DETRÁS DE UNA FOTO – Job Ruiz Auyanet

Por Job Ruiz Auyanet

Después de la muerte de su abuelo, su vida no había vuelto a ser la misma.

Cayetano se había criado en un pequeño pueblo de Jaén, donde las relaciones familiares y las tradiciones están enraizadas de una forma insólita y poco comprensible para toda persona foránea. Las lumbres de San Antón, las hogueras que se encendían al atardecer, esas rosetas y calabazas asadas al sonido de los melenchones, habían forjado su carácter.

Siempre fue un niño diferente, de esos que prefieren estar aprendiendo y buceando entre páginas, en vez de perder el tiempo jugando al fútbol en la calle. Le encantaba pasar horas y horas delante de los libros, investigando y dando respuesta a todos aquellos interrogantes que se le pasaban por la mente. Muchas veces se ponía delante del espejo, se atusaba su magnífico pelo rizado rubio y se imaginaba siendo profesor, y contaba las mil y una historias que leía.

Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando él era muy pequeño, y su abuelo Martín se había dedicado en cuerpo y alma a criarlo. Vivían en una pequeña finca justo al lado del Castillo de Encomienda de Víboras. Un nombre que le hacía sonreír en ocasiones, pues pensaba que no había mejor forma de definir a un pueblo que escondía más de lo que mostraba. Martín trabajaba horas y horas en el campo para poder vender en el mercado del pueblo toda la fruta que recolectaba y nunca quiso que Cayetano le ayudara, por más que le insistió alguna vez. Martín quería que su nieto se dedicara a aprender y persiguiera sus sueños, más allá del campo jienense. Los vecinos del pueblo de San Benito nunca vieron con buen ojo este pensamiento, muchas habladurías se escuchaban y contaban que sus pocos habitantes querían que el campo se heredase y se trabajase.

“La tradición había que mantenerla”, murmuraban entre calles cada vez que los veían pasar, pero abuelo y nieto vivían ajenos a todo esto.

Cayetano fue creciendo entre olivares, quejigos y madreselvas. Algún que otro disgusto le produjo a su abuelo durante su época de pubertad, pero siempre encontró en él esa sonrisa honesta y cómplice. La admiración y el respecto que Cayetano le profesaba lo traspasaba todo. Hasta que un día llegó el momento en el que terminó sus estudios primarios y tuvo que dar el salto a la Universidad. Estaba tan emocionado por estudiar Arqueología y así poner en marcha todo aquello que le pasaba por la mente… en definitiva, por hacer realidad todo lo que veía en las famosas películas de Indiana Jones. Realmente le llegó la oportunidad que estaba buscando, tenía que irse del pueblo y quería estar lejos, había llegado el momento de huir de esas ataduras y tradiciones ancestrales que tanto reprobaba.

No quería dejar atrás a su abuelo y le insistió muchas veces que le acompañara y se instalara en un apartamento al lado del Campus Las Lagunillas, pero Martín le insistió siempre en que debía seguir su camino y que esa parte de su vida tenía que vivirla por sí mismo. Eso sí, pasaron los años y Cayetano recibía la visita todos los fines de semana de su abuelo. Le llenaba la nevera de todo tipo de frutas y verduras, sin olvidar esas maravillosas aceitunas de sus olivares.

Poco a poco estas visitas fueron disminuyendo y esto le extrañó bastante, hasta que un día recibió una llamada que le transmitió la noticia fatídica que nunca pensó atender. Su abuelo había muerto. En ese momento el mundo se le cayó encima. Pensó inocentemente que eso nunca pasaría, que sería inmortal y que siempre estaría a su lado. Pero la realidad fue bastante diferente.

Tenía que volver al pueblo, y la noche de antes del viaje se dio cuenta de que en su mesa de noche y detrás de la lámpara estaba su libro favorito. No sabía cómo había llegado hasta ahí. Estaba intacto, esas páginas que tantas noches le leyó su abuelo, como si no hubiera pasado el tiempo por él. Al cogerlo, un papel se precipitó al suelo. Lo recogió y en él rezaba la siguiente frase: “En la vieja caja de música se encuentra tu recuerdo”.

Muchos pensamientos se entremezclaron en su cabeza, no sabía qué significaban esas palabras, ni quién lo había puesto en la mesita. Probablemente su abuelo en una de sus últimas visitas, pero quería entender el porqué y esto iba a pasar haciendo sólo una cosa: regresando.

