DOLORES SE LLAMABA LOLA – Almudena Alvarez Oliva

Por Almudena Alvarez Oliva

¿Qué pasaría en la naturaleza si una fuerza imparable chocara contra un objeto inamovible?

Con esta pregunta empezó su clase de física la profesora del instituto. Os podéis imaginar las respuestas por parte de todas, y digo todas en femenino, porque sólo eran niñas. Sí, colegio de monjas. Cada una dio su solución, que viéndolas ahora con cierta distancia muchas de ellas no tenían ni lógica, incluso diría yo que eran algo absurdas, aunque a su favor diré que estaban siendo instruidas en la creencia de que venimos de Adán y Eva y de que a María la preñó una paloma, así que con las preguntas de física raro era que no les explotara el cerebro tan lavadito que tenían desde bien jovencitas.

Las respuestas salvables que dieron en esa clase llena de crucifijos y vírgenes con potencias venían a resumirse en que, si una fuerza era imparable no podía existir un objeto inamovible y al revés; y que si se daba ese choque sería tan grande que provocaría una explosión o una destrucción.

Pues bien, la profesora se levantó, colocando con cierta parsimonia en el respaldo de la silla la gabardina que siempre llevaba de cuadros interiores marrones y amarillos. Nunca entendieron por qué no la colgaba en el perchero de la entrada como los demás profesores. Se dirigió a la pizarra y allí empezó a dibujar su respuesta mientras explicaba.

– A ver chicas, si un objeto imparable choca con otro objeto inamovible, lo que ocurrirá será que el objeto imparable- y aquí con la tiza daba unos golpecitos en una especie de dibujo que había hecho en forma de pepino- perforará al objeto inamovible- otros golpecitos más al otro pepino- y seguirá su camino sin inmutarse y el otro objeto permanecerá inamovible y además con un agujeeeero- decía mientras lo dibujaba en el segundo pepino- del tamaño del objeto imparable.

Como os digo, educadas en esos mitos de ciencia ficción/religión, no tenían el cerebro para farolillos de física. Como dijeron algunas de ellas: “no he entendido una mierda”. Pero Lola, no sólo lo entendió, sino que ese dibujo se le quedó grabado en la retina, nunca lo olvidó.

Así era su memoria fotográfica, que aunque en los primeros años de su vida, le trajo grandes alegrías, con el tiempo llegó a preguntarse si más que un don era un suplicio, que la hacía fijarse en todo y que le tenía la mente siempre llena de imágenes inservibles como en una nube mental de un millón de terabytes y que cada vez que experimentaba algo, su mente parecía los pasillos de Matrix buscando archivos a toda velocidad.

Qué curiosa la vida y la mente de Lola que hasta más de veinte años después, a sus “marchitos” 40 años, dicha idea, representada en aquel dibujo de tiza, no volvió a su cabeza, o más bien, a sus entrañas. Cuando se dio cuenta que este absurdo le estaba pasando. Que ella misma se había convertido en su propio obstáculo inamovible y en su propia fuerza imparable, hasta tal punto que se causó un agujero letal.

Pero os preguntaréis qué puede llevar a alguien a convertirse en una paradoja física de este calibre. Creo que debemos empezar por su nombre, que simboliza su propia realidad.

Lola era una mujer fuerte, lista y sobre todo muy estudiosa. Una mujer independiente desde muy pequeña, quizás al principio por obligación, ya que su familia tampoco le dio muchas más opciones que ser así, lo cual siempre terminaban achacándole. Pero ella también era Dolores, una mujer atormentada, con falta de amor y solitaria hasta la extenuación, que nunca supo muy bien cómo enfrentarse a los problemas que no venían en los libros. Se licenció como farmacéutica química con el mejor expediente académico de toda su promoción, así era Lola, pero acabó la universidad sin ningún amigo, así era Dolores.

Cuando consiguió el trabajo de su vida, o más bien cuando el laboratorio más potente del país se puso en contacto con ella al terminar la carrera, sintió que su sueño empezaba a hacerse realidad.

El primer día, al entrar en ese edificio con esos cristales brillantes, limpios y fríos y con una decoración en tonos blancos y de acero, sintió que ahí estaba su sitio. A cualquier persona ese ambiente le podría haber generado rechazo, pero a ella no, ella notó que por fin estaba en el lugar correcto, lo malo fue que no acertó con los habitantes del falso Edén.

Como era de prever la tomaron como una bicho raro y eso que allí había muchos de ellos. Nunca le importó no hacer amigos y menos en el paraíso donde ella creía que se encontraba. No tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta que ese vergel estaba formado por plantas de plástico. Que en realidad era un infierno donde el lema era sexo y droga…”si por lo menos hubiera habido rock`n roll”, pensaba.

Cómo es posible, se preguntaba a diario, que una empresa que tenía por estandarte la salud y el bienestar, permitiera que sus trabajadores vivieran en un ambiente tan insano y tóxico. Nunca encontró respuestas y mucho menos a los aliados con los cuales luchar contra ello, así que se limitó a dejar pasar el tiempo, que jugó en su contra, y a hacer su trabajo.

