CON ESOS OJOS DE GATA – Francisca Díaz Benítez

Por Francisca Díaz Benítez

¿Dónde está el límite entre lo real y lo fantástico? ¿Quién se atrevería a coger un lápiz y trazar ese límite? Para mí, antes de los hechos, repito, HECHOS, que voy a narrar a continuación, estaba claro: la ciencia marcaba el límite. Pero ahora creo que a la vida, traviesa y juguetona, le encanta pillarnos desprevenidos para sacudir nuestras creencias, desmoronarlas y reírse al comprobar nuestro desconcierto. Reírse al vernos parados en seco, perplejos, dudando de lo hasta ahora andado y del camino a seguir. Reírse hasta de la ciencia y su omnipotencia.
Hoy domingo, nueve de la mañana, empezando la guardia. Estamos en la cola de la cafetería del hospital, la que está frente al área de pediatría. En esta zona se permite entrar al público también, no solo al personal sanitario, y muchas veces, familiares de niños ingresados o que están en urgencias de pediatría desayunan aquí. Historias tristes, como todas, pero con el agravante de que hay un niño detrás. En la cola, gitana morena, entrada en años, vestido pardo de flores, delantal de bolsillos anudado atrás y pelo canoso recogido en moño alto. Coralinas colgando de sus orejas, piel arrugada, gesto cansado. Se nos acerca mientras esperamos a ser atendidos. Me mira entonces a mí y, con voz lastimera, me dice » Madre, un cafetito y una tostá, Dios te lo pagará, mi niña…”
Un momento de duda me invade, pero le hago un gesto al camarero y miro a la gitana para indicarle que se acerque para que se lo pongan. Algo en ella me enternece, no sé si la quizás abuela tenaz a las puertas de una habitación blanca y fría, o el estigma de trabajados años en su mirada. Pero me enternece.
Cuando me siento en la mesa con mi café, americano, como siempre (“americano con alegría” que me dice el camarero con mirada cómplice a diario), mis colegas de guardia comienzan a opinar, claro. Todos opinamos siempre acerca de todo, es una virtud muy humana y extendida, a pesar de no haber escuchado el «Fulanito, ¿tú qué opinas?”. En fin, que uno de ellos dice que a esta gente no les hace caso porque siempre están igual, con el rollo de la penita se aprovechan de ti. Otro que ya le ha pagado varias veces el desayuno a ésta y luego ve cómo aborda a otra persona. Otro que si bla, bla, bla. Para atajar la conversación y no tener que dar más explicaciones, finjo desinterés y digo: «Nada, nada. Mejor así, que luego estos te miran fijamente y…” De repente, me acuerdo de aquella vez. Me cae de lleno la puerta de urgencias de entonces, y esa sentencia fatal. Y empiezo a atar cabos.
Aquellos ojos negros mirándome intensamente, el dedo índice apuntándome tembloroso. Alta, corpulenta, melena negra alborotada. Su marido intentando contenerla con poco éxito mientras vomitaba aquellas palabras, despacio, en tono grave, casi escupiéndolas. “¿Qué me miras tú, ¿eh? ¡Con esos ojos de gata!”. Se hizo el silencio en la habitación, el personal se quedó petrificado y, tras unos segundos en que yo me mantuve firme, clavando la vista en ella como queriendo contenerla físicamente e imponerle mi autoridad, sentenció: “¡Te deseo que la mujer que tú más quieras tenga la misma enfermeá que yo!”. Muchos años desde entonces, treinta puede, y ahora venía a mí como un rayo, la recuerdo como si estuviera allí mismo. Yo, manteniendo a duras penas su mirada, fingiendo un valor que no tenía. Entonces apenas le di importancia, o quizás quise creer que no, aunque es verdad que, en ese momento, un cierto temor, como un presentimiento, me invadió. Rápidamente lo deseché. Una paciente psiquiátrica agitada, más bien enfadada, nada más. Pero esos ojos taladrando mi cabeza… Bah. Qué poder de maleficencia podía tener. La gitana estaba alterando al personal en la sala de triaje, y yo me acerqué al escuchar gritos y un escándalo anormal. Estaba de guardia ese día y no empezaba bien. Paciente derivada desde su psiquiatra de zona para ser vista en urgencias del hospital, no sabía muy bien por qué. La enfermera de triaje estaba evaluando el caso para asignar una consulta y un nivel de prioridad, siempre es así, pero ella se alteró visiblemente al comprender que iba a tener que seguir el circuito normal. “Perdone, la verá luego el psiquiatra, pero primero tiene que pasar por consulta para…” «¡De eso ni hablar!», vociferó. «A mí me ve siempre el psiquiatra directamente”. «Las normas…” “¡Me dan igual tus normas! ¡Yo entro ya!”. Intervengo yo entonces, me veo obligada como figura de autoridad, la miro fijamente y, poniéndome el índice sobre los labios en gesto de silencio, le digo, en tono firme pero autoritario: «Te me callas ya. Esto es una zona de pacientes, y estás perturbando a la gente”. Es entonces cuando se congela el tiempo, nos quedamos todos paralizados y no sé si dura un segundo o una eternidad. Y me lanza su veneno.
