EL CONFINADO EN LA ISLA

Por Viviana Baro

Confinado: Desterrado. Quien
recibe pena de prisión en un
lugar seguro dónde vivirá en
libertad vigilada.
Diccionario de la RAE

Una moderna lancha dejó a Juan en lo que fuera, en un tiempo, el amarradero principal de la isla.

Habían pasado más de cuarenta años desde que se despidiera en ese mismo sitio del amigo que ahora lo esperaba. ¡Hasta julio! – se habían dicho.

Se miraron un instante, tratando quizás de encontrar algo del niño que recordaban pero el abrazo no se hizo esperar y se prolongó en apretones de manos y palmadas en las espaldas.

– Todavía no me creo que estés acá Juan.

– Yo tampoco. Era como si no tuviesen palabras, movía la cabeza uno, chasqueaba la lengua el otro.

Comenzaron a caminar. Domingo, más alto y corpulento le apoyó la mano en hombro. El mismo gesto que cuando, pequeños, se sentaban en la pared de la vieja prisión a leer a medias una revista de historietas*.

Los dos sonrieron. Sus silencios parecían acompañar los mismos recuerdos.

– De la prisión ya no quedará nada.

– No creas, sigue ahí, en pie. Los turistas se sacan fotos.

– Mirá vos la isla, de lugar de confinamiento a sitio turístico – dijo Juan sonriendo y forzando un poco ese “mirá vos”. ¡Hasta su puerto tiene! Y muy lindo, por cierto.

– Bueno…puerto, puertito digamos. Pero para la isla está bien. Hay varios amarraderos, y de los viejos, queda alguno todavía.

Domingo tenía tres años apenas cuando a su padre lo destinaron a la isla.

Juan comenzó a pasar los veranos con sus padrinos cuando tendría unos ocho. El padrino también estaba en la Base.

Los dos eran casi de la misma edad y pronto se hicieron amigos. A eso de los once años ya andaban recorriendo la isla a caballo y viviendo aventuras en las que se mezclaban un poco todos los personajes de las revistas que leían.

Sabían que ese tiempo algún día terminaría, pero serían amigos siempre, estuvieran dónde estuvieran; lo que no imaginaban siquiera era que el siguiente verano, tendrían una aventura verdadera.

El otro día pensaba que en julio ya no volviste. ¿Cuándo se fueron a España?

– Diciembre del sesenta y dos El once, para ser exacto.

– ¿Y qué fue lo que le pasó a tu padre para tomar esa resolución? Porque no es algo fácil, pienso – agregó Domingo.

– Y… No. Pero la tierra le tiraba mucho. Tantas veces había oído a su padre decir que lo que más le preocupaba de la muerte, era estar lejos de su patria. Él no quería pasar por eso y un día, sin más, lo resolvió. Vendió todo y nos fuimos. Pensó que era un buen momento para irnos, nos decía que él y sus hermanos tenían la misma edad que nosotros tres cuando emigraron y que la dictadura ya no era lo mismo que al principio, que la propia familia se lo reconocía en las cartas.

– Y qué tal fue la cosa.

– Él feliz, pero mi madre y mis hermanas no lo pasaron nada bien. Les costó mucho acostumbrarse. Creo que si mi padre hubiese vivido cuando todo empezó a cambiar en España, con sus casi sesenta años, mamá se habría separado.

– Y vos, ¿cómo lo viviste?.

– Y… al principio todo era novedad. Esa Navidad nevó, como en las películas. La familia nos llenaba de atenciones, dos primos de mi misma edad me ayudaron mucho en el colegio. ¡Ah! Y me hicieron hincha del Athletic. Con doce años, no fue tan difícil. En fin…¿y ustedes qué?

– Mi viejo* pidió la transferencia a fin de año; yo tenía que empezar el secundario, acá no era posible y mamá no quiso mandarme a vivir con mis abuelos. Le dieron el pase a la Capital y fue una suerte, papá consiguió trabajo en lo civil, así que antes del año pidió la baja. ¿Y tus padrinos?

– Ella falleció hace mucho, pero él, si lo vieras, no le das los noventa y cinco que ya tiene.

