EL DIVÁN DE HIERRO – María José Moreno Domínguez

Por Mª Jose Moreno Domínguez

No sabía cómo su pequeña cabeza de ocho años podía contener todo lo que pensaba, creía que un día estallaría de todo lo que se le ocurría. Cuando los mayores la cansaban, que solía ser muy pronto, se refugiaba en un diván con estructura de hierro que sus padres habían colocado en una zona apartada del jardín. Era un jardín asilvestrado, que crecía a su aire porque nadie se ocupaba de él. No había pradera de césped o macizos de flores, sino árboles frutales y arbustos enredados. Su madre, que sabía coser muy bien, le había hecho al diván un dosel a modo de mosquitera que lo cubría por completo y le daba apariencia de tipi. Tenía un colchón antiguo de lana en el que al tumbarse se notaban bultos por todas partes y que, sin embargo, a ella le parecía comodísimo. Sus tardes de verano las pasaba allí escondida, aislada del resto de la familia que, por otra parte, también estaba a sus cosas y no la echaban en falta. Sus hermanos eran mayores y se aburrían estando con ella, por lo que estaba habituada a jugar sola.

Se recluía con un libro, siempre el mismo: una guía obsoleta de hoteles y restaurantes que encontró por casa olvidada por sus padres. A ella no le importaba que esos lugares ya no estuvieran de moda o incluso hubieran desaparecido; cerraba la mosquitera, abría su libro y empezaba a planear viajes imaginarios. Visitaba ciudades que no conocía y que imaginaba según le sonara su nombre. Por ejemplo, para ella Lugo debía ser una ciudad muy fea y cuadrada, como Hugo, el de su clase; pero Málaga seguro que era preciosa, con ese nombre lleno de aes.  Curiosamente, nunca la acompañaba nadie en esos viajes mentales, algo insólito tratándose de una niña pequeña, pero cuando se imaginaba paseando por plazas y playas, se veía a sí misma con su vestido blanco y gafas de sol, siempre con gafas de sol, porque había visto una película con sus padres de una actriz muy guapa que iba en moto con unas gafas iguales y le pareció elegantísimo llevarlas a todas horas.

Cuando oía el grito de su madre desde la casa llamándola para comer, ponía un rictus de irritación y dejaba el libro escondido debajo del colchón. La tiranía de comer a las dos y cenar a las nueve la ponía enferma; aquello parecía una cárcel y visitar una cárcel no estaba entre sus propósitos de viajes.

La mesa donde comían en el salón era lo que más le gustaba del interior de la casa. Era una mesa redonda que su padre encargó hacer alrededor de una columna central. Era su particular mesa del rey Arturo y en ella viajaba a la Edad Media, porque también era capaz de viajar hacia el pasado. Hacia el futuro le gustaba menos viajar porque los trajes de los astronautas que veía en las películas de ciencia ficción le parecían incomodísimos.

Detrás de la casa había una alberca, porque no llegaba a la categoría de piscina, en la que no le gustaba meterse porque, si su padre tardaba en limpiarla, se llenaba de renacuajos y tenía pesadillas con pegar un trago por descuido y que le creciera una rana en la tripa.

Ella era menuda, de pelo lacio oscuro y solía vestir con ropa a juego con su nombre, Blanca, lo que, sin embargo, contrastaba con su piel morenísima. Conguito, la llamaba su padre.

Como el verano da para mucho cuando se es pequeño, otros días se escapaba de los límites de la parcela e investigaba los alrededores. Había pocas casas en la zona y estaban muy alejadas unas de otras, pero había una que le llamaba especialmente la atención. No era muy grande, tenía una sola planta y estaba pintada de un rosa rabioso, como el tono de pintalabios que usan las señoras mayores que no se avergüenzan de serlo. Se sentaba en el muro bajo que la rodeaba, con las piernas colgando comiendo pipas mientras la contemplaba. Inventaba historias sobre las personas que podrían vivir en una casa así, como una princesa amargada porque no le dejaron casarse con su novio fontanero o una cantante de ópera retirada vestida con túnica y turbante que fumaba cigarros con boquilla larga. Cuando les preguntó a sus padres si sabían quién era el dueño de aquella casa, ellos no supieron a qué casa se refería por más explicaciones que les dio. Le pareció normal, porque los mayores siempre están corriendo o haciendo cosas aburridas y no se fijan en nada. Así que decidió dejar por el momento los viajes en el diván y montar guardia frente a la casa rosa para averiguarlo.

Salía después de desayunar, con algo de comida en los bolsillos del vestido por si le entraba hambre, dispuesta a resolver el caso.

Una mañana, sentada en el muro como siempre, empezó a chispear, muy poco al principio, pero enseguida la lluvia arreció y empezó a mojarse de verdad. Los detectives es lo que tienen, que están a merced del tiempo. Pensó en resguardarse debajo de un árbol, pero su madre siempre le decía que eso era peligroso, así que cuanto más dudaba y pensaba, más empapada estaba. Inesperadamente vio como la puerta de la casa se abría y se acercaba hacia ella una mujer bajita y regordeta con paraguas, que al llegar a su lado le dijo:

—Has hecho que lloviera para hacerme salir de casa, niña.

Estaba tan perpleja que no supo qué responder. Era detective y viajera profesional, pero no controlaba el tiempo. Todavía.

—¡Venga, ven conmigo!, no te quedes ahí como un pasmarote.

