EL ABUELO – Patricia Municio López

Por Patricia Municio López

Mi abuelo llegó al mundo una mañana lluviosa de abril. Su madre, trabajadora incansable, más centrada en las labores del campo que en su abultada barriga, sintió un pinchazo tan intenso que le hizo caer de rodillas hundiendo su menudo cuerpo entre las hortalizas. Para
cuando quisieron socorrerla, la criatura ya berreaba con la fuerza y el ímpetu de un león.
Menor de siete hermanos, había dado a luz al vivo retrato de la supervivencia. Luchador empedernido, tenaz, alegre, pilar de una extensa familia.  Cierro los ojos y me veo agarrada a su fornido cuello, segura, orgullosa. Su risa. Me pierdo. El sonido del teléfono me trae a una realidad que me devuelve con brusquedad al presente. Apago al causante de mi sobresalto. Cojo aire. Esa respiración profunda me sienta bien, me reconforta. Estoy aquí, con él. Le observo. Me tomo unos segundos. Hoy le encuentro sereno. Un velo tenue le cubre los ojos, como si quisiera esconderse del mundo y vivir al otro lado, sumido en sus recuerdos. Le miro con ternura. Me gustaría indagar, pasear por su mente cogida de su mano, pero sé que no debo; tengo la sensación de que puede romperse en cualquier momento, como una bombilla en las manos de un crio. Estamos cerca de la ventana, él
en su butaca, yo en la de la abuela; por un instante me siento ella, quisiera serlo, las cosas serían distintas si ella siguiera aquí, dulce y mullida como las madalenas que hacía y que luego repartía entre nosotros.  Ella, que nunca las probaba, no fuera que se presentara
algún nieto y la pillara con la despensa vacía. Ella, bondad y dulzura.

Hace un ligero movimiento con la mano. Algo tiene entre sus dedos. Me aproximo, pero no me deja verlo. Carmen ha llegado hace un rato de la compra, la escucho trastear en la cocina. Cuida de él desde que falta mi abuela. Me levanto y voy a su encuentro, quizás ella sepa lo que esconde. Me saca de la duda al instante: es la figurita, la pastorcilla de vivos colores. Últimamente le acompaña a todas partes. Sonrío. En un pequeño trozo de barro está comprimida toda una vida. Una pequeña obra de arte que moldeó como tantas otras a lo largo de su existencia, a base de duro trabajo y grandes dosis de amor.
Llega Carmen con el café. En la bandeja, bien dispuestas, el cargamento de pastillas.
Parecen soldados decididos a lidiar una batalla. De un tiempo a esta parte se queja más de la pierna, va por temporadas.  La cicatriz profunda reclama atención a gritos.  Entre todas sus dolencias se abre camino arrogante y ufana el mal que marcó su vida y su maltrecho cuerpo.

A mi abuelo le atropelló un coche cuando era niño. Se le llevó por delante lanzándolo por los aires como a un muñeco de trapo. El golpe

fue tan terrible que temieron por su vida.
Tras numerosas intervenciones y largas noches en vela, su madre se lo llevo a casa en una desvencijada carretilla. Su pierna izquierda había sufrido daños irreparables. El pronóstico no era nada alentador, con suerte podría moverse ayudado de unas muletas qué, en el mejor de los casos, le acompañarían el resto de su vida. Eximido de sus tareas diarias en la huerta, buscaba como podía la sombra de un árbol, se sentaba apoyando su espalda en el tronco y sujetando su pierna torcida, lloraba de dolor y rabia. Cuando el sol se ponía, acudía su madre y le acunaba. Secaba sus lágrimas y le contaba historias que mitigaban su pesar y su angustia. Allí se cobijaba y se dormían; él enfadado con Dios, pensando que había sido un castigo divino, ella rezando con todas sus fuerzas para que su niño sanara en cuerpo y alma.

 

El olor del café le ha sacado de su letargo. Me mira y me ve por primera vez. Sé que no me dirá nada, nunca lo hace, a cambio me regala una sonrisa. Tenemos nuestro propio código, nuestra manera de comunicarnos.  Desde que está más malito, el silencio le custodia, se ha convertido en su refugio, un lugar donde estar cuando los demás hacemos ruido, una guarida desde donde ver el mundo sin tomar partido. Abre su mano y con un gesto delicado coloca la figurita sobre el mantel. Ahora somos dos las cómplices de su mutismo. Una pizca de barro entre un millar, una pastorcilla modelada con la destreza del que hace de su trabajo una pasión.

