EL BAILE DE LAS GAVIOTAS – Isabel Rey-Stolle Fernández

Por Isabel Rey-Stolle Fernández

Noe vivía en una pequeña casa con vistas al mar. No era gran cosa, de no ser por las vistas nunca se habrían fijado en ella, pero desde el primer momento en el que entraron y observaron el gran ventanal frente al océano, jamás volvieron a marcharse de allí.

Ella y Jacobo habitaron durante veinticinco años en aquella casa de piedra, rodeados de eucaliptos que con el tiempo crearon un manto en el cielo, tan idílico, que resultaba imposible pensar que un lugar semejante no estaba sacado de un cuento de hadas. Desde el primer día que se mudaron allí, cada tarde tras volver del trabajo, la pareja se sentaba en la terraza a la sombra de los árboles, con el mar de fondo y el delicioso baile de las gaviotas regalándoles un espectáculo que nunca se cansaron de contemplar.

Ahora Noe se sentaba sola, y cada día se enfadaba más con las gaviotas por seguir con su actuación como si todo permaneciera igual. Jacobo ya no estaba: un terrible accidente doméstico les obligó a separarse demasiado pronto, y ella aún no podía creerlo. Añoraba sentir su mano acariciando su piel mientras se quedaban horas admirando el paisaje, o la repetitiva melodía que acostumbraba a silbar cuando se mostraba contento. Poco recuerda de aquella fatídica noche, pero jamás olvidará el momento en el que regresó sola a casa, sin él.

Al cabo de dos meses lo sintió a su lado de nuevo. Al principio pensó que eran imaginaciones suyas o que el dolor la estaba volviendo loca, pero a medida que pasaban los días y el fantasma de su marido se hacía cada vez más evidente, Noe lo tuvo claro: Jacobo no se había ido.

Este inusual acontecimiento permitió a Noe lidiar con la pérdida de una forma bastante más llevadera. Es verdad que Jacobo ya no estaba físicamente presente, pero se hacía notar cuando ella más lo necesitaba, y eso la ayudaba a seguir adelante. Los domingos que había fútbol lo veía sentado en su butaca, como si pudiera observar la pantalla y analizar cada jugada como hacía en vida. Noe se aproximaba y procuraba no hacer ruido para no asustarle, se acomodaba a su lado y no prestaba atención al partido, lo miraba a él. No podía   dejar de mirarle; le parecía tan real que quería tocarle, abrazarle y besarle. Quería sentarse en su regazo y darle las gracias por cuidarla tanto, porque si Jacobo seguía allí junto a ella, era precisamente para no dejarla sola en esa casa que ahora se le antojaba demasiado grande.

Poco a poco Noe se acostumbró a esta nueva forma de tener a Jacobo a su lado: no era la ideal, desde luego, pero al menos seguían juntos y ella   se lo agradecía en lo más profundo. La primera vez que lo escuchó hablar se emocionó muchísimo, riendo y llorando al mismo tiempo, Noe se maravillaba al oír el característico “mecachis” o “será posible…” que su marido repetía constantemente. Claramente no eran palabras dirigidas a ella, ya que estaban sacadas de contexto, pero cada vez que las escuchaba rompía a reír y a llorar de nuevo, pensando en lo fascinante y cruel que resultaba ser la vida en ocasiones.

Noe sintió cómo Jacobo se hacía más fuerte con cada vuelta al sol. Los meses pasaban y su presencia en la casa era tal que por las mañanas el aroma de su espuma de afeitar quedaba impregnado en el baño, y por las noches, al otro lado de la cama, el sonido pesado de su respiración no cesaba. Cuando Noe movía algún mueble de sitio, al día siguiente se lo encontraba en su lugar original, y los sonidos de pasos y voces que en ocasiones la

 

sorprendían, eran ahora tan fuertes que le provocaban temblores que no se detenían hasta el día siguiente. Así fue como Noe averiguó que a medida que el aura de su marido se hacía cada vez más luminosa, su vida se estremecía y menguaba cada hora. Estaba cansada, demasiado delgada y se sentía muy sola; porque a pesar de que ella podía verle a él, no parecía que a él le sucediera lo mismo con ella.

Una tarde, sentada en la terraza, la viuda se asustó al no ver las gaviotas volando como cada día. Divagando sobre dónde se habrían metido los dichosos pájaros, un pensamiento comenzó a rondar por su cabeza: si su espectral marido seguía absorbiéndole así la energía, su final estaba cerca, podía sentirlo en sus entrañas revueltas y en sus doloridos huesos. Y si eso sucedía, y Jacobo conseguía arrastrarla hasta el abismo, ambos quedarían atrapados en la casa para toda la eternidad. Su misión como espíritus consistiría en atemorizar a cada nuevo propietario hasta que ya nadie quisiera vivir allí. La casa se caería a pedazos y los dos vagarían entre polvo y sábanas viejas con el simple entretenimiento de ver el tiempo pasar. Y ya nadie volvería a ver jamás bailar a las gaviotas.

Esta vital revelación le dio a Noe las garras que le hacían falta para aferrarse a la vida como nunca antes lo había hecho. No podía permitir que su marido, y por ende ella también, se quedaran presos allí para siempre. Necesitaban pasar página, asumir la pérdida, y decir adiós. Era el momento de intentar contactar con Jacobo.

