CUANDO DECIDÍ CAMBIAR EL MUNDO – Mª del Carmen Limaña Asensi

Por Mª del Carmen Limaña Asensi

Desde pequeña, quise ser médico cooperante y ayudar a los más necesitados en los países más pobres. Tenía 28 años, cuando terminé una beca de formación en cooperación internacional en Barcelona. Entre las diferentes posibilidades que me ofrecieron, decidí marcharme a Ruanda al proyecto de Rehabilitación de un hospital, destruido durante el genocidio de 1994. Estaba muy ilusionada por poner en práctica todo lo aprendido. Me marché con la ingenuidad de la edad, el idealismo de aliviar el sufrimiento humano y el convencimiento de estar haciendo lo correcto. Nada más lejos de lo que la vida me enseñaría después de un año y medio de contratiempos, miedos, agotamiento, incertidumbres y soledad. Y porque no, también de algunas alegrías.

 

El hospital, estaba situado a 60 km de la capital ¡Se tardaba más de dos horas en llegar! La gran cantidad de curvas, el caos del tráfico y el precario estado de la calzada dificultaba la conducción. Atendía una zona rural de población mayoritariamente hutu, aunque llegaban pacientes de muchas partes del país, dado los pocos centros sanitarios que estaban en funcionamiento. Algunos tardaban varios días en venir, porque acudían en camilla desde su poblado. Por las ventanas podían verse las colinas y la impresionante cadena de los volcanes Virunga, dónde están los famosos gorilas de Diane Fossey. El hospital fue muy dañado por la guerra y mucho de su personal, o había muerto o había huido. Contaba con 100 camas distribuidas en varias estancias, la sala de hombres, la de mujeres y la de los niños malnutridos. Me llamó la atención desde el principio, las diferencias tan marcadas entre hombres y mujeres. De hecho, los infantes se hospitalizaban según el sexo del acompañante. El hospital funcionaba con el personal antiguo, superviviente de la guerra. Todos eran auxiliares sin titulación oficial, pero muy bien entrenados por las monjas, que anteriormente llevaban el proyecto. No se disponía de luz eléctrica, ni de agua potable. Prácticamente ninguno de los servicios funcionaba adecuadamente. Con mucho esfuerzo y paciencia, se fueron poniendo en marcha los servicios. He de reconocer, que para una urgencióloga que la rapidez salva vidas, me costó adaptarme a los ritmos de la burocracia africana. Al principio, abrimos el quirófano iluminándonos con candiles de petróleo, después se reparó el grupo electrógeno y pasamos a una bombilla de coche. Hasta que, por fin, tras ingente papeleo y contratiempos, llegó la esperada lámpara de quirófano. Curiosamente, después de todo el esfuerzo, alumbraba mejor la bombilla de coche colgando.

 

Mi llegada al proyecto fue como médica de apoyo, para unirme a dos médicos más que ya estaban. Un cirujano y otra de medicina general, que, a la vez, era la directora del hospital. Debía de haber también dos enfermeros y un administrador, pero habían renunciado al contrato todos, menos una enfermera, que se encontraba de vacaciones. De los dos médicos solo quedaba el cirujano, que, para mi sorpresa, condicionaba su continuidad a “poder follar contigo, porque no me gustan las negras”, palabras textuales. Esto me dejó petrificada, sin saber muy bien cómo reaccionar, desmitificando de golpe, la idílica imagen del cooperante. Para colmo, como vivíamos en la misma casa, tenía que cerrar la puerta de mi habitación con llave, porque insistentemente llamaba a la puerta y me daba miedo que entrara. Cuando visitábamos a los pacientes en el hospital, entre los comentarios clínicos en francés, intercalaba frases en español tipo “que polvo tienes, te follaría aquí mismo”. Y así pasé un largo mes, yo sola con él en el hospital y en la casa, rodeada de las solitarias colinas. Me sentía muy abrumada y tenía ganas de salir corriendo. Pero mantuve como pude la compostura, para poder trabajar adecuadamente. Por suerte, al no conseguir su objetivo, renunció al contrato y regreso la enfermera estaba de vacaciones.

 

De esta forma, nos quedamos, yo una médica joven e inexperta y una enfermera, a cargo del hospital con sus 100 camas. De hecho, allí me llamaba la “umuganga mutoya”, la pequeña médico. Era la única cirujana-internista y a la vez, tuve que asumir la dirección del hospital. Por la escasez de facultativos en el país, me iban lloviendo los cargos cada semana y por no llorar, ya me reía porque a ese ritmo, acabaría ministra de sanidad. Todavía desconocía la intensidad de peripecias y sinsabores que me quedaban por vivir, sin tener descanso. Tras año y medio, acabé consumida y frustrada. El río de emociones se había desbordado. Por lo que decidí regresar a casa. Necesitaba descansar y replantearme el sentido de mi vida.

 

Hoy por hoy, con la distancia del tiempo, agradezco la experiencia. Me ha permitido trabajar en emergencias con la templanza suficiente, para afrontar decisiones rápidas. Habitualmente en situaciones complejas y con pocos recursos. También me enseñó a relativizar los problemas y buscar soluciones, sin perder el sentido del humor.

 

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