan que ha sobrado del reparto, procura quedarse con algo para la casa. Tiene siempre un trozo de pan de maíz asegurado, pero con suerte hay días que puede afanar uno de trigo para su hijo.

Los otros se criaron con más regalías, siempre había comida en la fresquera, pan de trigo, leche y alguna vez chocolate. Ahora hay que tirar todo el año con lo que da la tierra, el cerdo que se mata en noviembre, y algún huevo, porque lo que las gallinas ponen es para vender.

—¿No cena, madre? ¿Está mal? —pregunta Benito al verla cabizbaja y en silencio.

Levanta los ojos de sus manos, encallecidas del trabajo y de sus dedos retorcidos del frío y el reúma. Siempre limpias, porque, aunque una trabaja en la tierra, no tiene que ser sucia.

—No tengo hambre. He debido de coger frío, estuve limpiando el corral y la cuadra. Ya caliento un poco de agua para hacerme una hierba luisa para el malestar.

Se levanta, y pone un cazo al fuego. Benito ha acabado su plato y con sus ojos pide permiso para comerse su ración, con un asentimiento de cabeza, le vuelve a servir. El chaval siempre tiene hambre y no pone ningún tipo de remilgos para la comida, no es como sus hermanos.

Qué diferentes son, piensa Carmela, los otros dos iguales a su padre, ojos bonitos y azules, nariz redonda y una boca escasa de sonrisas, altivos, hijos del Paco, “el argentino”, él que había regresado al pueblo, rico de la emigración. Con su traje de lino; camisa de hilo; zapatos de piel; sombrero panamá y un bastón con la cabeza de un gato, que luego supo que era un puma. Que se casó con la moza pobre, joven, ingenua y virgen. Ni “el argentino” era tan rico, ni sus sueños se hicieron realidad.

—¿Madre? ¿Puedo abrir la carta? El agua ha empezado a hervir y Carmela coge las hierbas para prepararse la tisana, la va a necesitar más para que le calme el alma, que, para el estómago,

 

Ignacio de Uchoa, 28 de diciembre 1927

 

Estimada madre:

He recibido su carta con fecha del cinco del presente y por ella veo que están bien de salud, que es lo que yo deseo.

Quisiera estar a su lado tan solo una hora para con pocas y elocuentes palabras decirle todo lo que mi corazón siente. Pero la distancia es muy larga. Debido a eso, estas líneas están llenas de dolor y humillación.

Madre, me dice usted en su carta que ya hace tres años que he dejado la casa y aún no he ganado ni veinte duros para mandarle. Yo le digo, francamente, he ganado muchos duros, pero no los he podido economizar. Las circunstancias no me lo han permitido.

Desde que llegué a este país he trabajado duramente, no es como usted piensa. No soy un vagabundo que anda en farras y divertimientos, se equivoca, hace muchos meses que no voy a la ciudad. Me quedo los domingos solo como un perro, sabiendo que estoy en la fuerza de mi edad, cuando más me debería divertir, por eso mis compañeros me dicen que parezco un hombre casado. Cuando llegué a este país, mi hermano, su hijo, ya me había conseguido un trabajo, donde estuve siete meses. Al cabo de los cuales decidí con un amigo, que había conocido en el barco, gallego como nosotros, montar un negocio. Tuvimos que pedir prestado un dinero para contratar personal, el primer año nos fue bien, pagamos lo que debíamos, pero Pepe enfermó de morriña y resolvió volver a su pueblo en Orense. Tuve que abonarle su parte, ahora debo dinero y lo estoy pagando poco a poco

Sobre el casamiento de mi hermano Alfonso, creo que es una felicidad muy grande para él y para nosotros, la chica es trabajadora y honrada. Es un gran error acreditar que él que se casa en esta tierra se olvida de la familia que deja atrás. ¡Eso es mentira! Debería estar alegre porque un día su hijo volverá y usted podrá conocer a sus nietos.

No le respondo a su carta por entero por falta de espacio y de tiempo y quiero mandar unas palabras para mi hermano. Adiós madre, hasta la primavera.

Reciba un abrazo de quien mucho la quiere:

Marcial

 

P.D: Hermano, estoy muy satisfecho porque veo tus progresos en caligrafía muy adelantados, cuida un poco más tu ortografía que es lo más necesario. Estudia con cariño y esmero que algún día serás un hombre de provecho. Catecismo poco o ninguno, porque no hace falta, bastante aritmética, gramática, geografía…

Si me prometes hacerlo así, tendrás de tu hermano todo lo que le pidas.

