¿DÓNDE ESTOY?

Por Nuria Navarro

Desperté bajo el sol, cálido y placentero. No sabía dónde me encontraba ni cómo había llegado hasta allí. Me levanté tambaleante y, trastabillando, di algunos pasos. Me sentía muy dolorido y entumecido como si hubiera recibido una paliza. Desconocía cuánto tiempo llevaría allí, inconsciente.

Cuando conseguí despejarme, me restregué los ojos para saber si estaba soñando. El paisaje me dejaba sin respiración, sin palabras. Me sentí empequeñecer ante tanta belleza: era un bosque, como un mar de árboles cuyas ramas se alargaran para acariciar los rayos de sol que tímidamente se filtraban entre ellas.

Lo que más me impresionaba era la variedad de colores, no sé si fruto del reflejo del sol o si acaso se trataba de un bosque encantado, mágico, cuyos habitantes serían duendes o gnomos; ¿acaso hadas? Sonreí, ¿en qué estaría yo pensando? La paleta iba desde el verde oscuro hasta el anaranjado más luminoso, todo con un halo de misterio fascinante que me helaba la sangre.

Súbitamente sentí un fuerte dolor en el lado derecho de mi cabeza, donde noté un  pequeño chichón. ¿Cómo me lo hice? Parecía causado por un golpe. ¿Me habría caído? Continué palpando el resto de mi larguirucho cuerpo para comprobar, con agrado, que estaba ileso.

En medio de estas cavilaciones me vino una imagen a la mente: vi que yo salía corriendo de ese bosque, mi cara reflejaba un evidente espanto. Supuse que por algo horrible aparecido en aquel hermoso lugar.  Tal vez el chichón se deba a que al huir tropecé y me golpeé la cabeza con alguna piedra o algo duro.

Y a pesar de que conseguía ver cada vez más nítidamente, no tenía idea de dónde me encontraba y, sobre todo, ¿qué es lo que hacía yo allí?

Giré sobre mí mismo una y otra vez intentando recordar cómo podría haber llegado hasta aquel lugar y quizá, acaso, reconocer el sitio dónde me encontraba. Mis arduos intentos resultaron en vano. Nada. Estaba solo.

Había perdido la noción del tiempo, empezaba a oscurecer y yo seguía alelado sin más, mirando atónito hacia ninguna parte. Como suponía, al esconderse el sol la temperatura bajó, así que comencé a tiritar. Busqué denodadamente algo con que taparme. Desesperado, opté por internarme en el bosque, quizá allí estaría más resguardado del frío.

Comencé a sentirme agotado y, si soy sincero, con miedo. No me apetecía pasar la noche en aquel bosque por muy bello que fuese a la luz del día. Intenté calibrar las opciones… ¡Pero qué iluso! ¿Cuáles? Estoy perdido, desorientado, hambriento y tiritando. El panorama no era nada alentador. Caí rendido sobre un lecho de hojas que apresuradamente preparé. Acurrucado y arropado con unas cuantas ramas, debí de quedarme dormido.

De pronto noté una caricia en la frente que me devolvió a la realidad. Me hallaba en una humilde cama. Conseguí  enderezarme  a duras penas  – ¡me dolía todo el cuerpo! –, para conocer de quién era ese roce tan suave. Y con estupor comprobé que provenía de la mano de un niño. Pero no se trataba de un niño cualquiera, ¡NO! aquella personita que me sonreía ¡era yo mismo! Evidentemente estaba delirando y sufriendo alucinaciones. ¿Acaso por de la fiebre?

Y, por si aquello no fuera suficiente, acto seguido escuché la dulce voz de mi madre, que me llamaba: “Julián, Julián, ¿Dónde te encuentras? ¿Qué estás haciendo? ¿Puedes ayudarme a cortar más leña? El fuego se apaga y es necesario avivarlo”.

No podía ser. Me levanté a duras penas para observar en qué nuevo lugar me encontraba. Reconocí que era la casa de mi niñez, de ello no cabía duda alguna. Una modesta y confortable casita de adobe en el campo, al lado de un bosque y no muy lejos de la población más cercana. ¿Tan fuerte habría sido el golpe que me he dado?

Al oír el requerimiento de mi madre, acudí raudo en su busca y ambos salimos al exterior de la casa, dejándome solo, sumido en un mar de dudas. Mi madre me había ignorado totalmente, como si yo no existiera, como si yo no estuviera allí. ¿Qué está pasando?

Empecé a temblar, la emoción se hizo patente en mí, los recuerdos se agolpaban en mi atormentada mente. La mayoría de ellos llenos de ternura y amor, risas y diversión, pues los años vividos en aquella casa  fueron magníficos.

Mi madre enviudó muy joven y no tuve más remedio que ayudarla en las tareas del campo y de la casa, así que apenas quedaba tiempo para ir al colegio. Y a pesar de todas las estrecheces que ustedes puedan imaginar, aquellos días… aquellos días… dejaron una gran huella en mi corazón.

Recuerdo que al atardecer mi madre y yo nos sentábamos al lado del hogar y ella me ayudaba con los deberes del colegio; y aunque rayaba el analfabetismo, prácticamente todas las noches me leía un cuento o si acaso lo inventaba para que yo me acostara con una sonrisa de felicidad.

