DESPERTAR – Mª Pilar Alonso Leivas

Por Mª Pilar Alonso Leivas

Había llegado la hora de marcharse. Se levantó con la desgana que da saber que tienes que hacer algo que no quieres hacer y comenzó a dar vueltas por la casa, algunas sin sentido; otras, demasiado lentas, como si al hacerlo así, pudiese retrasar el momento inevitable.

Con paso cansado fue al cuarto de baño, recogió algunos útiles de aseo que le resultarían imprescindibles y los metió en un recién estrenado neceser. Al hacerlo, una sensación de ahogo apretó su garganta. Paseó la vista por todos los rincones del cuarto deteniéndose en algunos detalles, como el azulejo desconchado, víctima de un tropezón de su nieto Héctor o el garabato de tinta que había dejado su nieta María con aquel rotulador indeleble.

A continuación recogió algunas prendas de ropa de su dormitorio, las dobló cuidadosamente y las introdujo en una maleta. Después le tocó el turno a la cocina, aquel espacio en el que había transcurrido su vida familiar durante los últimos cuarenta años, pero ya no pudo seguir dejándose llevar por los recuerdos, porque en ese momento oyó el ruido del coche al detenerse delante de la casa.

Paula entró en la casa como un torbellino. Sus apariciones siempre eran así, impetuosas y repentinas, pero durante el último año, su energía se había ido debilitando, como si estuviese preocupada, como si sólo intentase aparentar un optimismo que en realidad no sentía.

Le dio un beso a su madre y comenzó a hacer en voz alta un repaso de la lista que habían elaborado con todo lo que necesitarían llevarse.

—¿Ya tienes todo listo? —le preguntó.

—Sí, creo que ya está todo. No creo que precise muchas cosas —respondió con voz cansada— Y de cualquier manera, supongo que alguna vez irás a visitarme y podrás llevarme las cosas que puedan faltar —dijo, consiguiendo, sin pretenderlo, que Paula se sintiese todavía más culpable.

—¡Claro, mamá, por supuesto! No te preocupes por eso, que todo va a estar bien — respondió aparentando un entusiasmo que no sentía—. Ya hemos hablado de que el próximo fin de semana vendrá Pedro con los niños y vamos a reunirnos con toda la familia para comer. Vamos a pasar la tarde todos juntos y disfrutaremos de una excelente sobremesa. No tengas pena, que no te va a dar tiempo de echarnos de menos.

—Hoy no me atrevo a hacerlo, pero un día que puedas, me vas a traer hasta aquí para echar un vistazo y reunir algunas fotos que quiero llevarme conmigo. Y también algunos recuerdos importantes —pidió con voz trémula.

 

—Claro que sí, no hay ningún problema. Cuando pueda, volvemos un día y pasamos la tarde aquí —respondió Paula.

En realidad sabía que eso iba a resultar difícil, porque en cuanto su madre se fuese a la residencia, ella se marcharía de vuelta a Alemania, por lo que sus encuentros iban a ser mucho más esporádicos. Además, aunque inicialmente se había descartado la posibilidad de venderla, el futuro de la casa era un tema que tendrían que analizar con calma entre los tres, su madre, su hermano y ella. Pero, en cualquier caso, ese no era momento para agrandar la herida de ninguna de las dos.

Mientras tanto, los ojos de Mercedes eran incapaces de apartarse de los lugares conocidos y queridos, de tantos recuerdos que había ido atesorando durante toda una vida. Allí estaba Manuel, allí estaban sus hijos, allí habían ido llegando sus nietos y allí estaban también todos los momentos: los tranquilos, los preocupados, los angustiados, los ilusionados, los tristes, los felices… Allí estaban y allí seguirían estando cuando Pedro o Paula pudiesen, de vez en cuando, acercarla a su hogar, porque aquello no era una marcha definitiva, sino sólo una breve temporada mientras su hija o su hijo no encontrasen un trabajo más cerca de casa.

Eso era lo que pensaba ella, eso era lo que ella necesitaba creer y no era un buen momento para ahondar en las condiciones de aquel cambio de situación. Pero la excelente oportunidad laboral que se le presentaba a Paula era incompatible con la edad y la salud delicada de su madre, que le exigían estar más o menos pendiente de ella todos los días y, dado que su hermano también residía lejos, la opción de la residencia se presentaba como la única viable.

Una vez que acabaron de recoger, Paula llevó la maleta al coche. A cada paso que daba su tristeza iba en aumento y con aquel exiguo equipaje en sus manos, tuvo la sensación de estar despojando a su madre de toda su vida. Antes de bajar el portón del maletero, las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas y sólo la llamada de Mercedes desde la ventana de la cocina la obligó a reponerse y seguir disimulando.

