EL AJORRADOR – Jose Carlos Torro Casanova
Por Jose Carlos Torro Casanova
Nací en la calle de “Les embogaores”, donde las mujeres, a la puerta de casa, trenzaban hábilmente sus manufacturas, sentadas en banquetas de enea. Casi en cada puerta había una “embogaora” y las charlas entre ellas amenizaban un trabajo en el que sus manos corrían con destreza hasta quedar listos los productos para la venta en el mercado de los lunes, desde aventadores hasta alpargatas, capazos o sillas de enea.
La calle no es que fuera estrecha, es que todas eran así. Había espacio suficiente para pasar un carro. ¿Para qué más? Serpenteaba conectando el Cantalar de San Carlos y el de San Vicente, dos calles que nacían en la calle Mayor y subían hasta morir en la parte alta del pueblo, donde en otros tiempos estuvo el convento de los dominicos y ahora solo quedaba un gran solar llamado Altet de San Joan.
Yo era el quinto de siete hermanos en una familia matriarcal. Creo que todos admirábamos y temíamos por igual a nuestra madre, una de las pocas que no se dedicaba a la enea. Bastante tenía con criarnos a todos y aguantar a un marido que se pasaba el día sentado a la puerta de casa mientras no venía algún amigo para pasar la mañana en la cantina. Mi padre era un hombre apocado en todos los sentidos y seguramente eclipsado por una mujer que brillaba con luz propia. ¿Qué atrae a una mujer de un hombre así? Mil circunstancias podrían haber ocurrido para que acabaran juntos.
La casa hacía esquina con calle de San Carlos, a donde daba el ventanuco del comedor, y arriba el balcón de la habitación de mis padres. El hueco de la escalera nos servía de refugio a los pequeños para juegos improvisados y la cocina era apenas un fogón para el carbón o la leña, en la misma estancia. En un rincón estaba el retrete, un simple agujero en el suelo cuyos residuos iban a parar directamente al río. En el primer piso estaba la habitación de mis padres, donde dormían ellos y los pequeños. Y cuando crecíamos nos pasaban a la habitación de los chicos. La de las chicas, que eran dos, era más pequeña pero también tenía un balcón que daba a la calle. Y arriba del todo estaba el “terrat”, una especie de azotea donde dejábamos la leña y mi madre ponía a secar todo tipo de frutas, verduras y carnes. Los colgaba del techo y el aire seco de montaña hacía el resto. Allí los olores se mezclaban unos con otros: los melones con los chorizos y longanizas; los tomates secos con las carnes, las calabazas en el suelo y si nos traían frutos secos, se quedaban en sacos y hasta ahí llegaban las ratas que agujereaban las cáscaras de las almendras y se comían el fruto, dejándolas vacías. Más de una vez vi a mi madre, escoba en mano, intentando cazar alguna.
Era una mujer corpulenta, o eso me parecía a mí. Casi tan alta como mi padre y más esbelta, imponía autoridad con su figura y sus maneras. Sus andares eran seguros y tajantes, su voz fuerte, y parecía mirar a todo el mundo con altivez. Nunca la vi rebajarse o sentirse inferior ante nadie. Al contrario, ella era la que llevaba siempre la voz cantante.
En los días de invierno, mientras preparaba la cena, los pequeños nos sentábamos en la alfombra de esparto con las piernas desnudas frente a la chimenea, y ella nos contaba historias que conocía o que se inventaba, y así nos mantenía callados y quietos. Mirarla me daba paz y sosiego.
En una de esas noches, una vez nos contó que el abuelo Sebastián era “ajorrador”. Al ver nuestras caras de extrañeza, nos explicó que se dedicaba a transportar leña para las casas. Se iba cada día con el carro vacío y volvía cargado con todo tipo de leña, desde la más fina hasta buenos troncos que cortaba con su hacha. A veces se quedaba una noche o dos a la intemperie, cuando se alejaba mucho del pueblo y el tiempo era bueno. Cuando llegaba, se metía por todas las calles gritando: “El ajorradooor, buena leña para dar calooor”. De muchas casas le pedían leña, pero él repartía primero a los señoritos, que eran los que mejor la pagaban, después para los demás y siempre se dejaba un resto para casa.
Un día, un fraile le pidió madera para hacer los techos de los edificios del nuevo convento porque él sabía dónde encontrar buena madera. El abuelo le dijo que eso suponía mucho trabajo y él tenía que atender primero a la gente del pueblo. El fraile no se dio por vencido y le dijo que, como no podía pagarle mucho dinero, le proponía un trato.
Mi madre dejó de hablar, simulando que atendía la comida, y nos dejó intrigados para ver si realmente nos interesaba la historia.
– ¿Qué trato le propuso el fraile, madre? – le pregunté.
– Ah, ¿pero estabais atendiendo? Bien, pues le propuso que si le traía la madera que le pedía, a cambio, sus hijos podrían estudiar gratis en el colegio.
– ¿Y quiénes eran sus hijos? – volví a preguntar.
– Pues el tío Sebas y yo.
– ¿Y fuisteis a estudiar al colegio?
– Pues no. El abuelo les trajo mucha madera y de lo prometido, nada. Un día fue a llevar al tío Sebas a estudiar y le dijeron que aquel fraile ya no estaba allí y ellos no sabían nada.
– ¿Tú querías estudiar, madre?
– Sí que me hubiera gustado, pero ese colegio es solo de hombres. Si una mujer quiere entrar ha de ser monja – me respondió.
Aunque no me di cuenta en aquel momento, esa historia se me quedó grabada a fuego e hizo que viera ese colegio como un enemigo. Era un colegio para los ricos del pueblo y también venían gentes de fuera que se podían permitir dejar a sus hijos para estudiar y dormir. Allí iban hijos de barones, vizcondes, condes y marqueses. Yo pensaba que los frailes enseñaban a los pobres, pero veía que no era así. El que podía pagar aprendía y el que no, a trabajar.