No sé qué fue de ella después. No estaba asignada a mi consulta, imagino que el personal de seguridad intervino y la contuvo. Pero yo me quedé con un incómodo malestar que me decía de vez en cuando: “Cuidado con la mujer”. Y veía otra vez esos ojos fijos y ese dedo tembloroso apuntándome directamente a la cara.
Ahora soy mayor. No creo en poderes sobrenaturales ni en energías que hacen que se cumplan tus sueños. Ni quiero creer. Ahora soy adulta.
Y mi madre está ingresada en psiquiatría otra vez. Un nuevo brote de psicosis, la pobre piensa que hay un complot para hacerle daño. Huye de todo y de todos y se escapa por la noche buscando un refugio seguro que nunca encuentra. Porque los enemigos no son reales, son sobrenaturales, por lo que no hay un lugar real donde esconderse de ellos. Esta vez pidió asilo en la comisaría de policía, donde llegó en camisón, despeinada, asustada y jadeando. Insultando a mi padre y sin querer que nadie de su familia nos acercáramos. Ingreso involuntario en la unidad de agudos de salud mental, y ya van diez días. La medicación parece que está haciendo efecto, pero va lenta. Cada vez le cuesta más recuperarse. A mi hermana y a mí la situación ya nos supera, estamos inmersas en un hastío y un cansancio crónico que nos va desgastando el alma despacio, no vemos salida para ella ni para nosotras. Por eso, al recordar a la gitana, me estremezco de pies a cabeza, siento un calor intenso brotando desde mi pecho hasta mis ojos. Y me quedo paralizada. Siento que ahora todo encaja. Fue ella. Ella es la responsable de todo, con su ira y con su maldad, me deseó una agria condena, y se cumplió.
Eleonora, mi pareja de guardias y amiga, venezolana de nacimiento y ya española por devoción, me mira inquisitiva. “¿Qué ocurre? ¿Estás bien?”. Tras unos segundos, reacciono por fin. Y le cuento el episodio, y mi temor a que pueda tener algo que ver. Las palabras salen atropelladamente de mi boca, intentando poner en pie lo que pasó, intentando conciliar el pasado y el presente. Eleonora escucha atenta y sin interrumpir. Cuando he terminado, me mira fijamente. “Carmen, escucha bien lo que te voy a explicar. Mi madre tenía los ojos como tú. Verde claro, rasgados, incisivos. Ojos de gata. Los gitanos creen que las personas con los ojos así tienen la capacidad de maldecirte o de sanarte. Y de devolver multiplicado lo que otra persona les desee. Por eso, cuando ella intuía que alguien intentaba lanzarle un hechizo, decía para sí que mis ojos te devuelvan multiplicado por tres lo que quiera que me estés deseando. Probablemente esa gitana pensó que la estabas maldiciendo al verte mirándola fijamente y tan severa. Trataba de devolverte el conjuro”. Me quedo pensando en todo eso. No sé cómo encajar ese puzle, mi mente se niega a entrar en el juego de creer que lo sobrenatural puede tener la más mínima responsabilidad sobre los acontecimientos de mi vida. Pero, ¿y si…?
Al día siguiente, al terminar la guardia, voy a la cafetería de nuevo, en parte para recuperar niveles de cafeína, en parte con la esperanza de encontrarme a la gitana del desayuno por allí. Mil dudas pueblan mi mente, y tengo la absurda esperanza de que me las pueda aclarar. Y ahí está de nuevo. Me mira y parece que me reconoce. Sin apartar la vista, se acerca a mí. Coge mi mano con las suyas, la abre, deposita algo en ella y me la cierra firmemente. Permanezco en silencio. Entonces me susurra al oído: “Todo lo que deseas en este momento se te va a cumplí. Eres buena persona, y nadie tiene poder sobre ti. Y es por eso que hoy te invito yo al americano”. Miro mi mano y veo un euro en ella.
Han pasado tres días, estamos en la unidad de salud mental esperando a hablar con el psiquiatra de mi madre. Lo vemos acercarse por el pasillo, alto, delgado, cimbreando como un junco y con una mirada chispeante. El gesto adusto de días atrás ha desaparecido por completo. Parece que nos trae buenas noticias. Intercambiamos una mirada mi hermana y yo, indecisas, esperanzadas.
“Asombroso”, nos dice. “Se ha recuperado completamente. Incluso hace crítica del delirio que sufría, lo cual es un síntoma inequívoco de mejoría. Se puede ir de alta. Por supuesto que ante cualquier nuevo síntoma preocupante…”. Ya no lo escucho. Una sensación de alivio y de felicidad invade mi pecho. Veo venir a mi madre por el pasillo, erguida, serena, limpia y peinada, como si fuese a misa el domingo. La abrazo y me echo a llorar.

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