DERECHO DE AMAR – Tatiana Hernández García

Por Tatiana Hernández García

A diario te iba a visitar a tu habitación. El respirador, los sistemas de suero, el monitor, las sondas te cerraban como una mandorla. Se centraba la atención en ti. Recuerdo estar leyéndole al médico el pobre historial que teníamos sobre ti cuando apareció un bombero con unas cajas a tu nombre. Dentro, estaban las pocas pertenencias que habían podido rescatar él y sus compañeros. Entre ellas destacaba un álbum de fotos. No pude evitar hojearlo. Aparecía tu familia y tú en diferentes lugares. Practicabas deportes acuáticos en diferentes playas. Por eso me entristecía verte tan indefenso, con maquinaria que te ayudaba a mantenerte con vida. Lo que daría porque te despertaras y no tuvieras ninguna secuela o que al menos tuvieras una rápida recuperación.
Tomaba tu mano y la acariciaba, pero la vía del suero me impedía abarcarla por completo. Apenas podía calentártela cuando hacía frío. Quería creer que sabías que era mi mano la que intentaba darte consuelo en aquel momento.
Eres tan bello… Tu hermosura estática embellecía la habitación. El sonido de tus latidos en el monitor iba tranquilizando mi alma. A veces me quedaba dormida contigo, olvidando que tenía una comodísima cama esperándome. No te convertiste en una excusa para no volver a mi piso, simplemente ya no me apetecía regresar porque lo notaba carente de amor. Hace unos meses me encantaba entrar y regodearme en mis cuatro paredes, conseguidas gracias al trabajo, a los ahorros y a la hipoteca. La sentía mía, con los muebles soñados, los colores en las paredes que siempre quise tener. Era mi hogar y me sentía muy orgullosa de mis logros. Hasta que llegaste al hospital. Quizás no debí haberme acostumbrado a tu presencia. Pero no pude evitar prendarme de ti, de tu cara angelical en un cuerpo inerte. Tu historia me conmovió y me hizo empatizar contigo. Sentía una fuerza interior que me inclinaba a cuidarte.
Todos los días te dediqué unas horas. Cada hora contigo aprovechaba para leerte todo lo que iba aconteciendo en el mundo. Seleccionaba las noticias menos terribles, eso sí. También en alguna ocasión te hablaba de mis sentimientos por ti, no sin sentir que las mejillas me ardían. Yo, esperanzada, soñaba con que tú absorbías mis palabras y te hacían sentir mejor. Además te contaba mis quehaceres del día, mis temores… fuiste mi confidente involuntario.
Ahh…qué día maravilloso el de tu despertar. Tus grandes ojos verdes se abrieron y me sonrieron. En todos mis años de profesión nunca me intimidó una sonrisa como me pasó con la tuya, pero el embrujo me duró poco. Me preguntaste por tu familia. Se hizo un silencio incómodo, pero me puse en tu piel y entendí que debía explicártelo. Reconozco que mi egoísmo por unos segundos se asomó, convirtiéndose en despecho. Me hubiera encantado que de alguna manera reconocieras mi voz y recordaras las intimidades de las que te hice partícipe. Que pudiéramos conversar antes de darte tan malas noticias.
Decirte que tu familia no había sobrevivido al incidente, salvo tú, no fue nada fácil. Era consciente que estaba clavando una daga en el corazón de la persona que amaba. Sé que no tenía derecho a besarte, pero lo hice. Tu voz, extrañada, me dijo que me fuera. Me dolió la frialdad de tus palabras, pues yo ya te creía mío. Te sentía como parte inseparable de mi vida.
La enfermera se extralimitó, pero también es una persona que tiene sentimientos y que éstos tienen vida propia muchas veces; además, una persona que te amó desde el mismo instante en que apareciste en su vida. Hay quienes lo llaman amor a primera vista.
Entonces me preguntaste por Laura. Otra nueva punzada en el corazón. Me ardió la cabeza cuando la mencionaste. Ella no era digna de ti. Sí, vino a verte el primer día. Me preguntó si era operable tu rostro, puesto que había quedado desfigurado por las quemaduras. Al decirle que era muy pronto para saberlo me sonrió, no formuló ninguna pregunta más y no volví a verla. ¿Era ella la mujer que amabas?
Te contesté con la verdad, pero tú, incrédulo aún, me pediste un teléfono. Accedí. No podía negarte nada. Mientras fui a buscar mi teléfono, aproveché para hablar con el médico que te estaba tratando. Quería que te viera, examinara tu estado y dictaminara qué hacer.
