EL DIA DE TODOS LOS SANTOS

Por Maria Angela Martínez Herrero

Aún era noche cerrada cuando Clara se levantó desganada, hoy debía cumplir con la tradición del día de Todos los Santos ¡Qué tontería!, pensó, dedicar un único día al recuerdo de los seres queridos que ya no están con nosotros.

Para ella, el día de sus muertos eran todos. Los tenía siempre presentes en sus pensamientos y conversaciones. Cuando se miraba al espejo y veía cómo, con el paso de los años, cada vez se parecía más a su madre; también al escuchar la sintonía del concurso que tanto gustaba a su padre; al tejer un abriguito para su perrita con las agujas de su abuela; o al percibir el aroma a castañas asadas y recordar como su abuelo las ponía al fuego en una sartén agujereada. Le parecía mentira que ya no estuvieran, a pesar del tiempo que había pasado seguía sintiendo a su lado sus presencias protectoras .

Clara, a sus cuarenta y cinco años, hacía mucho que había dejado de creer en Dios, el cielo, el infierno y la vida eterna. Ella lo achacaba a su trabajo como periodista de investigación de sucesos, donde tras casi veinte años de ejercicio había podido ver la inmundicia que esconde el espíritu de las personas. En el fondo sabía que su ateísmo se debía a su paso por el colegio de monjas, donde la bondad, caridad y entrega al prójimo, que se les suponía, brillaba por su ausencia. El mayor golpe fue cuando le hicieron creer que su mejor amigo Jorge, su vecino de enfrente, ya no podía serlo. Según las monjas esa relación era pecado.

Clara y Jorge se llevaban apenas dos meses, ella era hija única, una niña mimada y consentida con mucho carácter y a la que le llovieron todo tipo de golpes al salir de su reino. Esto le enseñó a ser fuerte, que aprendiera a defenderse y a luchar por lo que realmente quería. Él tenía dos hermanos mucho mayores, por lo que prácticamente también era como un hijo único. Juntos aprendieron a caminar, hablar, soñar, en una palabra, a vivir. Igual Jorge jugaba a príncipes y princesas como Clara dirigía batallones de soldaditos de plástico. Durante sus años en aquel colegio esa relación no podía ser, según decían las monjas: las señoritas no tienen amigos masculinos y a causa de ello se distanciaron. Esto le creó un grave conflicto emocional, y en su recuerdo, aquellos años aún le parecían la época más traumática de la adolescencia.

Bajo el chorro de agua caliente se repetía que este sería el último año que iría. ¿Por qué lo hacía? ¿Por el qué dirán? Qué le importaba lo que pudieran pensar las aburridas mujeres del pueblo. En el fondo sabía que lo hacía por sus padres, desde el día en que ambos descansaron juntos y para siempre en el mediterráneo, supo que ella debía tomar el relevo y acudir cada año a su pueblo. Ellos no quisieron ser enterrados, siempre dijeron que ir al cementerio se convierte en una obligación y si no vas te sientes culpable y no querían que ella tuviera que pasar por esa experiencia. Por eso estaba tan segura de que éste sería el último año que iría, había decidido que nada la ataba a aquel lugar.

Sería un fin de semana duro tanto física como emocionalmente, pero tras muchas noches y madrugadas de insomnio mirando al mar y hablando con sus padres (sin recibir respuesta, por supuesto), su espíritu estaba en paz y había llegado el momento de poner en venta la casa que heredó de sus abuelos. Además, sabía que en aquellas sepulturas que hoy visitaría por última vez ya no había

Las dos tumbas estaban muy próximas, apenas las separaban otras tres fosas. Se colocó en medio de ambas y les explicó a sus abuelos que esta sería su última visita, pero que en su casa nunca faltarían unas flores frescas y una vela en su memoria. Posó una rosa en cada mausoleo y observándolos en silencio dijo adiós y lanzó un beso con su mano, como cuando era niña. Se encaminó hacia la salida y mientras recorría el sendero hasta la puerta, podía sentir como la observaban, como se clavaban en ella múltiples ojos de las vecinas.

Llegó frente a la puerta de casa con su perrita Mika, al intentar meter la llave en la cerradura la mano le temblaba, pero dando un profundo suspiro acertó a meterla en la cerradura. Al abrir no podía ver nada, tan sólo al fondo, a través de lo que parecía una puerta abierta, vislumbraba siluetas blanquecinas. Pulsó el interruptor y, cuando la luz se encendió, vio los muebles tapados con blancas sábanas.

