El CAMINO A LA CUMBRE – Inma Ramos

Por Inma Ramos

Decía que se casó por salir de casa, por ayudar en la precaria economía familiar, pero tampoco eso era la pura verdad, ni siquiera un poquito. Tengo la certeza, por relatos paralelos de familiares y conocidos, de que su infancia fue feliz, dura sí, por eso de las tensiones económicas, pocos regalos ( o ninguno, aunque sé que evocaba una pistola recortada en jabón y pintada de rojo para su hermano pequeño), pero recibía toda la adoración de su padre y la atención de su madre para hacerla una señorita de bien. Grandes ambiciones movían a esa madre, ama de casa hasta la médula, por más señas, esposa solícita de un austero guardia civil.

Desde la ventana de su infancia se veía el volcán, una extinta mole gris rojiza que se elevaba casi como una pared. La cumbre de la cadena volcánica estaba más allá, pero la verticalidad de la isla hacía de los caminos y senderos una auténtica pesadilla. Cerca de casa estaba el molino, pero cerca eran tres mil metros de caminar entre belesas bajo el sol con el grano para moler y obtener el preciado gofio, base de la alimentación canaria. En septiembre, pisaba las uvas con deleite para sacarles todo el jugo precursor del vino de malvasía que el abuelo guardaba en enormes barricas. Creció en aquel recóndito lugar obsesionada con la pared que la hacía sentir constreñida, la altura que la atraía y el vasto horizonte del océano azul que la llamaba a huir, mientras ella, dulce e inocente, le dedicaba a la inmensidad del agua largas horas de canciones infantiles, sentada en el suelo del porche.

Estudiar era el velero, las alas, la ansiada puerta a ese algo más que la llamaba desde la más tierna infancia. No era una imposición, era una necesidad acuciante de demostrar su valía, su capacidad, su orgullo por ser siempre la primera. Uniformes primorosamente almidonados fueron la aportación materna a un estricto colegio de monjas, austeras pero elitistas, aduladoras de niñas bien. Ya no residían en la pequeña isla. Con los sucesivos traslados de su padre, fueron yendo de isla en isla hasta llegar a la más grande del archipiélago. Su padre aportó el esfuerzo económico, el gesto autoritario y la ternura que le inspiraba, para que ella quisiera darle, con sus éxitos escolares, una satisfacción que le hiciera sonreír, aunque fuera parcamente. Su padre, ese padre al que ella adoraba con un tinte de síndrome de Electra, era menudo, de piel aceitunada, portador de un frondoso bigote pulcramente recortado y grandes entradas en las sienes. Su madre, por el contrario, con la que la relación no se depuró hasta la despedida final, era grande, alta, ancha de espaldas y generosa de busto, con una densa y rubia cabellera. Destacaban en su cara unos bonitos ojos de color miel y labios profusamente pintados de carmín. Tanto su padre como su madre estaban dotados con una buena dosis de carácter, pero permanecían siempre, y murieron también, aunados ante Dios y ante la vida, sin fisuras.

Con los sobresalientes y los conocimientos, vinieron la avidez lectora y las ensoñaciones que la evocaban lejos de las islas, en un mundo más abierto, más amplio, que la dejase respirar y ser ella en plenitud, un mundo que aparecía en sus ensoñaciones, pero que ignoraba si existía en realidad. Eran años de lejanía física, pero también de olvido, las islas evolucionaban terriblemente despacio en relación a la España peninsular, territorio de godos.

En algún momento, alguien me contó que el amor adolescente le nubló ese paisaje, pero un límite físico de realidad materna, a la usanza de la época, la devolvió al camino marcado. Una senda que siempre ha estado ahí, como la columna vertebral de su existencia.

Llegado el momento de acceder a estudios superiores parecieron elevarse nuevos límites, había estudios apropiados y otros no. “¿Cómo que quieres ser médico?, eso no es para mujeres, eso tu hermano, tú has de estudiar otra cosa”, fueron las indicaciones paternas. Sus infantiles ilusiones sufrieron un momentáneo traspiés, pero se sobrepuso, aprovechó el tiempo con estudios de Magisterio y en cuanto su hermano estuvo en edad de acompañarla a la Universidad, a ese mundo más allá de ese vasto océano, partieron juntos.

