¿DÓNDE ESTARÁ JOSITO? – Alicia Abad Felipe

Por Alicia Abad Felipe

­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­Basado en hechos reales. Madrid, años 50.

Las gafas de Josito cayeron, sin que él pudiera evitarlo, al patio de vecinos.

El sonido de los cristales rotos llegó hasta la ventana del primer piso, no por ello impidiendo que se hicieran añicos.

Fuera, en el marco de la ventana, una habilidosa arañita, ajena al incidente, ponía gran empeño en construir su tela.

Josito la miró, pero su cuerpo se había quedado atrapado, más por asombro que por miedo. Sus grandes ojos negros se removieron inquietos, y en sus labios, sonrosados y carnosos, se adivinó un: <<Uuuuups, con esto no había contado>>.

¡Ay! tragó saliva. Las gafas nuevas. Le pareció que una pelota de pin pon quisiese bajar por su garganta, pero algo la mantuviese atascada. Se llevó las manos a la cara, empezando a tomar conciencia de la catástrofe acontecida. Papá y mamá se las habían comprado la semana pasada.

En algún lugar de su distraída cabecilla, encontró retazos de una conversación lejana que ahora resurgía, inminente y clara: Se trataba de unos cristales, caros, y muy buenos procedentes de una de las mejores marcas.

Alongó el cuello y miró hacia abajo, tratando de medir la magnitud del desastre. Solo vio manchurrones negros y algunos claros. ¡No veía absolutamente nada!

– ¡Chicos! ¡Venid! Necesito ayuda – les reclamó una voz desde la cocina.

¡Era mamá!

¡Nonoonooo! ¡Jo pelines! Sin hacer ruido, y con cautela, miró a ambos lados. Nadie le había visto. Piensa, Josito, piensa. Tienes que ser rápido. Se mordisqueó el labio inferior, y, durante unos segundos, pareció que, en mitad de la sala de estar, en vez de un niño, hubiese una estatua de cera. Un silencio absoluto, que pareció eterno, y, … de pronto… ¡Sí!

Alzó el brazo derecho hacia el techo en señal de victoria. ¡Eso es! ¡Ya lo tengo!

Escuchó ruido de voces en la cocina. Sus hermanos, alborotados, discutían sobre alguna tontería. Salió como un tiro hacia la habitación de sus padres. El crujir de la madera bajo sus pies estuvo a punto de delatarle. Tenía poco tiempo.

El dormitorio principal era, sin duda, la habitación más bonita de la toda la casa, que, pese a sus reducidas dimensiones para una familia numerosa, era cálida y estaba armónicamente distribuida.

Una cómoda blanca con su espejo a juego, frente a ella, una butaquita de piel, de color crema, la hacían parecer más amplia de lo que verdaderamente era. Le llegó, de pronto, la imagen de su padre, allí sentado, vistiéndose, y poniéndose los zapatos con ayuda de su bonito calzador plateado. ¡Qué bonito era ese calzador!

Rebuscó con cuidado entre los cajones de las mesillas. Recordaba haberlas visto allí.

A medida que iba sacando cosas, las iba, cuidadosamente, devolviendo a su lugar. Su madre siempre se daba cuenta de todo.

Empezaba a impacientarse.

– ¡Recórcholis! – murmuró bajito. Estaba seguro de que estaban allí, pero su mente y las prisas no le dejaban pensar con claridad.

Sacó pañuelos, bufandas, un sobre de fotos antiguas, los guantes de piel de su padre… una cajita marrón oscuro, con bonitas incrustaciones de piedra naranja… ¡Uummm! La abre, está llena de cosas que atrapan su mente curiosa, – se rasca la barbilla…, más tarde.

Se detiene durante unos instantes, mientras su cerebro sigue escrudiñando sin su permiso, y… ¡Voilá! ¡Ya sé! – exclama con una alegría súbita.

– ¡Josiiitoooo! ¿Dónde estás? – el tono de voz de su madre indica que empieza a perder la paciencia.

– ¡Ya voy, mamá! ¡Estoy recogiendo mis cosas! – contesta el niño con rapidez.

– ¡Ja! ¡Que baje Dios y lo vea! – responde con sarcasmo. – ¡Ven!

Mientras, una caja alargada de piel dura acaba de aparecer bajo un montoncito de sobres ordenados. << ¡Ajá!>>.

Abre la cajita, expectante, satisfecho consigo mismo, por haber tenido tan gran idea, y allí están: sus gafas viejas, casi idénticas a las nuevas, salvo por algunos detalles: los cristales rallados, el tornillo que sujeta la patilla, ligeramente torcido, las dioptrías, insuficientes.

Pero, si se sujeta bien la patilla detrás la oreja, nadie lo notará, y, esto, de momento, le ahorrará una buena reprimenda.

– ¡Josiiii…!

Antes de que su madre complete la frase, Josito se pone de pie de un salto. Sus piernas largas y huesudas hacen recordar a las de una gacela. Eso le produce un leve complejo, si las compara con las de su hermano Fisi, hermosas, sin un solo hueso que se adivine bajo sus carnes rollizas.