Una ráfaga de viento helador me sacó de mi ensueño. Ahora éramos mi madre y yo quiénes acabábamos de entrar por la puerta, volvíamos de recoger leña. Llegamos cantarines y risueños, como si la carga fuera una ligera pluma. No recuerdo una mala palabra ni un mal gesto. Ni en los peores momentos en que apenas teníamos unas viandas que llevarnos a la boca. Realmente hacía malabares para sostenernos económicamente.

Entonces oí a mi madre:

– Julián, cariño, corre, que se caen los troncos; vamos, date prisa, coloquémoslos  aquí, en este capazo, cerquita del fuego, así no tengo tanto que moverlos. ¡Tengo los riñones destrozados!

– Madre, si usted me dejara ayudarla más otro gallo cantaría. Es muy cabezota, ya soy un buen mozo y estoy fuerte, mire, mire, ¡qué fuerte estoy!

Yo les oía hablar entre ellos y ese niño mostraba su brazo haciendo un gesto de fuerza. Nazaria, pues así se llamaba mi madre, reía sin parar, contenta y feliz.

– Anda ven, deja de hacer el tonto – bromeaba mi madre – y ayúdame a pelar patatas, que voy a preparar ese guiso que tanto te gusta. Don Jacinto, como siempre, es tan amable que nos ha regalado un trozo de esa oveja que ha tenido que sacrificar porque se había roto una pata.

– ¡Oh, madre, qué lástima! Ya dije a don Jacinto que cojeaba hacía tiempo, claro que él se hacía el tonto, supongo que le daría mucha pena matarla.

De la añoranza pasé a un pánico incontrolable. La conversación que había oído me sumió en una tristeza inconsolable. Ignoraba mi situación y sólo recuerdo desear con todas mis fuerzas que no fuera real. Entonces salí de la casa rápidamente y empecé a correr, cada vez más y más deprisa.

En mi afán por huir de allí debí tomar otra dirección ya que me encontraba frente a un precioso lago, donde abundaban los nenúfares y los sapos croaban sin cesar cuales príncipes encantados pidiendo el anhelado beso de una princesa enamorada que les devolviera su forma humana.

Boquiabierto, observé que en la orilla se encontraba un pescador, al parecer, bastante enfrascado en su afición, ya que me ignoró por completo. Aprovechando que no me veía, le pasé revista: no aparentaba más de treinta años y tenía buen porte; si bien vestía ropa adecuada al uso, la llevaba en perfecto estado y limpia, casi impoluta me atrevería a decir. Lanzaba la caña sin esfuerzo. Realmente se le veía relajado y que disfrutaba plácidamente.

Desde donde me encontraba me pareció escuchar que hablaba con alguien, pero por más que miré y miré alrededor no conseguía ver a nadie.

Así que decidí acercarme y con las mismas le pregunté:

– Disculpe señor, ¿con quién está hablando?

Dándose la vuelta dio un respingo pues no esperaba encontrarse con nadie. Al poco, recuperado ya del pequeño susto, me contestó, como si tal cosa:

– ¡Vaya pregunta la suya! Pues con el hada del lago.

– ¿Perdón, qué dice?

– No sé por qué me mira usted de esa manera, ¿acaso no me ha entendido? ¿Quiere que se lo repita?

– No, no, no se preocupe, si yo ya me iba.

Aquel hombre no paraba de rascarse su cabeza, quizá sorprendido por mi pregunta. A saber qué pensaría de mí.

Aquello fue el final, estaba completamente fuera de mí, las gotas de sudor empezaban a caerme sobre los ojos y el resto de la cara. Necesita salir, escapar de aquel lugar imperiosamente. De nuevo, empecé a correr y correr, hasta el desfallecimiento.

Oí a lo lejos una voz. Una voz monótona y empalagosa que me decía algo así: – … y ahora Julián empezaré una cuenta atrás, subes las escaleras, 10, 9, 8…  3… 0 ¡Ya!, ¡Despierta! Despierta como si nada hubiera pasado. Te encontrarás tranquilo y en paz.

Yo seguía sin entender, la voz martilleaba:

– ¡Julián, Julián! Muchacho, abre los ojos, mueve los pies y las manos; vamos.

Súbitamente desperté. Mi terapeuta respiró aliviado. La sesión de hipnosis había terminado.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Daisy

    Dejo mi opinión, no es un comentario de texto ni mucho menos. Tan sólo la opinión personal y subjetiva de una lectora. Al empezar a leer me ha parecido la típica escritura novelesca manida y rebombante, llena adjetivos y expresiones que no suenan naturales ni fluidas. Aún así me ha atrapado la historia contada, no he podido dejar de leerla. Y el final ha sido conciso y sorprendente. Te atrapa haciéndote sentir tan perdido como el protagonista. Buen relato. Enhorabuena.

  2. Nuria

    Muchas gracias Daisy !!!

  3. nora

    hola ¡ no se como participar de un blog de lecto escritura ,quesiera saber si este seria un lugar apropiado, cuales son las condiciones?

  4. Blog del Taller de Escritura de Carmen Posadas y Gervasio Posadas

    Buenos días Nora. Los relatos que publicamos son relatos de nuestros alumnos que publicamos cuando finalizan su curso. El blog puedes leerlo siempre que quieras. Somos una escuela de escritura online dirigida por Carmen Posadas y Gervasio Posadas.

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