EL BUEN HIJO – Mª del Carmen Sánchez Avila

Por Mª del Carmen Sánchez Avila

Nunca pensé que pudiera quitarle la vida a mi amada madre, pero así fue. Desde entonces no he podido conciliar el sueño. Estas páginas son sólo una forma de aliviar mi conciencia.

Soy huérfano de padre desde que tengo uso de razón. Mi madre me dijo que murió de una terrible enfermedad, pero yo nunca lo creí. Incluso ahora pienso que se marchó un buen día y no volvió. Me gusta imaginarlo así, nunca he soportado ver sufrir a la gente, y pensar en mi padre postrado en una cama se me hace insoportable. Siempre he vivido pegado a mi querida madre; cuando era pequeño porque no tenía más familiares que ella y, después, porque el vínculo era más fuerte que mi propia voluntad. Crecí con la única y exclusiva presencia de mi madre y ella fue todo mi mundo hasta bien entrada la madurez.

Nos costó mucho salir adelante, solo teníamos un pequeño negocio que apenas nos daba para vivir. No tenía prácticamente amigos y los que tenía lo eran sólo porque mi madre me obligaba a salir de casa. Pero no pasaba fuera más de lo que duraba un partido de canicas con mi amigo Pedro, con quien me sentía especialmente cómodo. Siempre encontraba una excusa para volver enseguida junto a ella. Iba de la escuela a casa, sin entretenerme con nadie. Sin embargo, en la pubertad, cuando empezaba a despertar en mí el deseo sexual, comencé a salir más. De hecho, empecé a fijarme en una chica, Sara, y buscaba su compañía por el solo placer de mirarla y oírla hablar.

-Antonio, parece que la Sarita te hace tilín -me dijo un día mi madre, intentando sonsacarme si había algo más.
-Sí, madre, pero para mí la mujer de mi vida eres tú.
-¡Qué tontería, Antonio! Ve y busca una buena mujer, yo no estaré en este mundo siempre y, además, no quiero que estés pegado a mis faldas todo el día. Sal y diviértete.

Mi madre siempre fue una persona extrovertida, desbordaba simpatía. Su perenne sonrisa y sus ojos chispeantes me hacían muy difícil alejarme de su lado y no volver a ella cuando estaba lejos. Su forma de ser fue cambiando mi carácter, antes introvertido y huraño. Yo también quería convertirme en alguien con quien diera gusto estar. No tendría la personalidad atractiva de mi madre, pero lucharía por parecerme algo a ella. Me gustaba mucho su compañía, disfrutaba de su conversación, era una mujer adelantada a su tiempo y tenía la sabiduría de quien ha vivido experiencias y vicisitudes difíciles.

Comencé a salir más y a hacer amigos, me esforcé en cultivar una buena amistad, como decía mi madre. Pedro y yo nos hicimos inseparables. Y sobre todo comencé a ver con más frecuencia a Sara, pasábamos juntos las tardes del domingo hablando de nuestras cosas. Estaba muy a gusto con ella y no pensé que esperara más de mí. Era una chica muy viva, muy alegre, con ganas de comerse la vida a dentelladas.

-Antonio, ¿cuándo vas a dejar de estar bajo las alas de tu madre? Tienes dieciocho años y yo soy tu primera novia. ¡Qué digo novia, si parecemos únicamente amigos! ¿No tienes ganas de algo más? -me espetó ella un día.
-¿De qué más, Sarita? Estamos muy bien así -le dije, aunque ahora soy consciente de que me faltaba algo en ella, algo que a mí en aquel entonces se me escapaba. Ahora comprendo que buscaba en ella una copia exacta de mi madre.

Me rozó el antebrazo y subió su mano despacio hasta mi nuca. Sentí un cosquilleo extraño pero agradable. Sus labios carnosos se acercaron buscando los míos y, sin darme cuenta, como un acto reflejo, me apresuré torpemente a juntarlos con los suyos. Fue un instante, un momento de placer absoluto. La abracé con fuerza, me asustaba ese sentimiento que estaba aflorando en mí. Ella se desembarazó y comenzó a desnudarse, pero la detuve al instante, era una traición a mi madre y no podía consentirlo.
-Perdóname, Sarita, pero acabo de acordarme de que le dije a mi madre que le ayudaría a preparar los pedidos -le dije, aunque me di cuenta de que era una torpe excusa.