Entra en la cocina con cierta reserva, donde le espera el resto de la familia. Nadie parece percibir el cambio.

La cocina es más bien pequeña, con una mesa amplia y rectangular bajo la ventana. Entra por ella un generoso chorro de luz que ilumina toda la estancia. Detrás de la mesa, un mueblito bajo, de madera oscura, donde su padre, goloso, guardaba galletas de todo tipo, y sobre él, un calendario, donde cada día, religiosamente, marcaba con una cruz roja los días que pasan.

– Niños – su madre se dirigió a sus tres hijos. Papá está a punto de llegar. Tiene que revisar una documentación importante, y yo voy a ayudarle. Necesitamos un poco de silencio, así que ….

– ¡Buaaaahhh! ¡Qué rollo! – le interrumpió Marita, su hija menor. – Queríamos jugar con el nuevo fuerte de los indios, y con el tren, ¡mamá! ¡Por fa! No haremos ruido.

– Bueno, bueno – les calmó ella. He pensado que podéis ayudarme en algo. Me gustaría que fuerais, dando un paseo, a la vaquería de Pancho, y me traigáis un litro de leche para hacer un bizcocho. ¿Que os parece?

– ¡Síiiii! – gritaron todos. Su madre sonríe. Ya los conoce.

Josito, Fisi y Marita se pusieron en marcha. Bajaron por las escaleras dando brincos de júbilo.

– Yo prime – exclamo victorioso Josito.

– Eso no vale, eres mayor, y también has salido primero, que te he visto – le reprochó Fisi, al que no le gustaba perder.

Le propinó una toba en la oreja y se alejó correteando.

– ¡Ay! – se quejó Josito.

Fisi volvió sobre sus pasos, y, mirando a su hermana, le dijo:

– ¿Te ha contado cómo le llaman en el colegio?

– ¡Bah! – bufó su hermano mayor.

– ¿Cómo te llaman? – le preguntó ella, entre divertida y curiosa.

Josito callaba.

– ¡Orejudo! – se chivó Fisi, riéndose.

– ¡No! ¡Así no es! No te enteras de nada – le corrigió Josito– Al verme todos cantan: ¿Qué es el viento? Y luego responden a coro: Las orejas de Josito, en movimiento – recitó, el niño, con orgullo.

Su hermana aplaudió con excitación. Le miró con ternura y le tapo las orejas con sus manos. Visto así, sus orejas, grandes y sonrosadas, le parecieron las de un ratón de cuento.

Ella puso una expresión, que a él le pareció extraña, y sintió que había sido descubierto. Ya iba a explicarse, cuando ella exclamó:

– ¡Ay, Josito! Pero ¡qué gracioso eres!

Y todos carcajearon al unísono. Siguieron su camino hasta la vaquería, hablando y riendo.

Al entrar, un fuerte olor a excremento de vaca les dio la bienvenida.

– ¡Hola Pancho! – saludaron los niños.

– ¡Hola, chicos! Enseguida estoy con vosotros – sonó una alegre voz desde la trastienda. Debía de estar ordeñando a las vacas.

Era un local de pequeñas dimensiones. Tenía un mostrador de mármol, las paredes alicatadas con baldosas blancas y una mesa en la esquina del fondo, donde se podía consumir la leche en el propio local.

El apacible mugir de las vacas y su continuo rumiar hacía que uno se las imaginara, con su mirada tranquila y afable, dando latigazos con la cola en un intento fallido por apartar las moscas.

Pancho salió a despacharles, con el pelo revuelto y la expresión jovial y desenfadada que mostraba siempre:

– Bienvenidos chicos, ¿qué se os ofrece?

– ¡Vamos a hacer un bizcocho! Necesitamos 1 litro de leche – contestó Josito.

– ¿Vais a hacer un bizcocho, vosotros solos? – se asombró el propietario.

– Bueno, lo va a hacer mamá – confesó Marita, aunque yo quiero ayudarla.

– Pues yo prefiero comérmelo – dijo Fisi que ya se imaginaba paladeando un sabroso bizcocho imaginario.

Pancho sonrió ante la sinceridad del niño:

– Di que sí, que comérselo es la mejor parte. ¿Y queréis algo de leche para vuestro cometido?

Los niños asintieron.

– Eso está hecho. Dadme vuestras lecheras* y venid a verlo, que sé que os gusta – les invitó a entrar en la trastienda. (*antiguos recipientes de aluminio).

Los niños obedecieron y se acomodaron viendo como Pancho ordeñaba a la vaca, que, a pesar de la interrupción, siguió comiendo con apetito insaciable.

Cuando llegaron, su padre ya había llegado a casa y su madre hirvió la leche en un «cueceleches». Era espectacular ver como la textura iba espesándose y adquiriendo un ligero color amarillento, hasta convertirse en una nata deliciosa. Parecía como si una camiseta mojada estuviese flotando en la superficie. Con pan y azúcar ¡estaría riquísima!

