EL ECO DEL TIEMPO – Mª Emilia Rosello Manera

Por Mª Emilia Rosello Manera

                                                                       «…Buscad y hallaréis…» (Mateo 7:7)

 

Morir nunca entró en sus planes. Pero llegaba tarde a una reunión clandestina y le pidió la moto a su mejor amigo. Desde pequeños compartían bicicleta por los callejones estrechos de su ciudad, la misma donde sus antepasados republicanos habían gobernado tiempo atrás.

Había salido de la facultad a toda prisa, abrazando con fuerza el macuto. Todo estaba detallado en aquellos folios. La importancia de su contenido era directamente proporcional a los elevados ideales de aquel estudiante de Arquitectura. No en vano, su padre fue obligado a trabajar como esclavo en la construcción de carreteras, cuando le encerraron en el campo de concentración más cruel de la isla, en 1942.

El Vespino estaba aparcado al final de la calle. Le había hecho un gesto a su amigo al salir de clase y éste le lanzó las llaves al aire. Se montó en la moto y salió zumbando.

Le había prometido a su mujer que llevaría algo para cenar antes de ir hacia el convento, en la zona alta de la ciudad. A ella no le gustaban nada aquellas reuniones, pero no podía resistirse a la inercia arrolladora de su temperamento apasionado.

Aparcó frente al colmado y cuando fue a coger el macuto vio con espanto que no estaba en el portaequipajes. Volvió a la facultad a toda prisa, jurando en arameo. Se sabía los estatutos de memoria, pero no podía volver a redactarlos. Sin las firmas de los miembros del comité, no tenían ninguna validez. Buscó sin éxito en la acera. Entró de nuevo en el edificio de la universidad y le preguntó al bedel.

—¡Ay, Juanito!¡Tienes la cabeza llena de pájaros! ¡Vuelve a casa con tu mujer, que la tienes contenta! —le dijo.

Contrariado, siguió el consejo de aquel hombre con quien se fumaba un Ducados cada mañana. Había costado tanto organizar aquella reunión, convencer a los capuchinos y despistar a los grises… Iba a perder toda su credibilidad por la dichosa cena. Llegó a casa con el orgullo herido y un cabreo monumental. Escuchó una conversación al abrir la puerta y distinguió la voz cantarina de su mujer.

—Juanito, un día perderás la cabeza. —Y la vio asomarse por el pasillo con el macuto en la mano. Su amigo apareció tras ella sonriendo.

—¡Anda, sal volando! ¡Me debes las pelas del taxi! —le dijo, sin sospechar que no volvería a verle.

Llegó al convento con el corazón en un puño. Un compañero del sindicato le estaba esperando.

—Voy a aparcar en la calle de atrás. Dentro está todo —le dijo, entregándole el macuto.

Ya no volvió. La plataforma colgante de un camión le robó la vida y sus ideales se desvanecieron. Sin embargo, la libertad para su hija empezaba a gestarse. Ése sería su legado.

 

Capitán Arenas, así se llamaba la calle donde Juan mordió el asfalto en su último acto heroico. Era un tipo bien parecido, de aspecto rotundo, personalidad abrumadora y gustos sencillos. La noche antes de morir cenó con su mujer, su cuñada y su novio en un garito donde hacían carne a la brasa. Como cliente habitual, le reservaron la mesa junto a la chimenea. Los cuatro estudiantes en la flor de la vida, vino va, vino viene, arreglaron el mundo. La política era su gran pasión, acabar con aquel régimen de represión y silencio, su obsesión. Nunca llegaría a ver su sueño cumplido.

Combinaba sus altos ideales con un profundo amor a su tierra. En sus tiempos de excursionista recorrió los lugares más bellos de las sierras de su isla. En verano salía con el llaüt a pescar pulpos o se sumergía a coger almejas. Vivas, con limón, se las comía a bordo de la barca tostándose al sol. Sin embargo, aquel lugar tan suyo, tan querido, se le quedó pequeño y la Arquitectura fue la excusa perfecta para ampliar sus horizontes.

Del mismo modo que asimiló cada rincón de aquella gran roca en medio del Mediterráneo, aprendió a moverse por la gran urbe barcelonesa. Como el hombre de buen comer que era, disfrutaba haciendo la compra y enseguida localizó el mercado del barrio donde discutía con las verduleras el precio de las coles. Hizo aprenderse de memoria los nombres de las calles desde su casa hasta la facultad a la hermana pequeña de su mujer, recién llegada desde Mallorca, apenas tres semanas antes de su muerte. Era tal su dominio del espacio que había estudiado incluso la manera de saltar por el balcón de su casa para escapar de los grises si alguien daba el chivatazo.

Habían quedado para ver a los Globetrotters en la tele del bar de abajo después de la reunión y, en su lugar, aparecieron dos policías. Localizaron a su mujer gracias a la agenda que llevaba encima. Cuando volvió de reconocer su cuerpo le dijo a su hermana: «Se ha muerto. Y no llores.»

 

***

 

En cuanto le vio, mi madre debió cerrar la fuente de las lágrimas. Seguir adelante tuvo que ser su estímulo y lo consiguió, por ella y por mí. Enterrar con él su historia y sus emociones y construir una vida nueva, ese fue acaso su propósito.

Pronto conoció a otro hombre, estudiante como él, de igual modo bien parecido, imponente. Mi primer recuerdo, mío de verdad, fue cuando se casaron. Al salir de la iglesia le pregunté: «¿Ya puedo llamarte papá?»

Ya entonces mi búsqueda tenía nombre.