Mientras se contaban sus vidas Juan iba reconociendo lugares, aromas, sonidos. Las aguas bajaban con prisa. Como aquel atardecer de febrero.

Habían dejado los caballos y estaban con los pies en el agua.

Juan, mirá para allá.

Uy mi Dios, parece un yacaré*. Mejor nos vamos a ver si se viene para acá, me dijo el padrino que en tierra corren bastante.

Lo dijo para asustarte, vení, quedémonos, no es un yacaré*, lo está arrastrando la corriente y no es un tronco, estoy seguro. Mirá si fuera algo que se soltó de tanto barco de guerra hundido que hay por acá; en la escuelita cuentan más cosas de esta isla que de toda la República. Yo te juro que nado y lo agarro aunque después no me dejen salir por una semana.

¡Mirá! Parece que la corriente lo trae para acá. Yo me voy.

Vos andate si querés. Yo me quedo.

Bueno, me quedo, no te voy a dejar solo.

Juan volvió al presente y señalando con la cabeza el árbol bajo el que estaban sentados más de cuarenta años atrás pregunto:

– ¿Te acuerdas del muerto?

– Mirá si me voy a olvidar. No pude dormir no sé por cuántos días.

– Yo tampoco. Encima tuvieron que dejarlo allí hasta que llegara un juez o algo así me parece.

– Sí, ¿te acordás del conscripto* que nos paró al día siguiente? Estaba furioso. “Pibes*, ¿no tenían nada mejor que hacer que meterse en el bosque para llegar al río?. Estamos rodeados de agua, ¡carajo!, hora hay que hacerle la guardia al finado con el olor que tiene”.

– Ay pues sí, ahora que lo dices. Y nosotros que ahí mismo nos cuadramos, le hicimos la venia y salimos corriendo.

– Pero correr como corrimos cuando vimos que la corriente traía al muerto justo hacia dónde estábamos tan tranquilos con los pies en el agua.

– Los rebencazos* que les dimos a los pobres caballos. El susto que se pegaron los ciervos que estaban tan tranquilos. Por cierto, ¿alguna vez se supo quién era el ahogado?

– Larga historia. Te la dejo para el café de la sobremesa. Me gusta contarla. Hasta estoy pensando en escribirla.

– Bueno, pues cuéntame entonces cómo fue que resolviste volver a la isla.

– Fue en los noventa, un día le propuse a mi familia conocer el sitio donde había vivido de chico. Para mis hijos esto no era más que un nombre en el libro de geografía y un par de capítulos en el de historia. Con los años empezó a barajarse la idea del turismo y aquí me ves.

Llegaban ya a las calles del pueblo cuando Domingo se detuvo.

– ¿Te acordás de la casa de las lagartijas? – preguntó

– Claro que me acuerdo, era por acá ¿no? – contestó Juan no muy seguro

– ¡Puesh ahí la tienes, gallego! – dijo imitando el hablar de su amigo – es mi casa.

Después del postre, Domingo le pasó unas hojas al amigo. Mientras preparo el café – le dijo – andá leyendo estas líneas que estuve escribiendo hace un tiempo.

Con piedad – agregó – mirá que es sólo parte de un borrador al que le vengo dando forma sin apuro. Esto es como para que vayas sabiendo algo de nuestro ahogado.

Raúl era un muchacho de buena familia, como se decía entonces cuando se hablaba de gente adinerada, que había dado educación universitaria a sus hijos y les habían pagado el viaje a Europa cuando se graduaron; no pertenecían las familias con cuatro apellidos, pero formaban parte de lo que podría llamarse pequeña burguesía.

Había estudiado Derecho, pero lo que le gustaba era escribir. Estaba más tiempo con sus amigos de la Facultad de Filosofía y Letras que con los futuros colegas.

