DETRANSICIÓN – Guillermina V. García García

Por Guillermina Verónica García García

Mi cuerpo es un sinfín de hormonas y cicatrices. He cambiado dos veces de género, ahora me llamo como al principio, Luis Terea. Recuerdo la euforia y las celebraciones cuando el 29 de junio de 2022 se aprobó definitivamente la ley para la igualdad efectiva de personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTB. Salimos todas a la calle, reconocidos nuestros derechos, ¿qué podía salir mal? Yo tenía entonces 20 años y vivía con mi novio en el centro de Madrid. Llevaba ya cinco años con la terapia hormonal feminizante. Estaba feliz con los cambios: mi cutis sin vello, mi pelo largo, la perfección de mis labios. Me había sometido a una mamoplastia y tenía unos senos que eran la envidia de muchas. Me sentía mujer y lo parecía, entonces era Elsa Terea; me quité el apellido de mi padre porque nunca aceptó mi identidad, me violentó y me echó de casa con 16 años. Siempre he contado con el apoyo de mi madre que se separó de él y se vino a Madrid. En septiembre de 2022 comencé el Grado de Diseño y Moda en la universidad. Trabajaba como modelo e influencer, en dos años me convertí en un referente para el colectivo. Vivía sin parar, llevaba una dieta estricta y aumenté la dosis de estrógenos; no podía decepcionarme ni defraudar a mis seguidores. Mi novio Raúl era heterosexual y aunque me apoyó desde el principio, yo sabía que tarde o temprano querría a otra mujer, a una sexualmente definida y eso fue lo que pasó: un día al llegar a casa le encontré con ella en la cama. La ruptura me sumió en una profunda crisis, dejé los estudios y las redes. ¿Quién era yo? No me reconocía en mi cuerpo, lo odiaba, me dañaba los genitales. ¿Hombre? ¿Mujer? Con 30 años comencé una terapia para la disforia de género y decidí operarme. Un año después me llamaron del hospital para realizarme una vaginoplastia; en 2028 esas operaciones se realizaban en la seguridad social sin largas listas de espera. Me sentí feliz con la noticia, pero ese mismo día tuve un fuerte ataque de ansiedad y problemas cardíacos que se agravaron por la ingesta de hormonas; quedé hospitalizada tres días hasta que pudieron intervenirme. Al despertar, sentí un intenso dolor que me impedía orinar, una faja apretándome el abdomen y muchas dudas que ningún médico supo responder. A partir de entonces tuve que usar dilatadores de diferentes tamaños a diario para que no se cerrara mi nueva vagina. Y sí, ya era una mujer completa, pero seguía sin sentirme plena. Tuve muchos problemas en la uretra, se me formaron varios coágulos y padecía insuficiencia venosa debido al tratamiento hormonal que tendría que usar de por vida. ¿Qué pasaría si lo dejaba de tomar? Pues sencillo: volverían los andrógenos y con ellos Luis Terea. Mis relaciones sexuales eran, a veces, placenteras. Mi imagen pública era admirada. Ya nadie cuestionaba mi sexualidad, pero yo sí. Me sentí engañada por la sanidad, por los políticos, por la sociedad. No podía rebatir lo que mi propio cuerpo gritaba: “Eres un hombre”. Hay muchas mujeres transgénero operadas, no sé si en su caso se ha aliviado la disforia, pero el pánico de volver a ser un macho o una hembra, en el caso de los chicos trans, nunca desaparece. Ese temor nos hace ser el colectivo más propenso a cometer suicidio. En 2038 el partido de ultraderecha ganó las elecciones generales y las fuerzas militares controlaron el país, ahí comenzó la verdadera detransición de los derechos: los transexuales éramos perseguidos, vivíamos ocultos por miedo a ser encarcelados, muchas como yo perdimos nuestro trabajo; familiares y amigos nos dejaron de lado por temor a represalias. Se abolieron, entre otras, todas las leyes a favor de la identidad de género y la libertad sexual. La mayoría pensamos que esa pesadilla anunciada acabaría pronto, pero nos equivocamos, se agravó cada vez más. Me marché con varias amigas a vivir a Dinamarca y no he vuelto a España desde entonces. Ahora trabajo en una editorial dedicada a dar voz al colectivo transgénero de todo el mundo y formo parte del programa europeo de acogida para la diversidad sexual. Cada vez son más países los que se adhieren a las políticas que nos condenan como seres humanos. Cuando comencé a usar el masculino para referirme a mí, sentí un gran alivio a pesar de seguir