—Paula, ven. Podemos tomarnos un café antes de irnos, ya que no tenemos hora de entrada. Y no sé si allí me dejarán tomarlo o me darán sólo esos brebajes para viejos.

Paula entró en casa de nuevo y se dirigió a la cocina, donde ya estaban listas las tazas.

—Mamá, es una residencia, no es una cárcel. Ya verás cómo vas a estar encantada. Ya viste que bien están las instalaciones y lo agradable que es todo el personal. Y vas a hacer nuevos amigos y vas a estar muy bien atendida.

—Sí, ya lo sé. Todo lo que me cuentas ya me lo sé. Y entiendo que tiene que ser así y que esta es la mejor solución, así que no vamos a darle más vueltas. Mejor, cuéntame cuándo vas a volver de ese sitio a dónde vas a trabajar.

 

La mirada de Paula se desvió hacia la ventana para evitar la de su madre.

—Se llama Leuna. No sé cuándo podré venir. Tal vez en cinco o seis meses. Ahora no voy a poder coger vacaciones en una buena temporada —hizo ademán de mirarla y continuó—, pero en cuanto pueda, te prometo que lo primero que voy a hacer va a ser coger un avión para venir a verte.

Se levantó y lavó las tazas.

—Venga, vamos yendo que, aunque no tengamos hora de entrada, quedamos de ir hoy —dijo intentando sonar animosa.

Salió de casa detrás de su madre pensando en que al día siguiente tendría que ir a acabar de recoger. También ella dejaba en esa vivienda infinidad de recuerdos que de alguna manera tendría que almacenar en algún otro espacio, físico o emocional. Que nada volvería a ser como antes y que, con aquel cambio, las raíces de toda la familia, que estaban custodiadas en ese hogar, quedarían desenterradas e irían marchitándose al sol como una planta arrancada de la tierra.

El viaje, algo más de cuarenta quilómetros, se hizo eterno. El silencio se apoderó de las dos mujeres y ninguna se atrevió a romperlo para impedir que las lágrimas delatasen el remolino de sentimientos que las embargaban. La llegada a la residencia se produjo en medio de una atmósfera opresiva que dificultaba la respiración.

Rodeado de altas rejas de hierro, el edificio, que en algún momento había sido señorial, aparecía como una cárcel de la que nadie podría escapar. Mercedes tuvo la sensación de que ya nunca volvería a ver nada más fuera de aquel recinto y Paula pensó que estaba enterrando a su madre en vida. De hecho, las caras que mostraban ambas cuando se bajaron del coche eran más acordes con la asistencia a un funeral que con el comienzo de una nueva etapa de la vida.

La jefa de cuidadoras salió a recibirlas acompañada de otra persona que se ofreció para subir la maleta. Antes de comenzar a andar, Mercedes se giró hacia su hija.

—Prefiero que no subas. Creo que no voy a soportar verte marchar, así que es mejor que nos despidamos aquí. Vuelve pronto —dijo, abrazándose a ella con la fuerza que da la desesperación.

Entonces dio media vuelta y, con los ojos llenos de lágrimas, comenzó a caminar con paso lento y vacilante hacia la puerta del edificio.

Paula se subió lentamente al coche y se quedó mirando la figura de su madre alejándose. Y la vio arrebujada en aquel enorme gabán que le cubría hasta más abajo de las rodillas. Era el gabán pasado de moda de quien se ha pasado la vida intentando ahorrar como una hormiguita para llegar a fin de mes y para procurar que su familia no pasase necesidades. Envuelta en aquel ropaje amplio, su cuerpo, ya un

 

poco encorvado, se veía frágil y más pequeño de lo que lo había sido años atrás. En su cabeza destacaba el pelo blanco con un corte sencillo, propio de alguien para quien las sesiones de peluquería sólo eran utilizadas para no caer en el desaliño.

Hacía mucho tiempo que Paula no se paraba a observar a su madre y no se había dado cuenta de que aquella persona que había sido su sostén, ahora necesitaba que la sostuvieran a ella, que todos sus desvelos tenían que tener una compensación.

Bajó del coche y con paso firme se dirigió a la entrada, donde alcanzó a las tres mujeres. Con suavidad, cogió la maleta y tomó a su madre del brazo.

—Vámonos a casa —dijo con la voz temblorosa y los ojos húmedos—. Alguna solución encontraremos.

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