Más tarde aparecí con mi teléfono y te lo di para que pudieras marcar el número de teléfono de Laura y pudieras comunicarte con ella. Querías demostrarme que yo estaba equivocada y que ella continuaba amándote. Tu rostro se iluminó cuando escuchaste su voz por primera vez desde el incendio. También vi cómo se iba apagando a medida que ella hablaba. Sé que no eran las palabras que merecías. Cuando colgaste la llamada, me sorprendió que me confiaras que te había dejado y que había rehecho su vida con el que había sido tu mejor amigo. Reconozco que sufrí mientras lo contabas pues tu tristeza la consideraba también mía.
Pasaron unos meses más y el médico te dio el alta. ¿A dónde irías? Tu casa ennegrecida por el incendio ya no era ni la sombra de lo que había sido. Nadie había podido luchar por restaurarla, ni reclamar al seguro, porque tú, el único superviviente, habías estado en coma inducido.
Cuando el médico se fue, te conté todo lo que pude averiguar sobre tu situación y lo que podías hacer. Como no tenías dónde ir, mientras arreglabas la burocracia, te ofrecí que te vinieras a vivir conmigo; y, para que no mermara tu orgullo, pagarías una pequeña mensualidad a modo de alquiler. Te hice saber, además, que al vivir juntos podría hacerte las curas en casa. Todo ello si aceptabas, claro, y siempre bajo el acuerdo de que te irías una vez arreglado el papeleo y tu recuperación estuviera completada. Lo que me callé fue que para mí era un deleite tenerte conmigo en casa. Te tendría conmigo y me estaba asegurando verte todos los días. Quizás, algún día, podrías enamorarte de mí. Siempre he escuchado que el roce hace el cariño.
Aceptaste un poco obligado por la situación, por eso no dije nada cuando vi tu carita triste como la de un cachorrito abandonado que no tiene dónde ir. Cuando llegamos a casa, te dedicaste a observarlo todo. Dejé que investigaras el piso a tus anchas, a fin de que te acostumbraras a él. Mientras, cambié las sábanas del cuarto que tenía de invitados y llevé tu bolsa con las pocas pertenecías que pudieron rescatar. Luego me puse a preparar algo de almuerzo. Comimos casi en silencio, salvo por los “gracias” y “qué rico está” que me decías. Yo lo veía normal, al fin y al cabo no me conocías. Y siendo sincera conmigo misma, yo tampoco te conocía. Sólo me guiaba el instinto del tiempo que pasaste en el hospital.
Empezaste a abrirte a mí, a sentirte realmente cómodo con la nueva situación y con mi compañía. A ambos nos gustaban las películas. Salíamos al cine una vez por semana, pero luego veíamos algún filme en casa, cuando mi horario de enfermera me lo permitía. Aún no podías trabajar, te agotabas demasiado. Tu médico te recomendó hacer ejercicios de respiración y si podías ir al gimnasio, mejor. Debías mejorar tu capacidad pulmonar. El caso es que el doctor me dio ejercicios de respiración. Se los había dejado una compañera logopeda. Los hacíamos juntos porque servía casi para todo. Me ayudaba a estar relajada después de un día estresante. Y notaba que te hacía bien hacerlo en compañía. Si no tenía guardias, te acompañaba también a pasear por las noches. No querías que nadie te viera la cara. Aún te costaba mirarte en los espejos. Yo no quería forzarte. Sin embargo, sí que te alentaba cuando te habías levantado de buen humor y halagaba tu forma de vestir o de cómo te habías peinado. Sé que no era suficiente, pero intentaba que te aceptaras y te quisieras tal como eras. Si pudieras verte desde mis ojos y quererte desde mi corazón…
Y conseguí que mejoraras. Un día que tenías consulta, me pediste ingresar solo. Normalmente entraba contigo porque me lo pedías. Querías asegurarte que si no entendías bien algún concepto o algún tratamiento, yo podría explicártelo tranquilamente en casa. No sospeché nada raro porque pensé que querrías hacer alguna consulta privada y mi presencia te incomodaría.
Esa tarde cuando llegué a casa, me encontré la mesa puesta y un rico olor que emanaba de la cocina. Me acerqué siguiendo el rastro del olor y te vi manejando la sartén como todo un profesional. Habías preparado una crema de champiñones y estabas cocinando verduras varias como acompañantes de una rica merluza al horno. Sonreí porque ningún hombre había cocinado para mí; y justo el primero que lo hace era precisamente el hombre al que yo amaba.
La cena fue maravillosamente bien. Vivía un cuento de princesas, donde todo sale bien. En los postres me soltaste la bomba: querías operarte el rostro. Lo habías consultado con el médico esa mañana. Te habló de los pros y los contras y que actualmente las operaciones en cirugía plástica habían avanzado mucho y que eran muy altas las posibilidades de poder mejorar tu cara; había un ochenta y cinco por ciento de probabilidades de que todo saliera bien.