Hacía bastante tiempo que no pisaba San Benito, pero las viejas calles empedradas seguían manteniendo su aspecto oscuro y la luz del sol se reflejaba en ellas, dándoles ese aire enigmático que tanto le incomodaba. Entró en la finca de su abuelo y numerosos recuerdos le vinieron a la mente, ese olor a azahar le evocaba cuando recorría esos muros en busca de aventuras. Se vio a sí mismo jugando a los caballeros con los árboles, con su espada y su armadura, librando mil batallas. Todavía estaban en la tierra los miles de agujeros que hizo intentando buscar tesoros.

Entró en la habitación que Martín tenía como despacho, en este lugar albergaba numerosos libros que Cayetano tantas veces devoró. Sabía que allí estaba la vieja caja de música. La encontró y la abrió. Dentro encontró una misteriosa foto. En ella estaba su padre, su abuelo Martín, él mismo y una mujer que no se parecía en nada a su madre.

Tenía un bonito pelo rubio y rizado, con unos preciosos ojos verdes. Le dio la vuelta y por detrás ponía una fecha: 07/03/1986, y la frase: “Mi familia”. Esto le incomodó por un momento. Este retrato era de dos años antes del accidente.

¿Qué hacía esa mujer ahí? ¿Dónde estaba su madre?, se preguntó.

Fue al salón donde estaban todos los álbumes familiares de cuando era pequeño. Revisó uno por uno, hoja tras hoja, una y otra vez. No encontró nada. Esa mujer no estaba en ningún sitio. Estuvo pensando un buen rato en el significado de todo eso y en qué hacer. De repente se acordó de Mercedes, la señora que le había llamado dándole la mala noticia sobre su abuelo. Estaba seguro de que sabría algo de esa foto y podría ayudarlo.

Mercedes era una de las pocas ancianas del pueblo que siempre tenía un gesto de cariño hacia él y su abuelo. Siempre les llevaba dulces y todo tipo de postres y se preocupaba por cómo estaban. Decidió ir a su casa y, al verlo, ella le recibió con un enorme abrazo. Lo apretó tan fuerte que por un momento casi ni pudo respirar.

-¡Cuánto me alegro de verte! -exclamó Mercedes.

Estaba cambiada a como la recordaba, pero sus maravillosos ojos verdes se mostraban de forma formidable entre sus arrugas. Le enseñó la foto y antes de preguntarle nada un par de lágrimas empezaron a caer por sus mejillas.

-Ella era mi hija Matilda -soltó entre sollozos.

Mercedes le contó que su padre, Juan, y su hija se conocieron y le tuvieron a él a escondidas, pues no estaba bien visto tener hijos y no estar casados. Estaban decididos a casarse, pero otra mujer se interpuso entre ellos, lo engatusó con malas artes y consiguió separarlos. Ésta era Milagros, su supuesta madre.

Milagros se trasladó a la finca con Martín y Juan después de casarse e hizo creer a todo el mundo que Cayetano era su hijo, pues ella era incapaz de tener hijos biológicamente. Sabía que esto era algo que el pueblo de San Benito despreciaba, pues consideraban que el tener niños era fundamental para ser aceptado y continuar con el progreso del propio pueblo.

El miedo a que la echaran del pueblo hizo que Matilda no dijera nada. Pero el amor entre Juan y ella no había desaparecido. Se veían a escondidas, hasta que un día Milagros los vio irse juntos en un coche y los persiguió en otro. Loca de celos y furiosa los embistió. Los tres murieron en el acto.

Mercedes y Martín decidieron no contar nada a nadie, y que esta historia permaneciera oculta en lo más profundo del pueblo y muriera con ellos. Todo quedaría en un fatídico accidente de tráfico.

Cayetano, perplejo, se dio cuenta rápidamente de que la persona que tenía delante era su abuela y que la mujer de la foto, Matilda, era su madre y tenía los mismos rizos rubios que él.

Desde ese momento decidió volver al pueblo. Mercedes comenzó a vivir con él en la finca de su abuelo y para el mantenimiento del campo decidió contratar a dos agricultores. Pronto las cosechas de los olivares fueron prosperando y consiguió elaborar su propio aceite. Lo llamó Majumemar en honor a sus abuelos y sus padres.

Cayetano, sin embargo, no perdió su espíritu intelectual e inquieto. Consiguió un puesto en el Museo de San Benito y se dedicó a recorrer los numerosos yacimientos arqueológicos de Jaén como Valdecanales, Peñalosa o Puente Tablas, en busca de nuevos restos y aventuras que le permitieran seguir contando numerosas historias de nuestros antepasados.

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Montse

    Qué sensibilidad…es una historia preciosa que ha logrado emocionarme.

  2. Celia Pérez

    Me ha encantado

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