– Venga, iros a leer, que en nada comemos – les propuso Félix, su padre.

Llevaba Josito un buen rato tratando de leer, pese a que le picaban los ojos y no veía bien, cuando se acordó de la cajita negra con incrustaciones naranjas que había visto en la mesilla de noche.

Se levantó con rapidez y la abrió sin más dilación.

Escuchó un melodioso ronroneo y la fricción de un cuerpo contra su espalda. Era su pequeño gato de angora. El niño le acarició tiernamente.

– ¡Cuchi, mira lo que hay aquí! – dijo señalando la caja abierta, y juntos se metieron debajo de la cama, preparados para disfrutar de su nuevo hallazgo.

Un agradable silencio reinaba en la casa. El padre de Josito cerró su carpeta, satisfecho del trabajo realizado.

Salió de la cocina, donde había estado trabajando y se asomó a la salita, allí observó, complacido, las caritas de Fisi y Marita, que, absortos en sus cuentos, ni siquiera se percataron de su presencia. Manuela se puso a preparar la mesa.

Recorrió sin prisa el resto de la casa preguntándose donde estaría el mayor de sus hijos. No estaba en su habitación, ni en el salón. Fue hasta el baño, y, aunque la luz estaba apagada, la encendió, sólo para comprobar que, efectivamente, no había ni rastro del niño.

¿Dónde se habría metido?

– ¡Chicos, es la hora de comer! ¿Dónde estás Josito?

Nada.

Fue hasta la cocina y le preguntó a su mujer, ¿andaba el niño por allí? – No, aquí no ha entrado. Mira a ver debajo de la cama, a veces le gusta leer allí – dijo ella.

Justo cuando estaba a punto de agacharse, sonó el timbre. Extrañado, porque no esperaban a nadie, escuchó a Manoli abrir la puerta.

– ¿Qué ha pasado? – le oyó decir.

El acento asturiano de José Manuel, el portero, tomó la palabra:

– Verá Manuela, me las he encontrado esta mañana, junto a mis plantas, los macetones grandes esos tan hermosos que tengo – se notaba que estaba apurado.

– Sí, sí, ya sé cuáles son, pero, me refiero, ¿qué es esto? – le apuró.

– Parecen…- José Manuel dudaba – … unas gafas de niño, Manuela, ¿es que no lo ve? Son las del pequeño Josito.

– No me lo puedo creer – la voz de su madre fue adquiriendo un tono más grave – Debe tratarse de un malentendido. No sé qué decir…

Su padre se agachó debajo la cama y, efectivamente, allí estaba el niño, en silencio, mirándole fijamente, y a su lado, Cuchi, con su mirada impasible de siempre.

– ¡Jooooossssiiiiiiiiitooooooooooooooo! – la voz de su madre adquirió un tono profundo, casi gutural. ¿Me puedes decir que hacían rotas tus gafas nuevas en el patio de los vecinos?

En menos de un minuto estaban todos agrupados en el dormitorio.

– ¿De qué gafas hablas, si las tiene puestas? – preguntó Félix, que no entendía nada.

Sonó otra vez el timbre de la puerta. ¡Lo que faltaba!

Manoli acudió a abrir, presurosa. Se escucharon sus pasos firmes, los talones clavándose en la madera del suelo.

Todos callaron. En ese momento la patilla rota calló al suelo, dejando la verdad al descubierto.

– ¡Anda! – Marita se tapó la boca con las manos. Así le notaba yo algo raro – pensó.

Su madre, que ya había vuelto, le miró, inquisidora.

– Pero, mamá…si yo no lo hago adrede – explicó el niño, y, poniendo carita de pena, añadió: – estaba asomado a la ventana, había una arañita…se me cayeron solas…

– ¿Por qué se te ocurren estas cosas? – miraba al cielo, implorando ayuda Divina.

– Porque es un niño feliz e inquieto, hija mía, y necesita explorar el mundo – dijo una voz a sus espaldas.

Todos se dieron la vuelta.

Esa voz, esa dulzura… ¡El abuelo Adolfo!

– ¿Verdad que sí, Josito? – el abuelo miró a su nieto, tiernamente.

El niño asintió, mirando a su abuelo, como a un héroe de guerra.

– No ha pasado nada verdaderamente terrible, ¿verdad? – concilió el abuelo. – Vamos a reunir entre todos y le compraremos unas gafas nuevas a Josito, si promete tener más cuidado. – ¿Os apetece ir al cine de “La Flor” después de comer?

Nadie se atrevió a responder.

– Ya veremos… – se opuso Manoli.

– Manoli – le dijo el abuelo.

Ella se cruzó de brazos, aún molesta, y miró a Félix, que poniendo un gesto de: ¡qué le vamos a hacer! Ya sabes cómo es – dió su visto bueno.

El niño corrió a abrazar a su abuelo. – ¡Gracias abuelo!

Su madre miró al cielo y pensó: ¡Ay que joderse! Si es que …

 

FIN

 

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