Pasaba horas en un café del centro de la Capital leyendo. Estudiaba, cumplía con su compromiso, pero cada tanto apoyaba los codos en la mesa, miraba sin ver hacia algún espacio, al rato bajaba la cabeza y escribía sobre el mantel papel un versos suelto o algún cuento corto que se le había ocurrido al leer una frase en el libro de Derecho Romano. Sí, el más difícil de todos los curso, Derecho Romano, con el que la mayor parte de los estudiante tropezaba una y otra vez. Ël lo aprobó en la primera y con nota máxima.

Con menos de veinte años tenia la mitad de la carrera hecha y una montaña de manteles y servilletas apilados por todos lados en su cuarto.

“Que pensás hacer con tantos papeles” preguntó más de una vez la madre.

“No lo sé, pero que nadie los toque” fue siempre su respuesta. Y un día le entregó su primer libro.

A los veintidós años ya era abogado, había publicado además un libro de poemas y el día de la presentación conoció a Anita.

Ella también escribía. Había dejado la universidad para dedicarse de lleno a sus novelas y no tardó mucho en convencerlo de que él también lo hiciera.

Juntos comenzaron a trabajar en un partido político ante el estupor de sus padres que culpaban de semejante cambio a “esa flacucha”.

Se casaron sólo por lo civil para mayor escándalo de ambas familias, distintas pero muy católicas las dos.

Pese a todo recibieron ayuda de ambas. Ella cada vez más demacrada “Y…casi ni duerme, sólo escribe y fuma” opinaba la madre de Raúl. “Estoy segura de que no comen, viste lo flaco* que está tu hijo también” , respondía la madre de Anita.

Parte de razón tenían, trasnochaban mucho, siempre reunidos en mitines políticos en los que el humo de los cigarrillos era como la densa niebla del puerto.

 Ella murió una noche y para él ya no hubo más amaneceres.

La familia política, que nunca habría sido capaz de pensar siquiera qué fue ella, la dulce Anita quién lo había iniciado en tantos caminos, lo culpó siempre de su muerte.

Sus noches sin días fructificaban en novelas y poemas cada vez más profundos, intrincados, difíciles.

A principios del cincuenta y seis participaba de una revuelta callejera, lo detuvieron y ahí empieza otra parte de su historia.

 

Domingo regresó con el café y varios libros.

– Estos libros son para que te llevés. Son algunos de los que él escribió.

– Nooo! No puedo aceptártelos. Alguno seguro que ya ni se consigue.

– Tranquilo, me estoy ocupando de la reedición.

– O sea que tu proyecto, de una manera o de otra ya está encaminado.

– Y… Sí…Estamos en edad de realizar sueños.

– Cierto…Y me alegra, de verdad; además me gustó lo que me diste a leer, prometo venir cuando presentes tu novela.

– Tomáme el pelo y no te cuento nada más.

– No es broma, hombre, tu guía de la isla, con su historia, su flora, su fauna y todas sus posibilidad, es muy buena. No es casual que te la haya publicado esa editorial.

– Bueno, bueno, me convenciste. Te cuento. Cómo ya sabés acá no venían a parar presos comunes, a esta isla se confinaban presidentes, políticos, gente importante.

– Y uno de ellos fue él.

– En efecto. Pero…Lo que muy pocos supieron entonces fue que en el cincuenta y siete este confinado se había escapado. Por ser quien era tampoco se hicieran muchas averiguaciones. De lo que no hay dudas es de que alguien lo ayudó.¿Quién? Espero averiguarlo. Sino la novela me permitirá ponerle un nombre. ¿No?. Su padre había muerto del disgusto cuando lo metieron preso a principios del cincuenta y seis y su madre al poco tiempo. Se dio por sentado que andaba por Europa. Pero no, nunca se fue de la zona. Recaló en la rivera derecha del río y allí vivió hasta el día o la noche de aquel febrero del sesenta y dos en que decidió quitarse la vida.

*Historietas: Teveos.

*Mi viejo: Mi padre..

*Yacaré: Caimán en lengua guaraní..

*Conscripto: Quien cumplía con el Servicio Militar..

*Rebencazos: Darle fuerte a los caballos con el rebenque o látigo d una pieza de cuero plana con mango-pulsera que se pasa por la muñeca..

*Pibes: niños, muchachos..

*Flaco: Delgado.

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