Antes de operarte, te pregunté si deseabas realmente hacerlo; que no siempre salían bien las cirugías de estética. Yo no veía la necesidad de que te sometieras a una intervención tan complicada. Para mí, eras hermoso así como estabas. Sin embargo decidiste seguir adelante. Me dijiste que entendías mis miedos, pero que preferías confiar en ese doctor porque te estaba dando la esperanza de poder volver a ser tú mismo. No soportabas cómo te miraba la gente y no te sentías bien cuando tenías que verte forzosamente la cara para afeitarte.
Después de la intervención no quisiste ver tu cara. Querías esperar hasta ver el resultado final; cuando la piel no estuviera inflamada y hubiera vuelto a su sitio. Pasó un tiempo y yo te hacía las curas. Sé que te dolían, pero aguantabas estoicamente el dolor.
Llegó el día en que te verías al espejo y ver el resultado. Yo estaba contigo y fui con tiento, apartando definitivamente la venda. Debiste recuperar el rostro de antaño. El que recordabas y por el que te arriesgaste en la operación, porque parecías completamente feliz. Tu sonrisa todavía era más perfecta que antes. Todo tú parecía brillar de una manera especial.
El doctor Ayala te prescribió unos medicamentos nuevos. Además, te dio unas hojas con indicaciones de lo que debías y lo que no debías hacer en un tiempo. También las instrucciones que debías seguir por el resto de tu vida. Tú no estabas tan atento porque no dejabas de mirarte al espejo, maravillado con el resultado final. Yo tomé la receta y las hojas orientativas.
Fue un día duro para mi, si te soy honesta. Ya no me necesitarías. Ya habías arreglado el papeleo y no te haría falta para hacerte las curas. Sólo me quedaba esperar a que fueras tú quien tomara la decisión de quedarte conmigo o hacer tu vida en otra parte. No, no sabía qué decisión tomarías, estaba todo muy confuso.
Durante los meses que habíamos convivido fui inmensamente feliz. Había mucha complicidad entre nosotros y no había discusiones. Todo parecía ser mi ideal de familia feliz. Sin boda, sin hijos, pero feliz. Quería creer que sentíamos lo mismo, pero mis dosis de realidad me atacaban duramente por la noche, cuando cada uno se iba a su cuarto a dormir.
Decidí que esa noche celebraríamos en un restaurante el éxito de la operación y la rehabilitación. Te pareció muy buena idea. Quería que fuera especial, así que fui a comprarme un vestido. Deseaba que me vieras con ojos diferentes. Me arreglé lo mejor que supe y salí de mi cuarto. Estabas esperándome en el salón. Al principio tu semblante parecía congelado en el tiempo, hasta que acertaste a decir que me veía hermosa. Mi corazón latió con más fuerza y no pude remediar acercarme y darte las gracias con un beso en la mejilla.
Cuando llegamos al restaurante se me nubló la vista. No podía creer en tremenda casualidad. Laura, tu ex, estaba cenando allí con el que debía de ser su pareja. Al principio no la viste. Fuimos a sentarnos cerca de la ventana que mostraba un hermoso patio con plantas y una decoración exquisita. Pensé que me había hecho bien la despistada, pero Laura sí se dio cuenta que estábamos allí. Se acercó a saludarte y parecía no querer irse con su acompañante. Te felicitó por lo bien que habías quedado después de la operación. Comenzó a nombrarte todo lo vivido con ella en el pasado. Te hizo muchas preguntas, así como muchas insinuaciones. No obstante tú parecías una estalagmita. No tuviste ninguna reacción. La dejaste hablar, contestaste fríamente y luego, amablemente, le recordaste que tenía a su pareja esperando y que a nosotros se nos iba a enfriar la cena.
No pudo haber ido mejor la velada. Hablamos de todo lo vivido, de lo bueno y lo malo. Me dijiste que en casa me esperaba una sorpresa. Cuando llegamos, estaba tan desesperada por saber que casi no acertaba a entrar la llave en la cerradura. Entré rápidamente y me quedé helada. En el salón había unas maletas. De la emoción por la cena no me había fijado en que estaban allí antes de salir de casa. Me quedé petrificada y no fui capaz de girarme a mirarte por si me dabas el motivo de esas maletas allí.

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Mercedes

    Interesante relato. Muy humano al principio, muy tentativo , pasando con muchs delicadeza por todas las emociones que produce un amor ciego. Gracias

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