El acoso al que le sometían era tal, que llegó a dejarla sin voz, no hablaba, no comía, no miraba, caminaba a pasos pequeños y silenciosos. Era un fantasma que hacía peligrar la calidad de los fármacos que controlaba y por primera vez en su vida comprobó que Dolores era la que manejaba los hilos en su vida profesional, convirtiéndose en una constante y que Lola, tras este choque, se había perdido en el agujero.

Tras dos años de verdadera tortura química, cada mañana le costaba la misma vida levantarse, aunque estuviera despierta casi toda la noche. Llevaba sin dormir meses. Desde hacía unas semanas al levantarse durante muy pocos segundos pero muy vívidos, tenía la sensación de que se despertaba en la habitación de la residencia universitaria, y aún con los ojos cerrados, sentía que volvía a ser Lola. Inspiraba y le salía una sonrisa en su comisura, algo juguetona, como las que le gustaban a ella y de repente abría los ojos y la veía, allí de frente, mirándola enfadada.

-No te vayas- le susurraba.

Pero en ese mismo instante la imagen se desvanecía. Sólo quería que Lola se quedara, que hablara con ella, pedirle perdón por haber tomado las riendas de su vida.

Ese lunes, se despertó distinta, no llegó a verse en el cuarto de la universidad ni tampoco vio a Lola, pero intuyó que algo era diferente desde que estaba sentada al pie de la cama. Volvió a rechazar esa ducha que tanto necesitaba, y no por reparadora. Siempre fue extremadamente aseada, pero ahí estuvo tres días en cama y cuando tuvo que ir al trabajo, no hubo baño. Dicen que cuando los gatos tienen una depresión lo primero que hacen es dejar de lavarse.

Se empezó a vestir con lo primero que cogió del armario. Nunca le importó la moda, pero sí la imagen. Aunque llevara camisetas de hace diez años siempre estaban cuidadas. Pero ahora la lengua de los Rolling no se diferenciaba muy bien con tantas arrugas en ese jersey. Recogió su pelo grasiento en un moño apañado, o eso pensó porque no conseguía ni mirarse al espejo. Incluso cuando se duchaba, ya no quería ni tocar su cuerpo al enjabonarse así que compró una esponja que tanto odiaba y sabía que era un cúmulo de bacterias. “De algo hay que morir”, se decía.

Llegó a adelgazar más de diez kilos, lo único que hacía era maltrabajar, dormir y no comer, así no tenía que abrir la boca. La pobre Dolores no sabía cómo hacer que Lola saliera y se defendiera, que hablara, que gritara.
Montó en el coche que le regaló su padre, un viejo Opel que no era especial pero sí de otro mundo. No puso la radio, últimamente siempre la llevaba apagada. Recuerdo aún esos días que no podía meter la primera marcha sin antes conectar su playlist favorita, normalmente de rock y más concretamente Loquillo.

Pero ya no, ya no era así, la música ya no le llegaba al alma. Todo lo que pasaba a su alrededor, cualquier olor, sonido o sensación, se colaban por su agujero.

Últimamente, algunas mañanas, llegaba tarde al trabajo, porque se quedaba en el coche, en silencio a oscuras, sin haber amanecido aún, como si estuviera hibernando. Mirando hacia sus rodillas, con el cinturón de seguridad puesto y los ojos llenos de lágrimas. Cuando volvía de su trance, ponía el coche en marcha y se dirigía al trabajo de la manera más fría y autómata posible.

Por fin arrancó y comenzó su trayecto de manera inconsciente, como un robot. Al final le tenía que dar la razón a su familia; ella siempre tan fría, sin sentimientos, tan distante.

De repente y de la nada, en ese preciso instante cuando a mayor velocidad iba, la vió, sentada a su lado en el coche, vestida con esos pantalones negros vaqueros desilachados por todas partes, muy bien peinada, demasiado pensó y con una tierna sonrisa en su cara. Con Lola en el coche todo retomó el color que había perdido, volvió a sentir hasta el olor de la vieja tapicería, aunque ahora ya no la reconocía y tuvo la necesidad de que sus oídos también volvieran a oír algo evocador y no sólo: ¡“qué torpe eres, Lola”!

Continuó la marcha, ahora con los ojos llenos de lágrimas, con el corazón a mil y dando alaridos, por fin pudo escuchar su propia voz. Buscó su teléfono, lo encendió y conectó el reproductor para emparejarlo al coche, le temblaba la mano. Y buscó “El rompeolas” del Loco.

– ¡No te vayas Lola, escucha, mira nuestra canción favorita, espera!- gritaba mientras la seleccionaba.

Por fin consiguió que empezara a sonar a todo volumen: “no hables de futuro, es una ilusión…”. Miró a Lola y las dos asintieron, inspiró tan fuerte como pudo, cerró los ojos, la cogió de la mano, aceleró y por fin, todo terminó.

Dejó de ser al fin fuerza imparable y obstáculo inamovible, para caer en el agujero que las hizo descansar y estar en paz.

 

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