 

Benito posa la carta sobre la mesa y mira a su madre en silencio. Una vez más la carta llega sin dinero y sin respuestas completas. Se sobresaltan cuando una rama golpea y rompe uno de los cristales de la ventana. Se levanta, cierra la contra, mañana quitará el cristal roto y pondrá una madera en su sitio. Cuando se pueda se remplazará por un cristal nuevo.

Carmela bebe la infusión, la mano que sujeta la taza tiembla. No hay dinero, ni llegará, un hijo preparando la boda y el otro con deudas. Ahora lo tiene claro, ninguno volverá a la tierra en el medio plazo, y si regresan lo harán por haber fracasado.  América no es el paraíso del que su marido tanto hablaba, donde todos los que emigraban podían hacerse ricos, ganar dinero y volver a la patria.

Alfonso se marchó a Brasil cuando cumplió los diecisiete y ya tenía claro que no volvería en mucho tiempo, pero su Marcial, al que más quería de los tres, él le prometió volver y mandarle dinero en cuanto empezase a ganar. El enojo le hace levantarse y hablar con ira.

—Benito, vete haciéndote a la idea de que, en la primavera, dejas la escuela y te pones a trabajar en Las Serrerías del Pasaje. Hace falta dinero en la casa y con lo que yo gano con el reparto del pan no es suficiente.

—Pero madre—se defiende el chaval con voz trémula—, don José me ayudará con lo de la beca, podré seguir estudiando, y me iré interno para Pontevedra. No ocasionaré gastos durante el año…y en cuanto acabe podré optar por un trabajo mejor remunerado que las dos pesetas diarias que pagan por empezar de peón en el aserradero.

La rabia de Carmela estalla en el bofetón que le da a su hijo pequeño, al que manda a la cama sin miramiento, diciéndole:

—¡No te olvides que somos pobres y los pobres no tenemos sueños!

Benito, con lágrimas en los ojos, se va a la cama. Llorando se quedará dormido mientras su madre busca en el aparador del comedor la caja para guardar la carta junto con las otras que han ido llegando estos años. En el fondo está la foto de su boda, “el argentino”, con su corbata de grandes lunares, mira hacia la cámara con su media sonrisa, en el dedo anular de su mano derecha luce un sello de oro. Ella con una sonrisa bobalicona mira hacia la izquierda. Sonríe al ver el ramo de camelias que ella misma había cortado para ese día en el jardín de la casa del cura.  Los dos estrenaban ropa, él le había regalado un traje que aún está en el armario, tapado con una sábana vieja para protegerlo del polvo y el tiempo. Nunca más se lo puso.

La ilusión de ese día se quedó tirada por los caminos junto con las noches de farra y borracheras de su marido. Las alianzas en la casa de empeños sirvieron para pagar los viajes de sus hijos.

Deja la caja en su sitio y cierra la puerta del mueble.

Ha parado de llover, deshace el moño y peina el pelo con sus manos, la madera de los peldaños cruje cuando sube a su habitación de viuda, no dejará que Benito se vaya también. ¡No lo permitirá! ¡No quiere quedarse sola!

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Rosa María Fernández Parra

    El relato nos traslada a la aventura emprendida por aquellos inmigrantes que se lanzaron al mar cruzando el Atlántico buscando una vida mejor. Triste, un reflejo crudo de la realidad de los que se quedaban aquí creyendo que los que emigraban se harían ricos y de los que al llegar a la nueva tierra descubrían que no era tan fácil salir adelante.
    Siendo hija de inmigrantes españoles en argentina y yo inmigrante aquí conozco de primera mano lo duro y difícil que era y sigue siendo. Es un relato que trasmite sentimientos, no nos deja indiferentes.

  2. María José Amor Pérez

    Lo estoy viendo. El «americano» , maduro él y con muchas historias en sus espaldas y que presume de millonario y se casa con la chica más pobriña de la aldea.
    Conocí ese mismo caso. Iba a salvar a toda la parentela y estuvo vivinedo de gorrón un tiempo sin dejar ni un céntimo.
    Duro, pero real.
    América no fue lo que muchos soñaban como posteriormente no lo fue Alemania ni Suiza.
    Enhorabuena.

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