DE PENA Y PÉRDIDA

Por Rafael Mancera

Me hace mucho daño que no estés, viejo. Viejo…

Es como si te hubieras ido hace poco, hace nada. Como poco o nada han dejado mis ojos de inundase por ti. Bendigo, aun así, cada cicatriz que me deja esta desgarradora tempestad; mantienen alejado al olvido que no temo.

Es peor pensar que no puedas verte en los saltitos de Hugo. Con los dos pies a la vez ya, sí. Ni verte en esas manos firmes, esos ojos que lo dicen todo, ese genio invencible cuando debe vencer, y esa sonrisa cómplice cuando no. Sois almas que no vagan, que saben cuál es su sitio y que, de alguna forma dogmática, siempre tienen razón.

Aunque aquella vez… Digamos que tuvieras razón entonces, pero ¿y qué? Hay veces en que todo está mezclado y no basta con tener razón, veces en las que sólo se puede perder. Y es que la memoria no es como sumar o restar. Puedes haberte entregado a tu familia una vida entera y luego, pfff, el globo se desinfla. Tengo que decírtelo claro: tu ingratitud en medio de la más ciega esperanza derrumbó cualquier razón y nos dejó llenos de escombros.

Pero gracias a Dios todo pasa. Aunque fue como un preludio de tu pérdida. Pérdida, ¡qué palabra esa! Como si fueras tú el que se perdió, cuando soy yo quien te sigue buscando como un náufrago del Faro de Hércules en el frío oleaje. A veces necesito pararme, levantar la cabeza y dar una bocanada de tu recuerdo para reencontrarme. Echo mucho de menos la referencia de tu firmeza en este lodazal de caminos inciertos.

Y es que eras bárbaro, inmensamente bárbaro. Tu día a día, y el buque que empezó siendo sólo cuatro tablones. ¡Pero qué capitán! Uno sólo puede entenderlo poniéndose en tu piel. Y cuando yo lo hice, al principio, lo sentí como una llamada del destino, pero poco después, como una pesadilla o una broma pesada; hoy un alivio. Tú bien sabes que nada podía hacer en ese golfo apestado de piratas sin escrúpulos. Acabé haciéndome hombre, claro. Me quedo con eso y con el corto tiempo de almirante en el que fuimos capaces de hablarnos de hombre a hombre. Aprendí del mejor. Lástima que no pudiéramos disfrutarlo un ratito más, aunque tuvimos suerte de bajar del barco antes de que se acabara el oro de las Indias. Somos náufragos, pero no ahogados.

Sí, bárbaro, con ese carácter. Un David de Goliat en Goliat, toda tu vida, por nosotros. Sólo que tu historia estaba llena de filisteos esperando tras las esquinas, a cada cual más grande, y tú dale, y dale… Y en fin, el último te ganó. Cómo no agradecerte el esfuerzo extremo, tu sacrificio sin límite y los talentos que nos dejaste ver y que quedaron grabados en los conocidos y desconocidos lienzos de nuestra memoria. Talentos como la grandeza, la búsqueda de la integridad y el decir las cosas como son, que tanto se aplauden pero que tantos bofetones causan.

¡Qué empeño! Siempre, como Sísifo, hacia arriba con tus rocas imposibles. Y abajo una vez, y abajo otra vez… Y tú como si nada a costa de tu hígado hasta la extinción de cada día. Hasta la llegada del silencio, del lamento de tu suela de madera rasgando la acera, del sollozo del gozne del ascensor y del suspiro de tu llave. Es por eso que hoy me arrepiento, más que de otra cosa que pudiéramos pensar, de negarte a veces el aliento de un beso en el ocaso. Lo único que exigías, como un paliativo en dosis pequeñas. Esas veces en que cualquier tontada se puede entrometer entre un padre y un hijo ingenuamente ingrato que te sabe sediento.

Ojalá te hubiera dado mejores bienvenidas. Ojalá hubiera podido estar ahí, junto a la cima de la montaña, y ayudarte con tus granitos y tus basaltos, con todo. Y de veras que lo intenté, lo sabes, pero cada cual tiene sus lastres.

¿Qué habrías hecho tú para merecer los tuyos? ¿Qué habría hecho nadie? «Si no me sirven pa ná», sollozó alguna vez tu alma maltratada por las despiadadas soleares de un día de esos de señoritos y amos. Cómo te hubiera deseado una vida sin los grilletes del despiadado, la vida del privilegiado que tanto buscabas para nosotros. Nada más que ser dueño del tiempo con los tuyos, lo que gozaste apenas dos años.