A raíz de aquello, Sara empezó a distanciarse de mí. La llevaba a fiestas y le compraba regalos que ella adoraba, pero no conseguí retenerla a mi lado. Un buen día la vi de la mano de un chico y supe que todo había terminado entre nosotros.
-Antonio, tienes un problema, háztelo mirar -me dijo Sara al pasar junto a mí.
-No me has comprendido, Sara -le contesté a modo de disculpa.
-O estás muy enmadrado o a ti te gusta más Pedro que yo, Antonio. Resuélvelo, yo no estoy para perder el tiempo.

Después de ese encuentro me quedé angustiado, nunca había pensado en mi amigo Pedro de esa forma. Creía estar seguro, pero al oírlo en boca de Sara me asaltaron las dudas, y me asusté. Mi madre siempre me decía cuánto le ilusionaba verme casado y tener nietos revoloteando a su alrededor. «¡Y cuantos más, mejor, Antonio, los niños son una bendición!», me decía entusiasmada con su voz cantarina. Como ocurre con las cosas que me han dado miedo en mi vida, lo dejé en un rincón de mi memoria, ya lo resolvería más adelante. Me centré en mis estudios y en ayudar a mi madre en el negocio y me olvidé de vivir. Me llenaba verla a ella contenta, feliz. De vez en cuando me preguntaba si no había conocido a alguna chica en la universidad, le preocupaba que pasada ya la treintena no tuviese aún ninguna novia. Mi respuesta era siempre la misma: «¡Tú eres la mujer de mi vida, madre! ¡Y así soy muy feliz!». Una tarde, la oí hablar con una de sus amigas.
-Estoy preocupada por Antonio. No tiene novia aún y ya es hora de que forme una familia, Rosalía. Yo me voy haciendo mayor y no quiero que se quede solo en este mundo.
-Está tan metido en sus estudios que no le da tiempo. Aunque, Mercedes, ¿no será que no se le ha olvidado la Sarita? A veces pasan esas cosas, a mi Julián le costó mucho olvidarse de la Marian cuando le dejó. Pero en el caso de Antonio ha pasado mucho tiempo, es raro, sí.

Esa conversación hizo que rebuscase en ese rincón de la memoria donde dejé el tema guardado. ¿Y si a mí en realidad me gustaba Pedro? Hacía por verle casi todos los días, aunque nuestras vidas tomaron caminos diferentes. Él trabajaba en un taller mecánico y yo era profesor ayudante universitario y estaba haciendo el doctorado. De nuevo, volví a sentir esa inquietud que me producía una buena dosis de ansiedad.

Como si el destino hubiese presentido mi angustia, una mañana de abril se incorporó al departamento Paula, una nueva becaria. Cuando la vi aparecer pensé inmediatamente que estaba viendo a mi madre de joven: el mismo pelo, la misma sonrisa, la misma voz cantarina. Me quedé prendado de ella al momento, su simpatía me envolvió y me sentí flotando cuando estuvimos hablando de nuestros respectivos trabajos. No podía creerlo, ¡era la viva imagen de mi madre! Nos gustamos el uno al otro enseguida, pero tardé mucho tiempo en amar a Paula y no a la imagen de mi madre. Tuvimos innumerables discusiones porque -ahora lo comprendo- yo quería que hiciese las cosas como las hacía mi madre. Ella, con paciencia infinita, siempre me hablaba de la necesidad de despegarme de la figura materna. Buscaba siempre ayudarme con “mi problema”, decía. Aunque yo -pensaba- no tenía ningún problema. Comencé a desarrollar mi verdadera personalidad, incluso resolví los problemas que tenía sobre mi sexualidad. Todo parecía marchar bien, hasta que un día, oí a Paula charlar con su madre por teléfono.
-No, sí, si es muy majo y yo lo quiero mucho, pero me está costando un mundo separarlo de su madre. ¡Están pegados el uno al otro como las dos valvas de una ostra!
Aquello me supuso un mazazo del que me costó reponerme. Volví a encerrarme en mí mismo y, aunque exteriormente seguí siendo la misma persona, algo se me rompió por dentro.

