EL ABRIGO

Por Sergio Pérez

Al abrirse la puerta del cuarto de baño, una densa nube de vapor precedió a Lucía, una octogenaria menuda y algo regordeta, que, arropada en un albornoz de color rosa y con una toalla blanca enrollada en la cabeza, caminaba con paso inestable hacia su dormitorio.

Sentada en la cama, esperándola, jugueteaba con el móvil una muchacha bonita de unos diecisiete años de edad.

—Te has tomado tu tiempo, ¿eh, abuela? —dijo la joven cariñosamente.

—La mitad del tiempo que te tomas tú, rica —contestó la mujer.

—Seguro que cuando salga, todavía no te has vestido. Por cierto, ¿qué te vas a poner?

—Este vestido negro —dijo Lucía señalando una prenda, guardada en una fina bolsa de plástico transparente y extendida sobre la cama.

—Me encanta cómo te queda, abuela, aunque me parece un poco formal.

—Es que a la ópera se debe ir elegante, aunque la organice la Casa de la Cultura.

La muchacha percibió el tono ligeramente burlón de la mujer.

—Mira que eres elitista a veces —comentó divertida.

—No es elitismo. Me parece irónico que en este pueblo cerraran y se cayera a pedazos el único teatro que había, porque no iba nadie; y en cambio, la gente acuda en masa a representaciones de ópera y teatrales cuando las organiza la Casa de la Cultura, solo porque son gratis.

—No creo que sea por eso —contestó la joven.

—Pues yo sí. Cuando veas el pelaje y los comentarios de más de uno de los que asistan, me lo cuentas —dicho esto, se quitó el albornoz dejando al descubierto por unos instantes su piel blanquísima, moteada de lunares y manchas de vejez—. Ahora date prisa y dúchate rápido, que ya oscurece. Deben de ser las seis y pico.

—¡Que me dé prisa! Tendrá morro…

Las últimas palabras de la muchacha quedaron amortiguadas cuando se encerró en el cuarto de baño.

Eran más de las siete cuando ambas mujeres terminaron de darse los últimos toques de maquillaje frente al espejo.

—Me alegro mucho de que me acompañes, Eva —dijo emocionada Lucía, mientras sus ojos de color azul celeste se llenaban de orgullo al mirar la estilizada figura de su nieta y sus delicadas facciones—. Qué guapa estás y qué elegante ¿Por qué no vestirás así más a menudo?

—Porque no voy nunca a la ópera —respondió la joven con una sonrisa. Luego se ahuecó el pelo y se miró coquetamente en el espejo por penúltima vez.

—Además —continuó—, si papá me viera con este escote, con lo machista que es, seguro que torcía el gesto.

—Qué mala eres con tu padre, con lo que te quiere.

La muchacha hizo un ademán de indiferencia con la mano.

—Por cierto —dijo—, ¿qué vamos a ver?

Lakmé, de Léo Delibes. Un autor francés. ¿Ya te lo había dicho, no?

—No la conozco.

—Estoy segura de que sí. Hay una aria famosísima que cada dos por tres suena en anuncios y películas: “El dúo de las flores”. El desordenado de tu padre la tiene en su maremágnum de discos. La he escuchado alguna vez en tu casa.

Sentada a los pies de la cama, la mujer envolvía sus callos y juanetes con gasas y tiritas, que confiaba en ocultar una vez que se subiera las medias.

—Hablando de tus padres, ¿Saben que te quedas a dormir aquí conmigo, verdad? —preguntó a su nieta.

—Pues claro, abuela —respondió con fastidio la joven.

—No emplees ese tono conmigo, niña. Podía habérsete olvidado.

—Anda, que no te pones sensible ni nada… Me decías lo de Lakmé. ¿De qué va? —dijo Eva retomando el tema.

—Se desarrolla en el siglo xix  durante la dominación británica de la India —respondió la abuela algo malhumorada—. Un oficial inglés conoce por casualidad a Lakmé, la hija del sumo sacerdote de un culto secreto, y se enamoran. El padre de ella intenta matarlo. Luego el oficial, influido por un compañero, deja de amarla y ella se suicida.

—Pues vaya mierda de argumento —comentó Eva.

—Es solo una excusa para la música. Ya verás cómo no te deja indiferente.

Ya en el salón y vestidas, Eva se puso un abrigo negro de lana que le había prestado su madre y se dispuso a ayudar a su abuela con el suyo. Miró alrededor pero no lo vio.

