DESTELLOS DE MI VIDA – Joaquina Cánovas LLamas

Por Joaquina Cánovas Llamas

Momento infeliz.

 

En mi ciudad las cinco de la tarde un once de mayo, encontrarás poca gente en la calle. A esa hora, por nuestro clima, la mayoría de las personas se hallan descansando después de haber comido en familia.

Pues bien, así estaba yo, semidormida, cuando una enorme explosión a la vez que el movimiento de lo que nos rodeaba saltaba por los aires, las fuentes, cuadros, jarrones de manera incomprensible.

Mis primeras palabras fueron:

– ¡Algo ha explotado!

Y a continuación escuché:

-No, esto ha sido un terremoto.

Los teléfonos comenzaron a sonar. Era mi hija gritando que bajásemos rápidamente a la calle. Le contesté que ya había pasado. Que en casa era donde mejor nos podíamos encontrar. Insistió que si no la obedecíamos subiría ella por nosotros. Que existían muchas probabilidades de que se repitiera otro terremoto en un tiempo próximo.

Una vez en la calle vimos multitud de personas mirando desorientadas sin saber qué camino tomar. Alguien indicó que el sitio más seguro era hacia los patios de los institutos donde no había peligro de que, ante nuevos movimientos, nos cayesen encima objetos peligrosos.

Nadie se atrevía a moverse y todos permanecíamos callados. Solo las miradas desconcertadas nos unían a unos con otros.

Y fue entonces cuando la tierra comenzó de nuevo a temblar. Vimos como los coches aparcados fuera se movían de manera descontrolada. Y un ruido que no correspondía a nada conocido por mí, comenzó a rugir. Una gran polvareda nos envolvió.

Pronto nos dimos cuenta que nuestra hermosa ciudad de Lorca había sufrido una catástrofe de consecuencias impredecibles…

Voy a resumir los primeros efectos que me impresionaron en aquellos días.

Los muertos y heridos de los que fuimos teniendo noticias.

Ver aquella señal roja en la puerta de nuestra vivienda anunciando que no se podía entrar en ella.

La calma que pasados unos días todos nos esforzábamos en aparentar.

El silencio irrespirable de no escuchar ni relojes ni campanas. Las iglesias, conventos, monasterios… Todos los campanarios se habían derrumbado llenando de desolación los alrededores.

Y muchas otras cosas imposibles de narrar y de las que todavía no nos hemos podido desprender. Tengo una amiga que, en una sillita, junto a la puerta de entrada a su vivienda, tiene colocada un poco de ropa, sus medicinas y algunos recuerdos de los que le es imposible desprenderse. Esto, me cuenta, le da cierta tranquilidad.

 

Momento feliz. 

 

Ocurrió la mañana que me encontré detrás de una mesa colocada sobre un estrado para impartir mi primera clase. Acababa de cumplir veintitrés  años y aquellos alumnos de trece y catorce me parecieron casi de mi edad. Algunos, a pesar de estar colocada la mesa sobre una tarima, eran tan altos como yo y sentí un nudo en la garganta que me impedía hablar. Fue un chico sentado en la última fila el que rompió aquel silencio diciendo:

-Nos alegra mucho su llegada y le prometemos portarnos bien…

Escuché aplausos suficientes que me permitieron respirar hondo, abrir un libro y prepararme para hacer mi presentación.

Pero entonces se escuchó una vocecilla que susurró:

-Profe, tiene el libro del revés…

No tuve más remedio que reir a la vez que toda la clase de unió a mi risa y de esa manera se acalló todo y pude hablar con cierta normalidad.

 

 

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