CRECER CUESTA – Mª Luisa López Amarante

Por Mª Luisa López Amarante

Pienso que los buenos y malos momentos vividos, en la niñez y en la adolescencia, son el caldo de cultivo para fraguar la personalidad y hacer que nuestro crecimiento, tanto físico como mental e intelectual, sea equilibrado. Aquí anidan las inquietudes, los sueños y deseos que a través del amor de nuestros padres, el entorno, las circunstancias vividas, nos hacen llegar a ser personas con madurez y equilibrio.

Uno de los momentos que quiero reflejar de mi vida es una de las situaciones, que pienso, ha tenido mucho que ver con mi actitud frente a la comprensión del amor de mis padres, el resultado del esfuerzo y el trabajo constante que me han inculcado.

Desde los cuatro años yo viví en una aldea de Galicia, me crié con mis progenitores en un entorno natural en pleno campo. Puedo decir que he sido una hija única, feliz hasta los siete años, cuando nace mi hermano mayor, muy mal recibido por mí parte, debido a los comentarios que me hacían algunas personas del entorno. Recuerdo: “ya verás lo que te espera cuando llegue tu hermano”, “se te acabaron los mimos con el nuevo heredero”.

La realidad es que mi situación cambió. Había un bebé que recibía todas las atenciones y yo era un cero a la izquierda. Además a partir de ahí cada dos años tenía un nuevo hermano. De tal forma que a los 11 años yo asumía varias responsabilidades al salir de la escuela o de forma permanente en periodo vacacional: en el cuidado de los pequeños y en ayudar en las labores de la casa o en labores del campo.

Por azar pude ir a estudiar con catorce años al fallecer el abuelo. Cuando venía de vacaciones yo me encargaba de todo el trabajo de una casa de labranza; niños, comida, animales domésticos, limpieza, e incluso hacer la colada, ayudar a mamá cuando amasábamos y horneábamos el pan.

Mi papá tenía mucho carácter y era muy exigente con nuestro comportamiento. Cuando se enfadaba nos castigaba. Él había tenido una educación muy estricta. Su padre era muy severo y su madre se trastornó cuando él tenía poco años. Recibió formación religiosa para ser sacerdote. A pesar de ello, cuando perdía los estribos tenía costumbre de blasfemar, algo muy habitual en las aldeas de Galicia.

Un día a mis quince años, yo había hecho todas las labores asignadas y había preparado la cena para los ocho miembros de la familia. Era el anochecer. Entró papá en la cocina enfadado y riñendo, no recuerdo exactamente el motivo. Venía enfurecido, blasfemaba. Yo me enfrenté a él. Le dije: “¿Es éste el ejemplo que da Vd. a sus hijos pequeños?” La respuesta no se hizo esperar. Empezó a darme de bofetadas. En ese momento, mi madre se metió en medio y me dijo, “lárgate”.

Salí corriendo de la cocina. Alcancé la calle y me encontré en medio de la noche. La oscuridad no permitía que pudiera localizarme.

Después de un rato, volví alrededor de la casa y desde el exterior me puse a escuchar en la ventana de la cocina la conversación de mis padres. Eran ya altas horas de la noche, mi madre le hacía reproches. -Tú eres el responsable de que la chica esté por ahí a estas horas de la noche. No puedes ponerte así y menos levantarle la mano.

Después de comprobar lo que le decía mamá y la preocupación de papá, me fui a casa de una amiga y entré sin llamar, sigilosamente, por una puerta que yo sabía abrir desde la calle, subí las escaleras, fui a su habitación, me deslicé en su cama y le pedí silencio.

Mamá ya había ido a preguntar si estaba allí.

La madre de mi amiga que se dio cuenta de mi llegada y la avisó.

Yo tenía en el bolsillo 25 pesetas y estaba maquinando con la idea de coger al día siguiente el coche de línea que iba a Santiago. Allí sabía la dirección de mi amiga Mariví, con la que pasaba todas las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa en la aldea. Su madre, muy amiga de la mía, me proporcionaría trabajo como sirvienta.

Al levantarme, mamá me estaba esperando. Me convenció para regresar a casa.

Papá me recibió muy enfadado y me dijo:

–Usted viene conmigo a guardar el ganado, se acabaron los estudios y va a saber lo que es bueno. Eso fue lo que más daño me hizo: mi ilusión era estudiar. Sobre la marcha, sin pensar en el sufrimiento que le iba a infringir a papá, decidí emular la locura de su madre, la abuela Manuela.

A partir de ese momento me sumí en el silencio y fingí estar loca, diciendo frases incoherentes y hablando sola, algo que él constató cuando estaba haciendo de pastora en su presencia y yo sabía que él me observaba.

Al regresar a casa una en vez guardado el ganado entrábamos para comer, pero ese día yo seguí andando por la carretera y me fui a un zapatero que trabajaba a cincuenta metros con el que establecí una conversación incoherente. Mamá fue enseguida a buscarme y me trajo para casa, dándome sabios consejos y pidiéndome que depusiese mi actitud. Lo acepté gustosamente. Estaba deseando salir de la encrucijada en la que estaba atrapada.

Al llegar, papá había comido y estaba echándose la siesta. Al despertar me mandó subir a su habitación. Estaba tumbado en la cama se levantó. Se abrazó sobre mí y dijo – ¡Perdón! ¿No puede una hija perdonar a un padre cuando se equivoca? Le respondí – ¡Sí!

Ambos abrazados lloramos y nos perdonamos.

Fue mi mayoría de edad. A partir de ese día nuestro pacto de no agresión funcionó y siempre me respetó y tuvo en cuenta mis opiniones.

Este episodio me sirvió para recapacitar sobre el sufrimiento que yo había infringido a mi padre, sobre lo vulnerable que era. A pesar de su apariencia y su brazo de hierro, fue capaz de ponerse en mi lugar y pedirme perdón. Hoy pienso que chocábamos porque éramos parecidos. Mi carácter y genio se parecen al suyo. Gracias al cariño recibido, a su ejemplo e integridad, mi gran admiración y orgullo por él permanecen constantes. Gracias papá por tus ejemplos.

 

 

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