EL HOMBRE DESCONOCIDO

Por María Jesús Roa

-¿Sabe usted dónde puede estar su marido?

-Ya le he dicho que no estamos casados, y que me abandonó, o eso pensé.

-¿Y por qué cree usted que toda la gente sospecha que lo ha matado?

-Todos somos culpables de algo. La envidia; él es un hombre muy atractivo.

Lola estaba siendo interrogada por tercera vez. La comisaria, una mujer de tez pálida y con el cabello rubio recogido en un gracioso moño, parecía recién sacada de la academia, a juzgar por su entusiasmo y un bonito uniforme con botones dorados, sin pliegues. Los policías ya curtidos se comportan de otra manera, sus caras denotan la derrota. Defraudados por la vida, vienen a salvar al mundo de los malos, y los malos siguen apareciendo, y se vuelven más y más malos tras el paso por la cárcel. Se aprende mucho en prisión; un curso intensivo de supervivencia. Pero esta comisaria estaba fresca; aún conservaba la piel y la mirada brillantes, y una sonrisa que la hacía de fiar.

-Estas son las peores -pensaba Lola-, no bajes la guardia.

Curiosamente, Lola no había asesinado a Héctor. Él era el único de sus amantes al cual no había pasado por su mano y mente criminales, el único que había escapado. Quizás por eso se fugó. Hay un instinto en todos nosotros que nos impulsa a actuar, y el marine tenía esta facultad muy desarrollada, probablemente por la dureza de los entrenamientos y tantos años en el ejército. Estaba capacitado para detectar al enemigo a kilómetros de distancia.

Lola estaba agotada, cabizbaja, a sus cincuenta años de edad, le pesaban tantas relaciones fallidas; toda una vida intentando conocer a los hombres.

Con veinticuatro años se casó por primera vez. Antonio era el chico guapo y bueno que todas querían, y Lola lo cazó para ella. Se había convertido en un joven médico, y ambos trabajaron juntos los primeros y únicos once meses.

Como enfermera auxiliar, Lola veía pasar a todas las mujeres de la ciudad por la consulta. Siempre se preguntaba cómo tanta fémina enferma podía salir tan contenta de allí. Su esposo tenía un don especial para hacer milagros, ya que ellas volvían una y otra vez adoleciendo de algún nuevo mal, que él inmediatamente curaba.

Él se mostraba como un hombre completamente enamorado; sus ojos francos la miraban como la primera vez, cuando se cruzaron en la cafetería de la facultad y sintió un vuelco en el estómago.

Aun así, Lola fue introduciendo ciertas dosis de químicos, cada vez más abundantes, en su alimentación. Era tan gentil que no podía ser cierto, y cuando el joven doctor murió, todas lloraban desconsoladas. Se recibieron innumerables coronas de flores que se fueron colocando sobre el ataúd. Lola creyó desfallecer también de amor por la pérdida.

 

-Quizás no debiera haberlo hecho -pensaba en interminables noches de insomnio abrazada a la almohada-. ¿Y si solo eran imaginaciones mías?

Conoció a Óscar estando casada. Era el entrenador del equipo alevín de fútbol; un hombre amante del deporte y de la vida al aire libre. Durante el último año se había hecho el encontradizo. Cada mañana, si la veía pasar, detenía su Rav4 color azul con la excusa de tener que atender una llamada. Otras veces, acudía al consultorio con algún niño lesionado. Le preguntaban por qué no avisaba a los padres del menor, los cuales se personaban siempre más tarde. A Lola, en cierto modo, le hacía gracia ese comportamiento adolescente, y le enternecía que él estuviese platónicamente enamorado.

Cuando enviudó, Óscar seguía ideando mil y una estratagemas para dirigirse a ella. Lo de provocar un pequeño incidente con el automóvil fue el detonante para que se ablandara, y por fin, se dejase seducir.

Al enlace acudieron todos los vecinos, curiosos e ilusionados al comprobar que había recuperado tan pronto la felicidad. Y a Lola se le despertó enseguida el instinto maternal al verle jugar con los pequeños. Comenzaron a dejar de salir a divertirse y ella tejía todo tipo de prendas infantiles. Decía que eso la tranquilizaba, y que unas costumbres más hogareñas le vendrían bien para reducir el estrés y poder quedar encinta. Oscar, esposo complaciente, comenzó a engordar y a beber cerveza dentro de casa. Su distracción consistía en interminables horas frente al televisor, viendo partidos, mientras ella cocinaba galletas de mantequilla y canela y asados bañados en brandy.