Por eso no puedo más que perdonar, si es necesario, cualquiera de tus faltas. No fueron más que frutos de la oscuridad, las cadenas y las sombras. Frutos de las grandes verdades que ya no lo son. Fuiste el más letrado iletrado que, sin saberlo, iba decostruyéndolo todo a su paso de una forma irrefutable, temida y abismal. Un ideal en ti mismo por el admirado (más frecuentemente envidiado) poso que, en este enredado camino, te convertía en el oráculo que todo lo ve, en la línea de vida de un andamio de tablones tan viejos como esas verdades rotas. Grande, humano, elegido.

Está claro. Si acaso debo ser yo el que busque tu indulto. No supe perdonarte a tiempo: ni lo perdonable, ni lo imperdonable. Aún hoy, exhausto en la búsqueda de una insolente impunidad que me deje vivir, quiero creer en la excusa de la inmadurez. Un “es que”, eso que tanto aborrecías.

Imagino que me espera una ingratitud parecida. Empiezo a saber lo que cuesta ser padre, aunque sea de uno siéndolo tú de cinco. Pienso mucho en ello cuando las lágrimas de tu ausencia acarician mis mejillas. Como en un sueño, veo entonces al niño hombre de diez años, escayolado, con el saco del rebusco a la espalda en la cómplice oscuridad. Flaco, el flequillo mezclando el sudor y el tizne en la paleta de tu frente desahuciada, y esos botos pelados… Veo también las cáscaras, las que intentan ser sopa de patata o las de las naranjas rancias. Eternamente cargado. Tú y muchos como tú que no eligieron recoger el fruto de la más absurda barbarie. Sí, vosotros los que habéis pagado los platos rotos, o más bien todo el ajuar roto hasta hoy. Y míranos ahora, qué diferencia.

Aunque, ¿por qué buscar ningún culpable? La historia va dando tumbos; se rompe y se va cosiendo, o simplemente se rompe y nace otra historia, otras historias. En la nuestra, como digo, te hablé de hombre a hombre, pero nunca de niño a niño, creo, si es que algún día lo fuiste. Pobre. No sé si te habría encontrado, al niño, claro, pero a veces pienso que te habría gustado conocer y compartir esas grandes pequeñas cositas que pasan sin que uno se dé ni cuenta. Por qué Róber se metió mi chapín de Gorospe en la zapatilla, si una rosa amarilla o una roja era lo mejor para Belencita, o cómo aquella pelirrojilla, ¡una niña!, me ganó la carrera de ida y vuelta… Cosas de esas.

Son esos pequeños detalles los que yo trato de ver en Hugo, de paladearlos y guardar su sabor en mi memoria. Aquellos momentos en los que babear es el único reflejo de mi cuerpo cuando le miro, cuando le oigo, o cuando le siento. Le muestro, no le oculto, que me enternezco. Y eso no es ser débil. No encuentro muchos de esos momentos entre tus memorias, o no los vi y quisiera que me los contaras.

Bueno, ya me tengo que ir despidiendo. Como si eso significara algo… Sí es verdad que en algún momento debo terminar estos renglones encharcados. Pienso que cuando uno se marcha busca decir algo que deje en el otro una especie de gusto que se mantenga ahí, latente, hasta el próximo encuentro. Yo creo que lo que a ti te gustaría oír es lo que aprendí de ti. Y sí, fue mucho, pero lo voy descubriendo golpe a golpe. Ya te mostré al menos, con orgullo, que yo también sé lo que es trabajar y ser fuerte. Eso sí, fuerte, pero no de piedra, como me dejaste ver al fin, lo que me quedó bien grabado.

Nunca olvidaré, lo sabes. Conservo ciertos detalles osmotizados en mis pupilas y en mi piel. Están conmigo y los revivo, como rituales, en situaciones que sólo son para mí. Veo la mirada orgullosa de aquel día en que me diste un apretón de manos regio y agradecido, que aún siento, como pasándome confiado tu testigo. Y luego siento el calor, el último, el que recogió la palma de mi mano antes de abandonarte transformándose en un recuerdo eterno y vivo.

Ah, si sólo pudiera darte la mano otra vez, hablar contigo un ratillo, echar un mus. Tienes que saber que si renaciera querría que mi padre fueras tú. Nunca nos has dejado, eres nuestra guía, nuestra referencia. Eres lo que nos unía y nos une, por muy lejos que estemos. Y seguirá siendo así.

Deja una respuesta

Esta entrada tiene un comentario

  1. Ricardo

    Muy bueno Rafael y me dá mucho en qué pensar. No sé cómo me referiré a mi padre, tal vez venganza, humor, amor, buen o mal ejemplo… creo tú lo dejas muy marcado ese sentimientp de ausencia a pesar de todo. Bien escrito, buenas asociaciones.
    Felicidades y gracias
    /Ricardo

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta