EL ABUELO ALEJO – Mariano Vidal Tornel

Por Mariano Vidal Tornel

Me declaro muy seriamente unido a un personaje que posibilitó construir un territorio fundamental de mi infancia, enhebrando el hilo argumental de la figura a la que quise conferirle el atributo familiar de parecer, sentir y ser como mi abuelo. Confieso que no concocí a mis abuelos verdaderos por haber muerto antes de yo nacer. Vivía en Albalate del Arzobispo, provincia de Teruel, era herrero y se llamaba Alejo. Habitaba la parte superior de su taller de forja, en una casa de dos alturas, provista de terraza emparrada que proporcionaba-en temporada- generosos racimos de uva negra.
Viejo y acreditado en su oficio, el abuelo Alejo vino a significar mucho para mí. Mis recuerdos son frescos, no se me borra de mi cabeza la fisionomía de su original nariz, semejante a la primera A mayúscula del abecedario, la primera que uno aprende a leer, de considerable tamaño cultivada de venas del color de las violetas. El abuelo Alejo era lo que se dice un artesano honrado, poseía una acusada inclinación hacia delante, pienso que como consecuencia de haber estado toda su vida dando martillazos sobre el yunque. Curtido por las arrugas de su cara de la que constantemente sobresalían restos de un cigarro liado, sostenido entre la comisura de sus labios. De complexión recia, de talla menuda pero de espaldas anchas que le conferían un vigor físico inigualable, vistiendo siempre con camisa blanca, chaqueta y pantalón negro de recia pana. Todo esto que os cuento aconteció en aquel pueblo donde se conservó una especie de romántico espíritu, acaso por corresponder a esos años libres de toda responsabilidad.
El motivo de que toda la familia nos trasladásemos a tan apartado pueblo obedecía a las labores de mi padre como encargado de obra, trayéndose entre manos la tarea de llevar el agua a las casas de todo el pueblo. Yo le oía decir a mi padre que la industria de la mina y las nuevas concesiones en barranco Malo, en el pueblo de Montalbán, darían mucho trabajo a los pueblos de la comarca que no estaban preparados para la venida de nuevos habitantes y que el alumbrado y el alcantarillado eran cosas muy necesarias.
Al pueblo, el río Martín lo ceñía arremolinadamente sus aguas por el único puente de cuatro arcos de ladrillo que unían el camposanto con las sinuosas callejuelas, partiendo las corrientes en dos brazos casi iguales por una isleta, amansando sus aguas al llegar a la poza de los Inocentes. Sus calles, de casas blancas, ascendían hasta la plaza donde un esbelto campanario de estilo mudéjar me invitaba a levantar la mirada, persiguiendo el violento vuelo de las golondrinas por entre los tejados.
A medida que las fuentes fueron dejando de suministrar el líquido elemento, objeto de efímeras conversaciones en encuentros diarios de mujeres, provistas de cántaros en sus caderas o sobre sus cabezas, yo hormigueaba por las calles tostadas por el sol en un afán por entrometerme en casas y vidas ajenas. Así descubrí la casa de la tía Pascuala, según se baja por el lateral del cine municipal, junto a una casa desmochada de tejado a causa de una bomba que un avión había dejado caer durante la guerra, dejándose ver el hueco de la escalera y todas las habitaciones de la casa. Lo mejor de la tía Pascuala eran sus meriendas de hogazas de pan regadas de vino tinto espolvoreadas generosamente de azúcar, y cuando me encontraba saciado, elaboraba bolitas de miga de pan y las hacía rodar despiadadamente hasta la entrada de un hormiguero.
Al abuelo Alejo lo conocí las mañanas de domingo, pues en aquel pueblo todos iban a misa, especialmente los acostumbrados y nutridos grupos de mujeres enfilando el camino de la iglesia con sus velos anudados a la barbilla y los misales bajo el brazo, yo, que aún no estaba obligado a esos menesteres, me acercaba al bar Las Vegas de la familia Bañeres, allí, el abuelo Alejo mataba las horas entretenido en sus partidas de brisca y animadas conversaciones.
Con mis escasos cinco años comencé a presentarme por la herrería donde el abuelo Alejo, algunas veces se ausentaba por tener que poner una reja en casa de alguien o arreglar el remolque de un tractor tirado en la vereda que sube a la era, lo que le confería ese carácter ambulante de los gitanos. Aquí tal vez sea necesario decir algo respecto a mi tamaño menudo, el cual me hacía pensar que nadie me veía si yo no me anunciaba a grito pelado, y por tanto consideraba que eran excusas suficientes para perderme por los altos ribazos del río para atiborrarme de las moras de los zarzales que crecían a ambos lados del sendero. Mi deambular era vigilado por el revoloteo de las libélulas y las mariposas, mientras un otoño empezado se manifestaba en las primeras lluvias sobre un río de caudal inflamado, disponiéndome en cuclillas, abriendo un ingente reguero de canales por los que me permitía derramar el agua hasta las choperas de los ribazos. Me guarnecía un techo de verde esplendoroso en el que se alzaban hasta el cielo vigorosos y rectos troncos con tornasoles áureos y plata. De repente llegaba la brisa de la tarde y el viento empezaba a refrescar, mensaje fugaz que anunciaba la necesidad de refugiarme en la casa. Aquellas tardes llegaba a pensar que el barro entraba en el interior de mi cuerpo a través de mis uñas, mientras que los puntapiés y bofetadas que religiosamente me propinanaban correpondían a las enérgicas y veloces extremidades que mi querida madre poseía.
Cómo olvidar aquellas crepusculares tardes, casi en las afueras del pueblo, pasar de largo por el café Ventura con las ventanas y las conversaciones abiertas camino hacia mi casa, con el corazón en la boca imaginando los improperios que recibiría de mi santa madre, ascendiendo las escaleras con una trabajadísima táctica de sobreesfuerzo de dos en dos y de tres en tres.