—¿Que abrigo llevarás, abuela? Hoy hace frío.

—El de visón. Está colgado en el armario de mi cuarto. No te preocupes. Voy yo a por él.

La mujer tardó unos instantes en regresar. Cuando lo hizo, traía un suave abrigo de piel marrón oscuro.

—¿No te parece excesivo, abuela? —dijo Eva al verlo.

—¿Excesivo? ¿No dices que hace frío?

—No me refiero a eso —respondió eludiendo la mirada de su abuela y midiendo las palabras.

La mujer miró a su nieta confundida

—¿A qué, entonces?

—Pues a que están un poco pasados de moda, ¿no? Ni las señoronas del barrio de Salamanca los llevan ya.

—Qué majadería más grande —respondió la abuela—. ¿Quién te ha dicho eso?

La muchacha tardó unos segundos en contestar.

—He leído que las mejores marcas y los diseñadores emplean piel sintética porque están contra el maltrato animal. Hay mucha sensibilidad sobre este asunto.

—Me parece perfecto que la gente se haya vuelto tan sensible a todo —dijo irónica Lucía—, pero no entiendo qué tiene eso que ver con mi abrigo, que compré hace más de quince años ¿Se supone que debo tirarlo?

—Tirarlo, no, pero no te lo pongas; hoy al menos. Es que es muy de fachas. ¿No te da pena que hayan matado a unos pobres animales solo para quitarles la piel y que tú puedas lucirla?

—Me daría pena si me parara a pensar en ello, pero no lo hago; igual que no pienso en el corderito de Aranda o en el cochinillo que como cuando vamos a Segovia. Ni tú, porque te los zampas que da gusto verte.

—Sí que me dan pena —murmuró Eva.

—Pues entonces eres una hipócrita. Mira, niña, por lo que sé, a los visones los crían en granjas igual que a las vacas, los cerdos y los pollos. No los cazan. Si no tuvieran una utilidad económica, estos que llevo probablemente no habrían nacido. Y en el caso de que camparan libres por ahí, una de dos: o se los comerían otros animales o ellos acabarían con otras especies, y habría que cazarlos para evitar desequilibrios.

—Eso lo dices tú —replicó la muchacha elevando el tono—. En esas granjas, los animales viven hacinados y muchos se vuelven locos; y luego los matan con gas, los asfixian o los electrocutan de la forma más cruel que puedas imaginarte. No es justo. Yo me avergonzaría de llevar algo así.

Ante lo acalorado de la conversación, la abuela decidió terminarla.

—Eva, estás amargándome la tarde. No voy a discutir algo que desconozco. Lo cierto es que tengo un abrigo de piel que compré con toda mi ilusión un poco antes de jubilarme, después de haber estado trabajando desde los quince años y pienso ponérmelo. Ya está.

Pese a que veía a su abuela bastante molesta, la joven insistió:

—Si lo digo, además, por ti. Hoy se han manifestado grupos animalistas por el centro. Cuando venía en el bus una señora le ha dicho a otra que la habían tomado con la Catedral del Jamón. Seguro que siguen por ahí. Te arriesgas a que te digan algo o te pinten el abrigo con un espray.

—En tal caso, espero que las clases del King boxing o kick boxing ese que haces sirvan de algo. Nadie va a decirme cómo tengo que vestir, no a mis ochenta y cuatro años

Cerraron la puerta y bajaron en el ascensor. En el portal una vecina que revisaba el correo las saludó.

—Doña Lucía, qué bien acompañada va, ¿eh? —dijo— La nietecilla, ¿verdad? ¡Qué guapa y qué mayor ya!

—Pues sí, Remedios, ya ve. Los nietos van para arriba y nosotras para abajo —contestó ella pensando que los tópicos siempre son útiles cuando no se tiene nada que decir.

—Es verdad —asintió Remedios, quien siguió hablando del tiempo, de sus achaques, de que tras la muerte del marido se sentía muy sola, de las nuevas derramas de la casa….

Eva se removió inquieta. Aunque no descompuso la sonrisa, esas conversaciones de portal la impacientaban hasta sacarla de quicio. Por fin, consiguieron librarse de la vecina y salieron a la calle cogidas del brazo. Había anochecido. Lucía caminaba lentamente apoyada en un bastón. Llegaron a la esquina y torcieron a la derecha en dirección a la Calle Principal, donde estaba el auditorio de la Casa de la Cultura.