Y así fue pasando mi vida hasta que un día mi madre me dijo que quería hablar conmigo. Muy sabiamente esperó a que terminase de defender mi tesis doctoral para darme la noticia.
-Antonio, ven, siéntate, tenemos que hablar.
-Si es de Paula, no te preocupes, estamos muy bien. Tienes que estar tranquila, pronto le pediré que se case conmigo -le dije, por si era ese tema del que quería hablar y que yo no quería tocar.
-Me da mucha alegría, Antonio. La Paula es una buena mujer y te quiere. Pero no es de eso de lo que quería hablarte.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si intuyese una mala noticia. Y así fue.

-Sabes que he estado yendo al médico este tiempo atrás ¿verdad? No quiero que te angusties porque esto es ley de vida, hijo. Tengo cáncer en estado avanzado.
Me cubrí la cara con las manos y lloré de forma incontrolada. Me abrazó y, acariciándome la cabeza, dejó que fuese asimilando la noticia.
-No te preocupes, hijo, yo te cuidaré allá donde esté.
-No quiero que sigas hablando así, madre, hay tratamientos… Te buscaré los mejores médicos de aquí o de fuera, ¡los mejores!

-Antonio, Antonio, escúchame por favor, lo que tengo que decirte es importante, no me interrumpas. Es ley de vida, hijo, mi hora se acerca. Y estoy tranquila. He cumplido mi misión en este mundo. Tú ya eres un hombre hecho y derecho, con una chica a tu lado, que espero que pronto sea tu mujer, y con un buen futuro profesional. He tenido la suerte de tener un hijo bondadoso, trabajador, sensible y responsable. Ahora quiero pedirte algo. Sé que es difícil, pero por este gran amor que me profesas sé que no te negarás.
-Madre…
-Escucha. Quiero morir en casa, Antonio, no quiero ir a ningún hospital a que me acribillen a pinchazos y a tratamientos que no me van a salvar.
-Pero madre…
-Y cuando esté cercana mi partida, quiero pedirte que alivies mi sufrimiento, porque tendré un dolor insoportable.
-No te entiendo, madre.
-Quiero que me prometas que me ayudarás a dejar este mundo antes de que el dolor me consuma y la desesperación se apodere de mí.

La miré incrédulo, mi corazón se hundía en un pozo de desesperanza, no podía creer lo que me estaba pidiendo. Me relató con pelos y señales cómo quería que actuara cuando me dijera la frase fatídica: “Antonio, ha llegado mi hora”. Intenté convencerla una y mil veces sin ningún éxito y finalmente consiguió sonsacarme la promesa, sin estar nada convencido de que pudiera llevarlo a cabo.

Pasaron los días, yo vivía como un autómata, con los sentimientos anestesiados y el alma dormida. Veía cómo mi madre empeoraba por momentos. Ya no se valía por sí misma, yo era sus manos y sus pies, hasta que finalmente no pudo salir de la cama. Comenzó a tener unos dolores terribles, insoportables. Incluso Paula me intentó convencer de llevarla al hospital, aunque ella no quisiese. Pero mi determinación por llevar a cabo los deseos de mi madre era más fuerte que cualquier buen razonamiento. No podía verla sufrir así, y entendí su petición.

A los pocos días, mi madre supo que había llegado su hora. Me pidió que le llevase una taza de té con tres terrones de azúcar, como a ella le gustaba. Cuando terminó de tomárselo, me miró y me dijo: “Antonio…”. No hizo falta que completara la frase. La miré y sabiendo que mi vida también se iría con ella, le contesté: “Te quiero, madre”. Cogí la inyección que ella ya me había preparado y se la inyecté, como si mi voluntad hubiese quedado anulada. Cerró los ojos y me dijo: “Gracias, Antonio, sabía que eras un buen hijo”.

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