La casa que ahora aparecía oscura y lúgubre en realidad era muy luminosa y alegre, o al menos así la recordaba. Ocupaba toda la manzana, por lo que todas las estancias tenían luz natural. Contaba con dos plantas y una buhardilla. Sus gruesos y desiguales muros de piedra recordaban las arrugas de una piel envejecida por el paso del tiempo. Al entrar había un recibidor que desembocaba en un pasillo flanqueado por puertas a ambos lados. A la derecha, la primera puerta daba acceso al salón, al entrar y quitar las sábanas todo resurgió. Recordó el olor a humo y se transportó a tardes de invierno, sentados en la gran alfombra del salón, cuando asaban castañas en la chimenea. En el rincón, tras los sofás chéster, estaba el viejo piano. Al acariciar sus desgastadas teclas pensó en cuántas generaciones habían aprendido y practicado en él. A continuación entró en la enorme cocina, en la que por las mañanas y a media tarde había aroma a café recién molido y bollos horneados. Dirigió su mirada hacia el lado opuesto y tras la puerta basculante y entornada creía escuchar el rumor de la fuente y del canto de los pájaros en primavera, cuando las grandes cristaleras del comedor se hallaban abiertas al que fue un bonito y colorido jardín. A la izquierda se hallaba una acogedora sala de estar decorada con sofás, cojines y cortinas florales y una pequeña pero coqueta chimenea coronada por un gran espejo. Al ponerse frente a él podía verse jugando con Jorge mientras su abuela hacía ganchillo. La siguiente puerta era un baño completo y la última escondía un gran dormitorio con acceso al jardín y muebles blancos y dorados que parecían sacados de Versalles. En el piso de arriba se encontraban cuatro habitaciones y dos baños. Al entrar en la que fue la suya, de un estridente merengue rosa, fue como volver a sentir el estallido que se produce en la boca al masticar un chicle de fresa ácida.

Mika corría nerviosa de un lado para otro, unas veces tras ella y otras explorando por ahí, de vez en cuando daba un ladrido lastimero, como de susto, y aparecía a su lado mientras ella pasaba de una estancia a otra, quitando las blancas mortajas a los muebles y limpiando hasta el último rincón. Al finalizar la jornada salió a pasear con su perrita. Comenzó a caminar y se alejó del pueblo, un suave viento cálido la animó a adentrarse en el bosque. El cielo estaba despejado y observó infinidad de diminutas estrellas, que ella nunca aprendió a distinguir, a pesar de los esfuerzos de su padre y de Jorge por enseñarla.

De pronto sintió mucho frío, a lo lejos vio un círculo de sombras negras que susurraban algo inteligible. Echó a correr y una vez dentro de su coche bloqueó las puertas y, tratando de calmar sus nervios, fumó un cigarrillo. Abrió una pequeña rendija en la ventanilla para que saliera el humo. Tumbó el asiento y cobijó a Mika en su pecho bajo el plumas. Sentía el corazón en la garganta, sus pulmones, trabajando desordenados, no recogían suficiente aire. Su boca entreabierta se secaba por segundos al intentar respirar. Poniendo en práctica las técnicas aprendidas en sus clases de yoga, se transportó a la orilla del mar y fijando su vista en el horizonte exploró su inmensidad. Comenzó a imaginar el rumor de las olas y visualizó su acompasado vaivén. Paulatinamente su corazón y su respiración fueron cogiendo ese compás, se sintió flotar. En ese estado dulce, poco a poco, se adormeció.

Nuevamente sintió mucho frío, la humedad en su espalda le calaba los huesos, abrió los ojos, se encontraba en el bosque, tumbada en el suelo entre ramas y hojarasca. A su alrededor las sombras negras susurraban algo ininteligible mientras en su mano sostenían una rosa blanca. Trató de incorporarse pero fue imposible, no podía mover un sólo músculo. Intentó chillar y pedir socorro, pero de su garganta no salía sonido alguno. Las figuras empezaron a dar vueltas a su alrededor al tiempo que la intensidad de su letanía aumentaba. Al llegar a su cabeza, cada una de ellas dejaba caer la rosa sobre su cara. Nuevamente intentó incorporarse, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Su cara se hallaba sepultada bajo montones de rosas blancas, apenas podía respirar. Ya no veía las siluetas pero las escuchaba recitar su conjuro casi a gritos y comprendió que aquello era el final y, pensando en sus padres, se abandonó a lo que pudiera pasar.

¡Clara! ¡Clara, cariño!, oyó de repente. Clara abrió los ojos; Jorge, como cada mañana desde hacía veintitrés años, estaba a su lado y le daba golpecitos en el brazo para que apagara el despertador. Se dio la vuelta y palpando la mesita de noche apagó la alarma. Estaba helada, Jorge y Mika, como muchas otras noches, se habían apoderado del edredón. Pegando un tirón del nórdico, se tapó hasta los ojos y pidió a Jorge que preparara café mientras intentaba entrar en calor.

Acurrucada en su cama, con Mika pegada a su espalda, dio gracias porque todo hubiera sido un sueño, terrible y aterrador, y que cambiaría sus planes. Vendería la casa del pueblo y con ese dinero harían el viaje que tanto deseaban Jorge y sus hijos a Nueva York. Sería en Navidad para disfrutar de la ciudad iluminada, patinar sobre hielo en el Rockefeller Center, recibir el nuevo año en Times Square y su gran ilusión desde niña, emularía a Audrey Hepburn ante Tiffany. Pero sobre todo comprendió que sus padres tenían razón y que no faltaría ningún año a la cita en el pueblo con sus abuelos.

FIN

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