Otra cosa era la mula del abuelo Alejo la cual carecía de nombre, salvo cuando la acémila, camino del huerto, se cansaba y se detenía a rumiar las hierbas de la senda, era entonces cuando el abuelo comenzaba a golpearla con una vara y le gritaba ¡Mula torca, caminaaa! Subido a ella, yo pensaba que la forma de vengarse eran los golpes que de izquierda a derecha recibía de su vigoroso rabo sobre mis piernas. Ni el abuelo ni yo reparábamos en el fugaz marchitar de las flores que surgían a cada lado del camino hasta que llegábamos a una vieja higuera donde la mula se dejaba descansar. El abuelo se perdía por el plantío con unas alforjas y yo me entretenía en una pequeña acequia por donde siempre discurría un agua transparente en el que se pasaban las horas persiguiendo renacuajos y zapateros. Cuando el cansancio se apoderaba de mi menudo cuerpo me subía a la higuera que me regalaba unos sabrosos higos de leche.Con el inicio de la lectura de los autores clásicos comencé a procesar un respeto por los secretos que guardaba aquella maravillosa especie, de hecho los propios romanos creían que las invasiones galas del siglo II y I a.C. habían acaecido por el interés de los higos secos. Plinio el Viejo proporcionaba ciento once observaciones acerca de los higos en su Historia Natural, tanto para facilitar la evacuación como laxante, suavizar la garganta, bálsamo contra la picadura de avispa, incluso llegó a atribuir a Marco Apicio el método para agrandar el hígado de las ocas mediante la ingesta de higos secos. Desconocía el carácter fundacional que los helenos confirieron a la higuera, tal vez por la cualidad de poseer unas raíces profundas, como profundo era el odio que podía simbolizar dicho fruto. Catón el Viejo, en vísperas de la destrucción de Cartago -Cartago delenda est-, llevó un higo fresco a los miembros del Senado, diciéndoles que esa fruta solo había tardado dos días en llegar desde la eterna enemiga ciudad hasta la misma Roma.
Tempranamente aprendí que en el aula se aprende y se castiga. Cazar moscas y quitarles las alas para luego meterlas en mi plumier era algo que disgustaba a las monjas del colegio. Al salir de clase experimenté la primera de mis soledades en mis carnes y busqué refugio en un austero polígono, monumento de piedra blanquecina donde podía leer una interminable lista de nombres, a su lado, un manojo de flechas. No debí demorarme demasiado en aparecer por la herrería del abuelo Alejo. Me pasaba las horas embelesado por el fuego de la forja, por el el incesante martilleo y el salpicar de incandescentes escorias a cualquier lugar del recinto con el temor de que alguna de ellas se posase sobre mi piel. Entre la fragua y el yunque me afanaba por entender esa especie de oficio secreto y sus conocimientos que nadie como el abuelo Alejo controlaban y que hacían que le confiriera un estatus singular. Más aún cuando le pedí al abuelo Alejo que me fabricase un arco para cazar pájaros. Recuerdo aquella blanca rama de chopo cómo fue endurecida en la fragua con la maestría de quién conoce la resistencia y composición de los materiales
Era demasiado pequeño para recordar cuándo mi familia dejó aquel pueblo en el interior de la provincia de Teruel para descender a la mediterránea ciudad de Castellón de la Plana. Aun así, no recuerdo que durante aquella estancia en Albalate del Arzobispo fabricase amistad alguna. Mi mundo era mi familia y un baúl con tebeos de Jabato y el Capitán Trueno que heredamos de una familia gitana que abandonó aquel pueblo de un monótono repicar de campanas, de las alargadas sombras de las choperas sobre las pozas y remolinos del río Martín.
Tras el puente y tras una alongada carretera, quedaba el cementerio, donde decían habitaba una loca anciana, de la que sólo su pensamiento me hacía tiritar de terror. La familia Bañeres poseía el bar Las Vegas donde mi hermana la mayor echaba sus horas. Tenían el único taxi del pueblo y un taller donde en los grasientos y negruzcos engranajes de un torno astillé mi dedo, no siendo aquel dolor tan grande como cuando llegó la hora de despedirme. Abandonar el pueblo me dolió como nunca llegué a sospechar. Lloré amargamente sin interesarme el progreso que hacía que mi padre decidiera trasladarnos a un nuevo lugar que se llamaba Castellón de la Plana, una ciudad más grande decía donde encontraría muchos más amigos. A mí me importaba mi río, las casas blancas encaladas con añil, los maizales y las huertas de perales del abuelo Alejo, la era con su trilla, la poza de los Inocentes y su enloquecida corriente, el tañido de las campanas parroquiales, el reguero de boñigas de las vacas del Fermín o el reiterado canto de ranas y sapos de la alberca donde las golondrinas realizaban acrobáticos vuelos. Aquel me pareció el viaje más largo de mi vida.
El regreso a Albalate se produjo años atrás, cuando yo ya era un chaval de once años lo suficientemente crecido como para que las ingentes montañas con sus recias crestas recortadas sobre el horizontes y sus empinadas y largas calles se me empequeñecieran. Como con el corazón que se me hizo diminuto cuando me dijeron que el abuelo Alejo llevaba dos años ya muerto, y que su familia había decidido cerrar la herrería. Me tropecé con Pilar su hija.
—El pueblo, hijo mío, es un infierno. Desde que han comenzado a cerrarse las minas aquí no nos espera nada bueno- se llevó la mano a la boca bajando la voz hasta convertirse en un tierno susurro, en un triste lamento.

 

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