CARTULINAS AMARILLAS – Magdalena Cegarra Beltri

Por Magdalena Cegarra Beltri

Solo llevaba unos días en mi nuevo trabajo. Nunca pensé que acabaría trabajando como médico en una residencia de ancianos. Nada más llegar me llamó la atención una señora que estaba leyendo. Me senté a su lado y comencé a escuchar la historia de su vida. Su acento me hizo pensar que era extrajera o que había vivido fuera. Me contó que casi toda su vida había vivido en Rusia, que era médico, y le prometí buscar tiempo para poder escucharla… y quizá, escribir su historia.
Una tarde de verano me acerqué a su cuarto dispuesta estar con ella y conversar. Sin más tardar, comenzó a contar esta historia:

“Vivíamos en Langreo, un pueblo de Asturias donde solo quedaban mujeres y niños. Unas semanas antes habían venido unos soldados a buscar a mi padre a casa, lo metieron en una camioneta llena de hombres con caras muy tristes, y nunca más supimos de ellos.
Era el 13 de junio de 1937. Aquella mañana mi madre nos despertó muy pronto. Yo tenía 5 años y nunca había ido al colegio y pensé que empezaría a ir con mis hermanos. Eran cinco chicos y yo, la única mujer. Tenía mucho sueño porque la noche anterior no pararon de oírse las sirenas. Desayunamos un vaso grande de leche de nuestra delgada vaca y un chusco de pan duro y comenzamos a vestirnos. Nos puso mucha ropa: leotardos de lana, un jersey gordo, el abrigo, un gorro que solo dejaba ver mi cara, guantes, y hasta botas de agua. En mi pueblo aún no hacía mucho frio, pero ella se empeñó en vestirnos así. Nos fuimos todos en un autobús lleno de niños y mujeres, la mayoría vestidas de negro con caras tristes y calladas.
Llegamos hasta Santander, y en el puerto de Santurce nos esperaban varias furgonetas de la Cruz Roja y personas con un peto rojo que iban formando filas con los niños. Nos animaron a despedirnos de mamá sin darnos tiempo a reaccionar mientras que ella solo atinaba a decirnos “portaros bien”, “os escribiremos” …pero en ningún momento nos hablaron de lo que pasaba, no sabíamos donde íbamos ni con quien.
Nos subieron a un barco enorme cargado de cientos de niños y niñas que movían sus manitas diciendo adiós a esas mujeres que solo lloraban y se abrazaban entre ellas. Yo no alcanzaba a ver a mi madre y Quique me tomó en brazos para que pudiera despedirme. El barco comenzó a moverse y separarse de aquella muchedumbre y desde entonces una de mis manos se unió a la de mi hermano, y la otra apretaba una cartulina amarilla que me habían dado al entrar insistiendo en que no la perdiera. Mi hermano tenía otra igual y los demás niños tenían rojas, azules y verdes.
Durante el viaje, algunos niños no paraban de llorar llamando a sus madres, otros se marearon y no dejaban de vomitar, pero la gran mayoría, incluida yo, lo pasábamos bien con nuestros profesores que nos acompañaron hasta el final del trayecto. Ellos sí nos explicaron que íbamos hacía un país para no tener que vivir la guerra en España, ni sus devastadoras consecuencias. Tendríamos un lugar donde vivir, grandes caserones parecidos a palacios antiguos que habían preparado con cariño para nosotros, y nos contaron que iríamos al colegio junto a ellos, lo cual nos tranquilizó bastante.
El viaje fue muy largo y cada vez hacía más frio. Paramos en diferentes lugares y los niños que llevaban tarjetas de otros colores se iban bajando del barco. Algunos de ellos las habían cambiado como si fueran cromos, simplemente porque le gustaba más ese color, sin poder imaginar que aquello cambiaría el destino de sus vidas.
No sé cuántos días pasamos allí, pero la rutina diaria hizo que nos olvidáramos que íbamos sobre el mar. Cada vez hacía más frio y el gorro que mi madre se había empeñado en que llevara, lo bajaba para taparme las orejas incluso la nariz porque estaba helada.
Por las noches pensaba: Y mi madre, ¿dónde estará?, ¿sabe ella donde estamos? Seguro que sí y por eso la obsesión de ponernos jerséis, abrigos y gorros. No nos dijo nada. Todo lo fuimos descubriendo nosotros.
En el barco, solo quedamos los niños con cartulina amarilla.
Una mañana temprano, llegamos a otro puerto donde se divisaban multitud de personas que nos esperaban y gritaban: ¡Viva España! ¡Viva la república! La imagen era todo lo contrario a la que vimos al partir de España. Cordialidad y alegría.
A partir de ese momento, y sin soltarme de la mano de mi hermano, comenzó mi vida en Rusia, país tan diferente al nuestro en clima, comidas y sobre todo en la forma de vivir. Poco a poco fuimos aprendiendo a hablar su idioma, a abrigarnos bien con ropa que ellos nos daban y a comer bastante para soportar los largos inviernos. Mientras, solo muy de vez en cuando, nos llegaba una carta de mi madre, diciéndonos siempre menos cosas de las que deseábamos oír, y terminaban siempre con un “ya queda menos tiempo para vernos” … y mientras, pasaron los días y los años cada vez con menos noticias de mi familia. De mi padre, nunca hablaban. Eran cartas cortas, sin muchas explicaciones de lo que pasaba en España. Vivimos en varias ciudades diferentes, pero siempre “los niños españoles” éramos tratados bien, aunque con esa frialdad que debe de dar el clima y ese idioma tan cortante que ya todos comenzábamos a hablar.