Días de navegación eran el comienzo de su ascenso vital, pasito a pasito, lento pero seguro. Llegados a la península, Salamanca les abrió sus puertas. Dicen que “donde Dios no da, Salamanca no presta”, pero ellos no necesitaban préstamos intelectuales, aunque los económicos les habrían ido de perlas, ya que el presupuesto era muy parco, casi inexistente. Conocedores de la línea de vida que se les ofrecía, se asieron a ella y se esforzaron al máximo para sacar adelante el curso, no había alternativa, la vía de regreso era inexistente. Ella, gracias a su natural belleza, deslumbró y se vio rodeada de admiradores con los que salir a tomar cañas y tapas desde los primeros días. Descubrió que le encantaba ser el centro de atención, y que eso la hacía sentir fuerte y poderosa, capaz de todo. El hermano, más retraído, aunque alto y guapo, tuvo una entrada social más lenta, a remolque de su afamada hermana, pero se resarció con los años y desarrolló la capacidad de ejercer un poder fatal sobre las mujeres. Y los profesores, esos, esos también cayeron rendidos a su belleza y ansiaban que quisiera hacer de auxiliar en sus cátedras, solo por el goce de verla pasar con las carpetas en la mano o ser agraciados con su amplia sonrisa.

No he descrito bien su morena belleza, es fácil y difícil al mismo tiempo: rasgos marcados de canaria de raza, ojos y cejas negras, profusas pestañas, pómulos altos, frente despejada, abundante cabellera, rasgos y cuerpo cincelados a la perfección, como de estatua griega.

Entonces hubo un cambio inesperado: apareció un anodino muchacho de Madrid, que se dedicó a cortejarla y le propuso matrimonio en cuestión de meses. Para sus padres no era opción, pero ella vio un salto en su escalada y se asió firmemente a esa nueva cuerda que le tendían. Por fin, había dejado atrás su pequeño mundo y se confirmaba como ciudadana de aquel más grande y lleno de oportunidades.

Era cierto que los estudios tenían que quedar en la recámara, pero estaban en la mochila prestos a ser rescatados en cuanto surgiera la oportunidad. Fueron unos años de meseta, salpicados con sorpresas en forma de criaturas a las que atender, sin disposición innata alguna, pero con la absoluta responsabilidad genética que la definía.

De repente, una nueva vía de ascenso, una oportunidad en forma de elección, ¿Prefieres un abrigo de visón o retomar tus estudios?, le preguntó un día su insustancial marido. Ella, no dudó, de nuevo se vio rodeada de libros y apuntes, robando tiempo al sueño y a la convivencia. Una nueva Universidad, pero con años de decalaje y con compañeros más jóvenes, pero daba igual, las papeletas de aprobado se cantaban a trompicones y ella avanzaba.

Con el flamante título de letrada pudo empezar a ejercer. Era lista, muy lista. Consiguió en pocos años una buena clientela y pudo incorporar, al modo americano, asociados a su bufete, Y seguía avanzando. Tras la escena, las criaturas crecían ajenas al ascenso y a las vidas paralelas de sus padres. Él, amante de la vida disipada, jugueteando con mujeres y cartas. Ella, enredada en un amor prohibido que le daba alas. Súbitamente esa entente familiar se fraccionó. El padre, ajeno a criaturas y patrimonio, decidió irse muy lejos, a disfrutar de una nueva vida bohemia en el sur. Dejó atrás sin nostalgia alguna su vida anterior, descendiendo en latitud y escala social sin apego a nada, inusualmente libre.

En ese momento se produjo el gran salto para impulsar el ascenso, Concentrada en ese objetivo, con el lastre de la familia creada, su determinación se hizo más férrea que nunca y exploró nuevos horizontes. Compró entonces una pequeña inmobiliaria, a la que tuvo acceso por su trabajo, y con austera gestión la catapultó a niveles de mediana empresa en cuestión de pocos años. Ya mencioné que era lista. Pero además, utilizaba con primor su feminidad en un mundo masculino, preguntando y asesorándose de manera sutil, como si ignorara las reglas de la batalla campal en la que se movía.

Para entonces, sus padres, contemplaban embelesados desde la distancia la altura alcanzada, e incluso sentían un ligero vértigo, ¡Estaban tan orgullosos de su niña! Llegada a esas crestas volcánicas, ya puede una divisar el valle, la lejanía del punto de partida, la ingente amplitud que puede abarcar la vista. Ella siempre quiso más, subir y subir, pero esa genética favorable al esfuerzo, la resiliencia y tirar hacia delante, le mostró otra faceta menos amable. Poco a poco la memoria empezó a fallar, al principio cosas simples. ¡Me estoy volviendo despistada!, se decía. Pero no, había algo más. Consecuente con su forma de ser, sin decir nada, acudió a visita médica, nada que hacer, iría avanzando su pérdida cognitiva en algún momento, de algún modo, con velocidad incierta.

Nada cambió, cerró la puerta a ese abismo que se abría frente a sus pies, y siguió adelante, hasta hoy. Ahora dice: “No recuerdo qué he hecho (en esta vida), pero sé que lo he hecho muy bien”, y se sume en su mundo interior, como contemplando desde la cumbre el horizonte, el océano, las crestas de lava ascendidas. Y, simplemente, sonríe.

 

 

 

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