Esa misma noche la imagen del fallecido se proyectaba en la butaca, con su mirada fija en una pantalla que en ese momento permanecía apagada. Noe se acercó y, esta vez, sí intentó tocarle, moverle y chillarle. Probó por todos los medios que se fijara en ella, pero el fantasma no se inmutaba; no respondía. Noe hizo tanto ruido que dio las gracias al cielo por vivir en una casa aislada y no en un bloque de pisos, ya que seguramente alguien hubiese llamado a la policía, preocupado por semejante escándalo. Las fuerzas comenzaban a flaquearle de nuevo y el miedo se apoderaba de ella con cada grito. ¿Cómo podría haber estado tan ciega? Si tan solo hubiese intentado comunicarse con él antes, Noe se habría dado cuenta de que algo no iba bien. Jacobo se había convertido en un ente sin sentido ni propósito, y si no conseguía poner fin a esa situación pronto, ella también se vería prisionera de ese tormento.

Lo siguiente que se le ocurrió hacer era lo primero que se hubiese puesto en práctica en cualquier película de terror de esas que le gustaban tanto a Jacobo: la ouija. Noe no creía en esas mamarrachadas, pero en esos momentos estaba dispuesta a intentarlo todo. Dejó la habitación a oscuras y encendió unas cuantas velas que tenía guardadas por si alguna vez se iba la luz en casa. Escribió el abecedario en una hoja de papel grande y las palabras “Sí” y “No” justo debajo. Creyó recordar que en esas películas utilizaban un vaso como nexo de unión entre los dos mundos, por lo que se dirigió a la cocina y cogió el primero que encontró. Situó el vaso en el centro de la hoja y posó las yemas de sus dedos sobre el mismo. Noe se concentró, respiró hondo, y preguntó: “Jacobo, ¿estás ahí?, ¿puedes oírme?”. Tras largas horas de preguntas sin respuesta, la viuda se rindió, quedándose dormida justo encima de la palabra “No”.

Una mañana, con los músculos entumecidos y la piel agrietada, Noe se despertó con cierta esperanza. La noche anterior había encontrado en internet una tienda de ocultismo situada en el centro de la ciudad, regentada por un supuesto médium que esperaba que pudiese ayudarla. Cogió así el primer autobús de la jornada, con la ingenua ilusión de encontrar por fin la ansiada respuesta a su problema. Cuando entró en la tienda, Noe se quedó estupefacta: no

 

sabía de la existencia de tantos objetos, libros y remedios que podían acercar a un vivo al mundo de los muertos.

—Qué madrugadora es usted, señora. No ha pasado ni un minuto desde que he abierto la tienda—el dueño del local la miró a los ojos, quedándose absorto durante varios segundos que a Noe la resultaron especialmente incómodos—Su aura es gris como un pájaro sin alas. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

A Noe la perturbó ese comentario fuera de lugar, pero decidió no darle importancia. Le contó al joven ocultista todo sobre la muerte de su marido, sobre su presencia en la casa y la posterior revelación que la había llevado hasta allí. Le detalló cada intento fallido por contactar con él, y con lágrimas en los ojos, le suplicó una solución.

El joven se quedó pensativo durante varios minutos. Cerraba y abría los ojos de manera intermitente, negando y asintiendo para sí mismo a partes iguales. Noe estaba confundida y su impaciencia apremiaba. Por fin, comenzó a hablar:

—Me temo que si después de todo eso su marido sigue sin dar respuesta, yo no tengo nada aquí que pueda ayudarla, señora. Lo siento, pero no se puede obligar a escuchar a los muertos.

Noe salió de la tienda derrotada y cansada, viendo cada vez más clara la única solución posible que pondría fin a su desdicha. Para el momento en el que llegó a su casa, Noe estaba decidida: no podía contar con Jacobo, por lo que ahora su destino, y el de su marido muerto, dependían solo de ella.

Se dirigió a la cocina y cogió el utensilio que necesitaba. Con él en la mano, caminó hasta el salón y se acomodó en la butaca de ver fútbol de Jacobo. Notó cierto calor al sentarse, como si alguien se hubiera levantado del mismo para dejarle el asiento a ella. Noe pensó que era la primera vez que se sentaba en ese sillón antiguo y desgastado, y no pudo más que sonreír ante la idea de que esa sería también la última.

Se fijó que desde ese lugar el mar se veía perfectamente a través del gran ventanal que tanta impresión les causó la primera vez que entraron en la casa. De forma inesperada, una gaviota se posó en la barandilla de la terraza. Supo que era una gaviota por su forma de moverse y su morfología inconfundible, pero esta gaviota era gris como un día nublado de invierno. Noe recordó las palabras del médium y un escalofrío le recorrió la espalda. La gaviota no dejaba de mirarla, sus ojos se posaron en los de ella y tras un gesto que parecía un asentimiento, la gaviota se dejó caer.

Noe cerró los ojos, asintió en silencio hacia la gaviota estrellada, y asió el cuchillo. Se hizo una profunda incisión en su muñeca izquierda y dejando la sangre brotar, esperó su muerte.

Y fue precisamente esa decisión de terminar con su vida lo que hizo que ambos fueran libres de nuevo. En el preciso momento en el que el alma de Noe traspasó fronteras, arrancó a Jacobo de su letargo, empujándolo hacia una luz que solo los locos son capaces de encontrar.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

Deja una respuesta

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta