EL ETERNO FEMENINO O TAN CERCA, TAN LEJOS

Por Isabel Quintina Garcia

El eterno femenino o “tan cerca, tan lejos”

María subida en el avión, sabía que no había vuelta atrás. La primera parada era Nueva York.

Hacía mucho que no iba a la Gran Manzana. De hecho, sólo había estado una vez, hacía … «¿20 años? Algo más», reflexionó. El tiempo pasaba como un suspiro Times goes by pensó en la canción y sonrió.

El viaje no tuvo sobresaltos. Acababa de volver de Japón, por lo que el vuelo Barcelona-Nueva York no se le hizo pesado, y menos si por cuarta vez volvía a ver entre cabezadas Call me By Your name.

Aterrizada, cogió un taxi que la llevó hacia el hotel. Los atascos a la entrada de Manhattan el domingo son bien conocidos, pero todo le parecía maravilloso, incluso un edificio derruido con un comercial de una bebida alcohólica que rezaba «wasn’t born in New York but raised here every night». En realidad, nadie era de Nueva York. Era el vivir en la ciudad, lo que impregnaba de carácter, como en toda ciudad viva.

El hotel era una mole impersonal. La habitación fría. Pero, las vistas impresionantes. Desde un piso altísimo, la verticalidad de la ciudad era demoledora. Los depósitos de agua. Los humos inconfundibles de un subsuelo poroso. Era la CIUDAD.

Se abrigó, era un marzo frío y se dirigió entrada en mano al MOMA. No conocía el patio de las esculturas: la cabra de Picasso le divirtió. Los cuadros de Cy Twombly la emocionaron, «Primavera» rezaba la cartela, con ese gris plomizo en la calle, era el título más alentador.

A las cinco de la mañana, el jet lag y algún que otro ruido inclasificable, la despertaron y la desvelaron.

Estaba nerviosa. Con la edad aprendes a disimular, se decía a sí misma, pero las inseguridades que acechan son como cuando éramos unos niños indefensos que tras un verano lleno de otros fantasmas, volvíamos al primer día de colegio. Porque siempre era el primer día de colegio, el primer día de trabajo y el primer beso.

Las clases empezaban a las ocho de la mañana. Sabía que un primo al que no conocía estaba en el curso (paradojas del destino que prometían, pero que no habían tenido ninguna trascendencia ¿Jung o Freud?). Curiosamente, fue a la primera persona que se cruzó en el ascensor. Un ascensor sin espejo, «sorprendente” pensó, y recordó sus clases de yoga «la vanidad se deja en la puerta» En esta ocasión, en la 57 con la sexta, muy cerca de Central Park, y desde donde se divisaba el Carnegie Hall, más que dejar volar su mente, intentaban inculcarle un sinfín de ideas/principios para que algunos -era mucho pretender- se situasen en posiciones estratégicas y crearan una red con unos valores determinados.

El grupo era pequeño, pero realmente variopinto. Europeos, africanos, asiáticos, americanos de los dos hemisferios.

Los africanos eran curiosos: Karl de Ciudad del Cabo llevaba unas maravillosas gafas de diseño y le gustaba el arte contemporáneo. Tenían tema de conversación con María. El arte africano despertaba al mundo -como dijo un comisario en una magnífica exposición dedicada al continente negro- «África era el futuro, porque era al único sitio a donde aún no había llegado». A diferencia de Karl, Yusuf era de Johannesburgo, era musulmán (no protestante), negro y no blanco como Karl. Era bajito y no gigante como el de origen holandés. Yusuf era brillante. Humilde. El más inteligente de la clase. Con la keniata la relación fue mínima. Pero su hija aprendía mandarín, María también. «Tan lejos, tan cerca», pensó.

Los asiáticos eran muy diferentes: el vietnamita, con un nombre impronunciable -para españoles con fonemas limitados- era hermético y un genio para los números, pero muy estrecho de miras. El filipino, encantador, tímido, conocía mundo y tenía una actitud abierta (un año más tarde, en una vista fugaz a Barcelona, María descubriría que era gay) su talante era diferente. El japonés era nieto de un samurai. María por trabajo acababa de llegar de Japón, pero había tenido la posibilidad de alargar brevemente su estancia. Su viaje soñado se había convertido en una experiencia edulcorada. Después de cuatro viajes a Estados Unidos que le esperaban ese año y su estancia nipona, besaba sueño europeo. No sabía lo que iba a durar, pero en la vieja Europa se vivía muy bien.

El único «americano» según los profesores era un chico de color de Nueva York. «¿El único americano?» María no daba crédito. En clase había un argentino, un brasileño y una mejicana, esta última si no nos engañaban los mapas, era de América del Norte. A la única de la clase a quien sorprendió el comentario fue a María, debía de ser la menos viajada … o la más inconformista.

El azerbaiyano era una rara avis. Tenía un canal de televisión. A todos les daba la sensación de que iba a sacar la recortada en cualquier momento. Le vieron durante un módulo, no volvió.

Los latinoamericanos eran un brasileño, encantador, un buen padre de familia, serio y formal; un argentino, divertido, hablador, un profesional de mucho éxito en su país, casado con una ex modelo, diez años mayor que él, habituales de las fiestas bonaerenses, la mejicana, judía y muy rica, un curriculum infinito, pero estaba claro que su único objetivo en la vida era buscar marido enseñando sus piernas kilométricas (la minifalda en UCLA el día del Yom Kipur era mínima) y haciéndose la tonta.

Los españoles eran su primo, un vasco, seco, pero tierno, probablemente también gay, que le hizo vivir una noche peculiar rodeado de locas en un piso mágico en Chelsea, con un cuadro gigante de Alexander Katz y una ventana estratégica en el salón con vistas al Empire State; y dos madrileños: Luis y Enrique. Este último le gustó desde el primer momento. Era altísimo y con unos ojos verdes como no había visto antes. Era un feo atractivo. Le recordó a Vincent Cassel. Un año más tarde delante del Teatro Real a punto de ver Turandot de Bob Wilson, cigarro en mano, le contó que una vez una señora le había parado por la capital y le había preguntado si era el actor. Enrique era «el hombre enigma», como había oído hacia muchos años a una maravillosa viejecita en el Instituto Francés de Barcelona. Estaba claro que «más allá había dragones» y María era especialista en meterse en esos bosques.

La globalización, las fronteras que se diluyen, las culturas que se enriquecen. María hacía tiempo que había descubierto que su máxima satisfacción era estudiar y mezclarse con gente que venía de diferentes latitudes.

Pero, las diferencias existían y las singularidades no tardaron en aflorar. La primera cena en común las puso de manifiesto: los españoles, el argentino y la mejicana acompañada de una prima que vivía en Nueva York, hicieron piña, una mesa sólo para ellos. Desde la otra mesa el resto miraba tristón. La algarabía de los latinos era contagiosa, el problema afloró cuando llegó la cuenta.

El argentino se precipitó a un «a las chicas las invitamos». María volvía a no dar crédito, y los pobres españoles estaban atemorizados. María no dudó en salir en defensa de su primo y los otros dos. Lo de Virginia Woolf y «una habitación propia» no debía de ser libro de cabecera en Latinoamérica. María salvó la situación. Y, evidentemente, las chicas pagaron. Eran ejecutivas como el resto con dinero «propio».

La relación no se enrareció. La mejicana y María se hicieron amigas. Al final el idioma unía. Pero, era cierto que María se había visto siempre increíblemente sorprendida de cómo dos mundos unidos por un mismo idioma podían llegar a ser tan diferentes.  Lo mismo sucedía entre un estadounidense y un británico. O un brasileño y un portugués. Europa y América estaban tremendamente alejadas. María esta vez pensó «tan cerca, tan lejos».

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