teniendo una imagen de mujer. Poco a poco dejé los estrógenos y mi verdad salió a la luz: soy un hombre de nariz afilada y cejas altas; tengo un fino bigote que día a día va tomando forma, mi pelo es negro y rizado. Me quité las prótesis mamarias y mi cuerpo se deshinchó. Soy homosexual desde niño, mi sexualidad y mi afectividad están con los hombres. Ahora me pregunto si con la transexualidad se ha pretendido que encajemos en un mundo binario; se nos ha querido borrar por incómodos, obligándonos a mimetizarnos en el cisgénero. No tengo respuestas certeras, solo mi experiencia de vida. No pretendo convencer ni ofender a nadie. Seguiré siendo un disidente, un exiliado de mi país por la intolerancia y la barbarie. Deseo volver algún día a España, echo de menos la luz en los árboles del Retiro y otras muchas cosas que posiblemente formen parte solo de la memoria de los que las vivimos como la marcha en sus calles; la fiesta del Orgullo, los balcones llenos de geranios, los bocadillos de calamares, los conciertos… Después de cuatro años sin hormonarme y de someterme a una faloplastia, mi cuerpo es ya el de Luis, yo soy Luis Terea. Con 56 años me reconozco por fin, no tengo dudas de a quién amo ni de cómo lo hago. Gays, lesbianas, transexuales y colectivos fuera del cisgénero son perseguidos en muchos lugares del mundo; prácticamente no quedan países en los que nos acepten. Rusia abandera el número de ejecuciones. A muy pocos importan ya nuestras reivindicaciones, la guerra entre Estados Unidos y China y el cambio climático copan toda la atención. Es difícil conseguir algunos alimentos como carne y cereales en Europa. De África sólo sabemos que atraviesa una terrible pandemia que pronto llegará al resto de los países. El nivel del mar sube constantemente y han desaparecido, entre otras, algunas islas de la Macaronesia, parte de Manhattan y de Japón. Mi madre falleció hace tres años y no pude volver a España para darle el último adiós, Elsa Terea, mi mejor espejo, murió sola en una casa vacía, esa es mi cicatriz más profunda. Cierro los ojos y veo a un niño feliz, que se calza los tacones de su madre y tropieza; a un adolescente enamorado en silencio de su profesor y abucheado por los pasillos del instituto, veo a Elsa, la magnífica mujer que fui y al que soy ahora: de ninguno reniego, a todos, abrazo. La vida es transición y ese es nuestro derecho: cambiar, buscarnos, encontrarnos. ¡Qué nos dejen hacerlo! Repaso con piedad las marcas en mi cuerpo: dos leves líneas rosadas debajo del tórax; una raya gruesa y roja entre el ombligo y el pubis, un zigzag abultado en cada ingle y dos hendiduras sin carne en el glúteo que han reconstruido mi masculinidad. No pretendáis en mí lo inmaculado. El mapa del mundo también se divide y transforma; pero sus grietas, cada vez más profundas, no se cierran. Mi sangre se mimetiza con los ríos, mis músculos con los tanques y mis ojos son helicópteros de rescate que sobrevuelan los edificios en llamas. ¿Por qué iba a librarme yo de los acontecimientos que asolan la faz de la tierra? ¿Qué diferencia nuestra piel de la superficie terrestre? Somos productos del tiempo que nos toca vivir. Sí, he encontrado el amor. Sí, vivo con sentido y he perdido el miedo. La prensa escrita ha desaparecido y de España sólo nos llegan noticias a través de algunos canales digitales que emiten en clandestinidad. La última información que tenemos son unas fotografías del Congreso de los Diputados en llamas, dicen que el pueblo se ha levantado contra las fuerzas militares y pretenden instaurar una nueva república. Pienso en mi bisabuela Enriqueta y en su marido Juan, los dos murieron durante la guerra civil. ¿Qué hubiesen pensado ellos del mundo que hemos construido? ¿Hemos aprendido algo de la historia? Ayer, tres de junio de 2050, recibimos en casa a una familia española de dos madres con un hijo, estarán con nosotros hasta que encuentren casa y trabajo. Trajeron una maleta llena de embutidos: jamón de jabugo, queso curado de Palencia, cecina de León. Mi novio Karl nunca había probado nada tan bueno y yo lloraba con cada bocado. La celebración acabó de madrugada y mientras contemplábamos las auroras boreales sentí la misma euforia que aquel 29 de junio de 2022 cuando bailábamos por las calles de Madrid.

 

 

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