De pronto, cuando todo parecía ir mejor, una mañana llego la señorita María que nos había acompañado desde Santander y casi con lágrimas en los ojos nos dijo:
“Chicos, aquí también la guerra ha comenzado. Alemania ha invadido Rusia y tenemos que separarnos”. De nuevo la guerra y el miedo. Algunos chicos jóvenes fueron mandados al frente, unos de manera voluntaria y otros forzados. Enrique fue uno de ellos. Otro camión lleno de hombres, otra ausencia en mi vida. Ya nunca lo volvería a ver.
El hambre y el frío no impidieron que siguiéramos estudiando. Los chicos que no estaban en el frente trabajaban la huerta y nos traían algo de comida que robaban en el campo. Durante mucho tiempo no recibimos noticias de España.
Los niños de la guerra fueron educados como ciudadanos modelo, preparados para la caída de la dictadura en España, pero también se sentían españoles y deseaban regresar a su país. El gobierno de España se puso en contacto con nosotros para facilitar nuestra vuelta y yo decidí volver en busca de mis raíces. Era el año 1956, casi 20 años después de nuestra partida y, de nuevo un barco gigante, esta vez lleno de soldados de la División azul junto a hombres y mujeres con menos caras de miedo, aunque sí mucha curiosidad por encontrar un nuevo país. Ya no llevábamos cartulina amarilla que nos distinguiera y en el puerto había menos gente. Mujeres de cara triste, la mayoría enlutadas, llenas de arrugas y tristeza. No nos reconocíamos, todos habíamos cambiado mucho.
Entre todas ellas intenté buscar a mi madre, pero antes pude ver una mujer mayor con una cartulina amarilla que llevaba escrito mi nombre. Comencé a andar hacia ella y ella hacia mí. Le habíamos mandado alguna foto desde Rusia. Nos dimos un abrazo que a mí me supo a poco. Era tal la emoción, que no sabíamos ni qué decirnos. Subimos de nuevo a un autobús, pero esta vez no había ningún niño.
Cuando llegamos a mi pueblo, en Asturias, reconocí muchos lugares, pero había muchas casas cerradas, otras en ruinas y algún que otro coche viejo circulando por unas calles llenas de socavones. Entramos en nuestra casa y todo estaba igual que cuando mi hermano y yo partimos…, las mismas colchas, la olla con guiso, la foto de papa en aquel camión y de Enrique vestido de soldado en Leningrado.
Pasaron los días. Todo había cambiado y empezaron las dificultades en un país donde las mujeres no iban a la universidad ni podían abrir una cuenta en el banco sin la firma de su marido. Mi madre y yo reñíamos con frecuencia. No entendía que saliera, que quisiera aprender, leer o estudiar. No quería que fuera con chicos. Con mis vecinos también tuve alguna discusión, porque les chillaba cuando tiraban las basuras y el agua sucia desde las ventanas. Fui a protestar al ayuntamiento y no me hicieron ni caso, se reían de mí: ¡Vaya con “La Rusa” que señorita se ha vuelto! Fui a Madrid y la desolación fue mayor. Pobreza, suciedad, destrucción. Busqué inútilmente trabajo. No había para los hombres cuanto menos para una mujer, con acento extranjero y empoderada.
Pasadas dos semanas, las peleas con mi madre iban a más; por el pueblo: soledad y en mí una sensación de vacío intensa donde no encontraba ese amor incondicional que se supone debe existir en tu familia. No había rabia ni resentimiento, pero fue duro comprender que aquel ya no era mi sitio, que yo no comprendía esa actitud de las gentes y lo peor, que no podía convivir con mi madre. Sentía que no la conocía, era una extraña para mí y yo para ella.
Decidí volver a Rusia donde me dieron la oportunidad de estudiar medicina, y me dediqué en cuerpo y alma a mi profesión. Allí me casé, crecieron mis hijos y viví hasta hace dos años que decidí volver a España. Ya me jubilé, enviudé y mi situación en Rusia ya no era fácil, así que decidí volver junto a mis hijos a una España bastante diferente a la que encontré en los años cincuenta. Tras unos años viviendo en casa ingresé en esta residencia donde paso el día leyendo libros, para no sentirme nunca sola.
Me encuentro serena esperando que amanezca cada día y no guardo rabia ni rencor, sino compasión hacia aquellas personas que tuvieron que vivir en España durante esos años por no tener como yo, una cartulina amarilla”

 

Y así concluyó su relato Isabel, y yo entendí que me encantaría terminar mi carrera como médico en una residencia para mayores, escuchando sus historias a los que aún pueden contarlas, y acompañando hasta el final a los que ya no las recuerdan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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