Se metió debajo del paraguas y entró con la señora. La casa estaba llena de muebles, unos apiñados junto a otros. Todo estaba repleto de libros, figuritas de bailarinas, mesitas bajas, jarrones con flores y muchos tapetes como los que hacía a ganchillo la abuela. Pero en cambio no se sintió agobiada como aquella vez que sus padres la llevaron a visitar un palacio y no pararon de advertirla que no tocara nada, que no se apoyara en nada, que no corriera, que no se sentara. Insoportable.

Fueron a la cocina y la señora empezó a preparar café.

—¡Pero si soy una niña, yo no tomo café!

—Todo el mundo tendría que tomar café, niña y quién no lo haga no es de fiar, recuérdalo.

Le dio una toalla y una camiseta para que se cambiara. Tenía un dibujo de un pájaro blanco con arco iris en el pico y en la cresta y las palabras EXPO Sevilla. Si la señora había visitado Sevilla podía llegar a caerle bien, porque Sevilla le parecía que debía ser una ciudad señorial y un poco orgullosa, ya que sonaba como si alguien le hubiera ordenado que se pusiera firme. Luego se enteró que no, que nunca había estado allí y que esa camiseta se la trajo una amiga de Lugo. ¡Vaya, lo tenía todo para que se llevaran a matar!

Sentadas en la cocina, le contó que era escritora, que escribía novelas de detectives —¡menos mal, por fin tenían algo en común! — y que decidió pintar la casa de rosa porque como vivía sola, quería que se viera bien por si alguien tenía que ir a rescatarla algún día. Se les pasó la mañana charlando hasta que tuvo que salir corriendo porque había que llegar a tiempo a la cárcel para comer.

A la mañana siguiente, cuando llegó a la casa rosa, estuvo llamando durante un buen rato a la puerta, se asomó a todas las ventanas y ni rastro de la señora. Se marchó extrañada y, ya instalada en el diván, estuvo pensando qué podría haberle sucedido. No podía haber ido a la compra, porque le había contado que todo se lo traían a domicilio. Y sólo iba al pueblo una vez al año el Día de Todos los Santos para visitar el cementerio. Al escuchar un crujido de ramas, apartó las cortinas y, observando fijamente los árboles situados fuera de la parcela, le pareció ver la figura de una persona que se alejaba. Blanca, intrigada, frunció el ceño. Ya eran demasiados misterios para un solo día.

La mañana siguiente, después de llamar sin obtener respuesta nuevamente, estuvo esperando sentada en el muro, hasta que decidió investigar por todos los rincones del jardín por si la señora se hubiera desmayado y al golpearse con una piedra se la encontrara muerta. Siempre le decían que era un poco morbosa y que se le ocurrían ideas terroríficas, pero un buen detective tiene que contemplar todas las posibilidades. Recordó que la ventana de la cocina que daba a la parte de atrás no cerraba bien del todo y si la empujaba un poco, como era pequeña, podría colarse dentro. ¡Si su padre se enteraba de lo que iba a hacer, la mataría! Pero la vida de un detective también implicaba correr riesgos a veces. Recorrió habitación por habitación toda la casa sin éxito.

Llegó al estudio donde estaba su máquina de escribir y una mesa llena de papeles. Las paredes estaban ocupadas por estanterías repletas, no de libros, sino de álbumes de fotos perfectamente numerados. Cogió el último y vio en las fotos a la señora de viaje en Australia, rodeada de canguros y koalas. Sin salir de su asombro, cogió el penúltimo y esa vez pudo verla de expedición en Nepal. En el antepenúltimo aparecía subida en un jeep atravesando el desierto en Marruecos. La niña no daba crédito, ¡pero si le había dicho que jamás había salido del pueblo! ¡La señora era una mentirosa como todos los adultos!

Según iba marcha atrás en el tiempo, cada álbum mostraba a la señora más joven y un poco más delgada, pero siempre de viaje. No había ni una sola foto en la que saliera con su familia, en una fiesta o en Navidad, como en las fotos normales que había en cualquier casa. Todas eran en solitario y en escenarios exóticos.

Esa mañana Blanca hizo un viaje marcha atrás en el tiempo y alrededor del mundo sentada en aquella silla de oficina. Ya estaba llegando a los últimos álbumes y primeros cronológicamente, cuando empezó a notar algo en la cara de la señora que le resultaba familiar.

Finalmente llegó al primero. Lo abrió y en la primera página estaba su foto. Era exactamente igual a ella, incluso iba vestida con el mismo vestido que llevaba en ese momento. Pasó las páginas con ansiedad y pudo ver las fotos de ese verano. Sus padres, el diván, una comida en la mesa redonda. Le empezó a dar vueltas la cabeza pensando cómo podía tener sus fotos. Fotos de momentos que ella ni recordaba.

En ese momento entró la señora en el despacho. Se quedó mirando fijamente a Blanca y le dijo:

—Veo que has encontrado nuestras fotos. ¿A que hemos hecho viajes a sitios maravillosos?

La niña notó una ráfaga de viento que hizo que el pelo le tapara los ojos y cuando se movió para recolocarlo, vio su jardín difuminado a través de la mosquitera. Se sentó en el diván y miró a su alrededor con asombro. ¿Dónde estaba la señora?

Salió corriendo perseguida por los gritos de su madre:

—¿Dónde vas, Blanca?, ¡son las dos, vamos a comer!

Corrió y corrió hasta llegar a la casa rosa para encontrar en su lugar, únicamente, una vieja encina rodeada de rocas de granito.

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Divina

    Me ha encantado.
    Ha conseguido que me introdujese en la niña e ir viviendo sus experiencias.
    Enhorabuena!!!

  2. M Angeles

    Vivencias de una niña. Me ha gustado

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