Mientras caminaban lentamente Eva sorprendió a Lucía moviendo los labios en silencio.

—¿Que cuchicheas, abuela? —preguntó divertida.

—Nada, cosas mías.

—¿Sigues enfadada por lo del abrigo?

—Pues ya que lo preguntas, sí.

—Es que todo te molesta, coño —protestó la joven.

—Haz del favor de hablar bien.

—No abuela, es verdad —respondió alterada—. Te quiero un montón y me encanta estar contigo, pero en cuanto te digo algo que no te gusta, te cabreas.

Lucía se separó de su nieta, se colocó frente a ella, mirándola fijamente y se detuvo.

—¿Sabes cuándo nací?

—Durante la Guerra Civil —respondió Eva vagamente.

—Un año antes. Me crié viendo cómo siempre había alguien que decía a los demás qué podía decir y qué debía pensar. Daba igual quiénes: primero fueron unos y luego otros. Aunque yo era pequeña, recuerdo perfectamente el dolor que sentí cuando mataron a mis tíos de Madrid y de Burgos. Después vino el temor permanente de mis padres a ser denunciados sin motivo por conocidos, vecinos e incluso familiares. Gente que se metía en nuestra casa, más pequeña que una caja de zapatos, para gorronear la poca comida que teníamos y que siempre tenía en la boca aquello de “porque yo no quiero, que si no, a más de uno le daban el paseo” o “porque yo no quiero, que si no, a fulano lo llevaban al paredón” y en ese “fulano” iba implícita una amenaza soterrada a mi padre.

—Y eso que tiene que ver con lo del abrigo —interrumpió Eva

—Claro que tiene que ver —continuó Lucía—. Crecí acostumbrándome a no decir nada inconveniente o comprometedor. Siempre estaba quien se creía con el derecho de decirme cómo vestir, qué podía leer y qué no; o cómo opinar y sobre qué. No me refiero solo al Gobierno, que por supuesto, sino a la sociedad. Mi padre y mi madre… hasta tu abuelo, que en Gloria esté; la Iglesia, el colegio e incluso mis amistades. Todos tenían algo que decir si una blusa no llevaba mangas o sobre el largo de una falda; si leía tal o cual novela; y no te digo si por suerte caía en mis manos un libro prohibido. La amenaza de ser tildada de descocada, descreída o comunista siempre estaba allí.

—Sigo sin entenderlo —dijo Eva impaciente.

—Yo creía que todo eso hoy estaba superado. Que ahora una puede leer, pensar, hablar, leer o vestir como quiera sin temor. Pero no, la censura persiste y unas normas sociales, que antes eran religiosas, han sido sustituidas por otras, aunque ahora son laicas. Siguen dictando lo que es correcto pensar y hablar, y lo que no lo es. Ahora Dios se llama corrección política. Se acabó el derecho a discrepar y manifestarlo. O te sumas a la corriente oficial de pensamiento, o automáticamente eres una facha, y no me refiero sólo a la cuestión de los animales. Ya ves…: una facha que sufrió con sus padres, abuelos y tíos lo indecible durante la Guerra y después.

—Yo no te he llamado facha —dijo la joven.

—Implícitamente sí —la atajó su abuela—, y a tu padre machista. Repites lo que ves en la tele e internet sin analizar lo que dices. Todo el mundo puede pensar lo que quiera: los animalistas, tú, tu padre, tu madre; hasta yo, con lo vieja que soy.

El Auditorio ya quedaba a pocos metros de donde se encontraban. Varias personas que se dirigían allí miraron curiosas a las dos mujeres que mantenían aquella acalorada discusión.

—Desde que empecé a trabajar, y me pagaban una mierda, por cierto —prosiguió Lucía—, veía en el cine, por la calle o en las cafeterías elegantes aquellos fabulosos y cálidos abrigos de piel, y siempre quise comprarme uno. No quería que me lo regalaran, sino comprarlo yo. Lo asociaba a mi autonomía como mujer y a mi progreso personal. Pasaron casi cincuenta años hasta que pude lucir uno. Tengo todo el derecho a que nadie me insulte o ataque por llevarlo; y lo haré tanto si es para ir de compra al súper, como para ver una ópera ñoña como Lakmé. Me lo he ganado.

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