Cuando a mi abuelo le propusieron el trabajo en el taller de belenes, su madre pensó que se había obrado el milagro.  Que su hijo a los doce años pudiera aprender un oficio (a pesar de su discapacidad) era algo que superaba cualquier expectativa. La puerta del taller se abrió y con ella se puso fin a un periodo de profunda soledad. Un embriagador olor a tierra mojada le dio la bienvenida. Inspiró profundamente, cerró los ojos y su rostro se transformó en una amplia sonrisa. La vida le brindaba la oportunidad que su pierna lisiada le había negado, le abría la posibilidad de hacer de sus manos las auténticas protagonistas.
Sintió que pertenecía, lo supo desde el primer día, no quería estar en otro lugar, deseaba demostrar al mundo que aquel chiquillo de físico defectuoso podía ser el mejor, el más grande. Hundió sus manos en el barro y por primera vez en mucho tiempo sintió que estaba vivo.

Ha vuelto a dormirse, reposa la cabeza blanca y cansada en un extremo de la butaca.
Recorro con mis ojos la estancia tan conocida, tan mía, tan nuestra. Un montón de fotos decoran las estanterías. Instantes de vida encerrados en marcos. Imágenes atrapadas de momentos felices que el tiempo se ha encargado de arruinar. Un torrente de nostalgia me
turba. Me conmueve la pérdida de los que no están, del paso del tiempo.  En el centro, bien custodiada, la foto de mi abuela. Se muestra joven y alegre, ingenua ante un futuro que le vendrá cargado de dicha y de pena. Una vida de esfuerzo, de lucha intensa por su
familia. Mujer de infinita dulzura, trabajadora, sustento de amor.

El día que mi abuela entró en el taller, a mi abuelo se le paró el mundo. Sintió como todo su ser se estremecía. Para él, aquel sentimiento era completamente nuevo y embriagador.
Se había enamorado.  Ella, tímida y reservada, había sido seducida por un hombre de personalidad arrolladora.  Siete años habían transcurrido desde el día en que él había entrado en el taller, siete años que le había cambiado para siempre. Resuelto y trabajador,
destacó desde el principio entre sus compañeros.  Sus figuritas no sólo tenían técnica, tenían alma. Mi abuela aprendió a pintarlas, a darles vida. Fueron tiempos muy dichosos.
Unieron sus vidas en secreto, desoyendo las advertencias de los padres de ella que, llevados por la superstición, se hacían cruces pensando que lo peor para su hija casadera era un cojo. Huyendo de las amenazas y practicado lo que bien parecía un exorcismo, mi
abuela se preparó un hatillo y salió por la ventana con el único propósito de casarse con mi abuelo.  Pasaron cuatro días fugados y cuando regresaron, nada se pudo hacer.  La familia tuvo que claudicar.  Recogieron sus pocas pertenencias y se mudaron al taller.
Entre las paredes de aquel estudio forjaron la base sólida de lo que más tarde sería una amplia y sólida familia.
La vitrina de arriba es un santuario. Instantáneas de mi madre, recuerdo constante de una ausencia que marcó sus vidas. Fotos en blanco y negro a las que vuelvo cuando se instala en mi memoria su cara desdibujada.  La madurez vuelve a darnos la mano, regresa la necesidad de tenerla.  Siento la orfandad como una losa pesada.  La miro y la siento. Suspiro, cierro los ojos.  Me falta, me falta más que nunca.

Mi madre murió el día de mi cumpleaños. Una larga enfermedad sumió a todos en una profunda tristeza. Sus últimos días quedaron borrosos en mi mente infantil, ingenua, que poco podía entender de la pérdida.  En medio de la desgracia, una fecha. Mi familia decidió que una niña tan pequeña no podía quedarse sólo con una amarga despedida.
Rotos de dolor, con la dureza de la ausencia, celebramos mis diez apagados años. Aquel recuerdo ha ido creciendo en mi memoria.  Ahora, en la edad adulta y viéndolo con perspectiva, creo que ha sido el acto de amor más bonito que he vivido.  Me siento orgullosa. Soy fruto incuestionable de mis antepasados, de aquellos que me acompañaron de la mano por los senderos de la vida.

Un trueno lejano me despierta de mi letargo. En el horizonte, un pelotón de nubes negras y densas anuncian la tormenta. El viento viene cargado, arrastra las primeras gotas que golpean con ímpetu los cristales.  La lluvia se hace más densa, más dura, azota el gran
ventanal que emite un fuerte crujido que suena a lamento.  Cómplice del desenlace, se abre imponente y decidido.  Un profundo olor a tierra mojada inunda toda la estancia.
Presiento. Miro a mi abuelo.  Cojo su mano, helada, sin vida.  Hundo mi cabeza en su regazo. Un profundo sentimiento de abandono atraviesa todo mi ser.

Me abre la puerta el silencio.  Necesitaba volver, sentarme en su butaca, aislarme del ruido.  Sobre la mesa, olvidada, la figurita.  Me acerco y la tomo entre mis manos.  La observo de cerca.  En un lateral, con letra menuda, se distinguen unas letras. La beso.
Entre mis labios, bañado en lágrimas, el nombre de mi abuela.

 

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