De él escuché los mejores cuentos inventados y las leyendas mitológicas que hablaban de dioses y héroes. A él le debo mi afición a la lectura y mi visión fotográfica, mi autoexigencia, mi perfeccionismo y mis dos hermanos. No debió ser fácil criar a la hija de otro hombre.

Una mujer joven con la vida segada, sensible, pequeñita, que no se permitió flaquear y siguió adelante, encerrando en el último cajón de su mente su pasado. No recuerdo haberle preguntado de pequeña detalles sobre mi padre biológico. Dicen que quise acompañarla cuando le enterraron y ella se negó. Me prometió ir a los columpios a su vuelta y dicen también, que destrozada, cumplió su promesa. La lealtad fue su primer legado.

A ella le debo mucho más, aunque haya tardado años en admitirlo. Le debo la vida, en primer lugar, porque pudo haberme perdido y no lo hizo. Apostó por otra vida y me metió en ella tratando de conservar el hilo que me unía con nuestro pasado. Lo hizo siempre en silencio, protegiéndome, tratando de evitar conflictos.

Yo esperaba que ella hubiera contestado mis preguntas sin haberlas siquiera formulado. Deseaba que hubiera conservado la memoria de nuestra pequeña familia como un tesoro que sólo fuera nuestro. Deseaba ser única y especial para ella. Y no lo conseguí. No conseguí sentirlo así.

Subestimamos la inteligencia de los niños, a veces pasamos por su lado sin mirarlos, creemos que no pueden entender nuestro complicado mundo adulto, pero nos equivocamos. Quizás intuí que mis preguntas serían incómodas. ¿Cómo podía, además, preguntar por mi padre si ya tenía otro? Y sin embargo en el colegio seguía siendo la huérfana. No encajaba. En mi mente y en mi corazón, menos que en cualquier otro lugar.

Así fue cómo, con retazos de recuerdos ajenos, fui construyéndome una historia desde pequeña, en secreto, en las profundidades de mi alma. La historia crecía y crecía incontrolable, pareja a una rabia íntima que se estrelló contra mi madre inoportunamente. Las cosas nunca suceden como uno quiere, sobre todo si el silencio y la opresión se instalan entre la gente. Paradójicamente, los mismos monstruos contra los que mi padre había luchado.

Le buscaba incesantemente, ahora lo sé, en mis relaciones, en mis experiencias, en mi trabajo, víctima de mi pasado. Hasta que encontré un hombre bien parecido, de aspecto rotundo, personalidad abrumadora y gustos sencillos.

Hoy me gusta pensar que él fue el salvavidas definitivo que mi padre me mandó desde el más allá, desde donde se ven las historias completas de la gente.

Construimos juntos una vida y una familia, alegremente, sin esfuerzo aparente. Pero la vida siempre llama a la puerta y nos visita para comprobar que estamos aprendiendo. Y siempre nos susurra las mismas preguntas. ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Para qué estás aquí?

Cómo responder esas preguntas a mis hijos, si a mí nunca me dieron respuestas. Quizás no las había o al menos, no las que yo quería escuchar. Quería crear un mundo a mi medida sin contar con la libertad de los que formaban parte de ella, sin respeto a sus propias historias. Me estrellaba una y otra vez contra el muro de sus decisiones, tratando de modelarlos a mi antojo, hasta que escuché el eco de un crujido profundo dentro de mí. Y en el instante siguiente, cuando creí que todo estaba perdido, en aquel refugio improvisado que olía a incienso, me sentí elevada del suelo donde estaba arrodillada, rota de dolor. Una lluvia fina me empapó lavando todas las heridas del pasado y vi, abierto frente a mí el mapa del tesoro. Busca y encontrarás. Me agarré fuerte a aquel nuevo salvavidas y como una heroína mitológica, emprendí un viaje hacia el lugar más inhóspito que los humanos podemos imaginar, el lugar de donde procedía el eco de aquel chasquido seco, el fondo de mi alma. Allí, envolviendo delicadamente a una pequeña de dos años, dormían dóciles las respuestas a todas y cada una de las preguntas que me había hecho.

 

***

 

Pasaba de los cincuenta cuando me decidí a usar la libertad que me habían regalado. Libertad para decidir, libertad para romper el silencio, libertad para contar mi historia.

Un domingo por la mañana, soleado tras la tormenta del día anterior, bajé de la buhardilla un viejo sillón de oficina y lo instalé frente al escritorio de mi hijo mayor. Respiré hondo, sintiendo aún su presencia después de un año fuera de casa. Armé allí una habitación propia con mis libretas por estrenar, mis libros y mi estuche de colores, bauticé el lugar prendiendo una vela aromática y abrí una de las libretas nuevas que había comprado con mi mejor amiga meses antes. Ella me dio las claves para escribir la historia que esperaba a ser contada. Tracé un mapa de colores, tal como me había enseñado mi hijo menor, el artista, y respiré de nuevo haciendo danzar la llama de la vela. Encendí el portátil que me había regalado mi marido, expresamente para el taller de escritura en el que me había inscrito, me puse los cascos, me froté las manos y esperé con los ojos cerrados a que la música me trajera dócilmente las palabras de mi relato. Fluyeron mansamente desde mis dedos al teclado y de éste a la pantalla, desgranando aquella historia de muerte y vida, de pasión y lucha, de amor generoso, rabia, miedo y esperanza.

Esperanza, así se llamaba mi madre. Hija de Juan y Esperanza, rezaba en mi D.N.I. Después de medio siglo, nos reuníamos de nuevo los tres en aquella pantalla iluminada.

Morir nunca entró en sus planes. Lo que mi padre no sabía entonces es que, en aquel final abrupto germinaría mi deseo impetuoso de encontrarle.

 

 

 

 

 

 

 

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