Yo fui a la escuela de don Leandro hasta los diez años, el tiempo suficiente para aprender a leer, escribir y hacer cálculos sencillos. Con eso se conformaba mi madre. Lo demás, como la literatura, la ciencia o la botánica, no servía para nada. Eso es lo que me decía ella y yo lo aceptaba porque no sabía de qué hablaba.
La mejor época del año para mí era el verano. Los campos olían a frutas, las calles se llenaban de gente, los niños no teníamos colegio y los medieros de las fincas del alrededor, como conocían a mi madre, nos traían sus mejores manjares.
Aquel año estaba ansioso por acabar las clases porque el verano estaba llamando a las puertas y eso significaba diversión en el Altet de Sant Joan. A él fluían varias calles desde donde acudíamos los amigos. No recuerdo los juegos pero me pasaba el día corriendo y riendo. El cuerpo de un niño necesita moverse y así pasábamos los días hasta que el cansancio de la noche nos hacía volver a casa después de mil aventuras.
Mis hermanas siempre andaban atareadas entre la cocina, las habitaciones y la mesa. ¡A lavarte! Me gritó mi madre en cuanto me vio entrar y salí corriendo a la fuente, para aliviar de paso el sudor que llevaba en el cuerpo. Aunque en casa había baño, no me gustaba, lo veía todo muy complicado con el jarrón y la jofaina y prefería bañarme en la fuente, sobre todo en verano, y hacer las necesidades en cualquier rincón de la calle. Total, no se notaba porque siempre había alguna al lado.
No era costumbre que cenáramos los pequeños, por tanto, en cuanto llegaba por la noche, después de lavarme me subía al cuarto, me asomaba al balcón y oía charlar a los vecinos. Después salían mis padres. Las mujeres hacían corro ente ellas y los hombres, a su lado, asentían y daban caladas a sus cigarrillos liados a mano. El fresco de la noche y el murmullo de las conversaciones eran letales para mí y a veces me quedaba dormido sentado en el suelo del balcón. Al día siguiente me despertaba en la cama, arropado con las sábanas, al lado de mis hermanos que todavía dormían.
Una mañana me fui con los amigos, cruzando acequias, a buscar el bancal del tío Pastor, que lo tenía lleno de melones, y el del tío Casimiro, que estaba al lado con melocotoneros y uva. Éste tenía un pequeño refugio de aperos y era arriesgado porque a veces andaba dentro y salía a por nosotros. El tío Pastor, si no lo veíamos, podíamos estar tranquilos que no vendría. Cogimos un melón y lo partimos contra una piedra. Comer el melón así a veces me daba cagaleras y más de una vez habíamos dejado el recado al lado de las cortezas del melón. Pero esta vez, acabando el melón vinieron los de San Antonio, que eran algo mayores que nosotros, y nos liamos a pedradas con ellos. Con eso no contaba y tuvimos que retirarnos a toda prisa.
Propuse a los míos ir al río, por debajo del puente nuevo, yendo por delante de mi casa. Nos fuimos corriendo en el preciso instante en que salía mi madre por la puerta. Con un gesto de la cabeza me dijo que la acompañara y no lo dudé un segundo. Dejé a mis amigos que siguieran corriendo y me fui detrás de ella. Yo miraba atrás esperando a los de San Antonio, pero para mi sorpresa, nunca llegaron. Se habían conformado con tirarnos piedras y hacernos desaparecer. ¡Los muy cabrones! Me tranquilicé y seguí el paso detrás de mi madre.
Bajamos desde la calle de San Carlos a la calle Mayor, salimos a la plaza Concepción y nos dirigimos al puente nuevo. Hacía unos años que lo habían terminado y eso permitía no tener que bajar por el puente, que ahora llamábamos viejo, para salir del pueblo por la Cantarería. Yo iba detrás de ella saltando y jugando, entreteniéndome con matorrales y piedras, teniendo que acelerar el paso de vez en cuando para alcanzarla, porque el suyo era firme y constante. No le pregunté dónde íbamos ni por qué, porque pronto iba a saberlo. El sol de verano golpeaba nuestro camino, que se veía salpicado por algún carro tirado de caballo o por algún burro del que tiraba el amo. El olor en la calle era de animal, de estiércol, de campo y de aire puro, algo que pensábamos que sería para siempre. El río, caudaloso, pasaba silencioso bajo nuestros pies y desde allí pude ver a mis amigos bañándose.
Siguiendo el camino después del puente, entre bancales, se alzaba majestuoso el nuevo colegio, convento de los franciscanos, mi enemigo desde que mi madre nos había contado la historia del abuelo Sebastián. Cuando jugaba con mis amigos lo veía desde el río y nunca me había acercado tanto. Ahora lo tenía encima y estaba claro que íbamos a parar allí.
Ella seguía su paso, giró a la izquierda para acceder al edificio y entramos por la única puerta que había abierta. Un portero cerraba el paso para no dejar pasar a nadie. Ni falta que nos hacía, pensé. Ella preguntó por alguien y esperamos un momento, hasta que apareció un hombre.
– Este es mi hijo – le dijo al hombre.
– ¿Cómo te llamas, chaval?
– Carlets – respondí.
– Bien, vamos a trabajar. Se queda a comer aquí. Volverá a casa esta tarde.
De esa forma tan fría me dejó mi madre con Facundo. Fue tan de repente que no tuve tiempo de hacerme a la idea de lo que estaba pasando. Pero siempre pensé que eso era obra del abuelo Sebastián, el ajorrador.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024