A Óscar lo mató de aburrimiento. Se había visto obligado a tener que dejar su trabajo, debido a una pérdida de facultades físicas y al desarrollo de un hígado graso. Una mañana despertó y encontró el rígido cadáver a su lado.

-No entiendo a los hombres -se repetía a sí misma.

Con dos maridos difuntos antes de haber cumplido los treinta, no soportaba ser la pobre viuda entre sus amistades. Cuando llegó a Inglaterra, se necesitaban enfermeras y no le resultó difícil establecerse. Conservó oculto su pasado sentimental para su tercer marido, Evans, un reputado pastor anglicano.

-Esta vez el escenario es diferente -se dijo, tiñendo su melena en un tono caoba-, no puedo volver a cometer los mismos errores.

Evans era un hombre culto, y tan unido a Dios, que creyó a pies juntillas todo lo que ella le había contado sobre su vida en España.

La pasión los mantenía muy vivos. De puertas para afuera, se convirtieron en la pareja que todos imitaban en la comunidad. En la intimidad, Lola quiso que él encontrase en ella lo que ninguna otra mujer podría proporcionarle, y le convirtió en su esclavo sexual. A ambos les excitaba esa doble moral que habían creado en su pequeño mundo, y que encontraban fascinante.

Lola nunca utilizó métodos anticonceptivos y los hijos seguían sin llegar.

-Darling -así llamaba Evans a su atractiva esposa- ¿puedes conseguir más de esas cápsulas?

 

Nueve años estuvo en Northonville. Antes de que Evans sufriese un ataque al corazón, había conseguido que dejase redactado testamento. Tenía varias propiedades familiares que cedió a la viuda. Ella sabía que el exceso de viagra podría ser contraproducente para un hombre de su edad. En verdad, Lola lamentó esta muerte, ¿o no?

-El hombre es un gran enigma, parecen fuertes y sin embargo… -comentaba por teléfono a su hermana Carmen mientras le comunicaba la triste noticia.

La hermana de Lola vivía en una pequeña localidad de Barcelona, y le había dado dos sobrinos, a los cuales tenía que conformarse con ver crecer a través de fotografías y videoconferencias.

Se planteó regresar a casa, ahora que ya no tenía que seguir fingiendo ser otra distinta de quien era. Sin embargo, el dinero de las herencias le permitiría viajar y dejar de ejercer su profesión, quizás por todo el resto de sus días, si lo administraba bien.

En Argentina se enamoró perdidamente, puede que por primera vez. Sus anteriores maridos la adoraban y ahora ella comprendería lo que significaba sentir tal devoción por alguien.

Marco era bailarín y cinco años más joven que ella, y la española se había convertido en un buen partido para cualquiera; no ocultaba que le iban bien las cosas, y que quería disfrutar de la vida.

Le amaba tanto, que le consentía todos los caprichos; si quería una moto, le compraba una moto; que se le antojaban clases de piano, se las proporcionaba. Llevaban una vida plácida en un ambiente bohemio, mezcla de farándula y lujo.

Lola sabía que él jamás le sería infiel, al menos con otras mujeres, y era tanta su locura inexplicable por el argentino, que hacía la vista gorda si alguna vez le veía demasiado agarrado a sus amigos y compañeros de troupe.

Quiso matarlo antes que verlo irse con algún truhán. Lo único que hizo fue desear que ocurriese.

-Antes muerto que verte lejos -le decía- ¿me oyes? Y él reía a carcajadas.

Marco se despeñó por un barranco en una de sus salidas. Esa tarde, ella no quiso acompañarlo, aduciendo encontrarse mareada por el calor. Tampoco él encontró el casco, que siempre mantenía limpio y reluciente, como una joya de color negro, sobre el asiento de la motocicleta.

A su regreso a España estaba demacrada, triste y arruinada. Todos se compadecieron de ella pensando que, a pesar de los años transcurridos, la pobre viuda aún no había podido superar la pérdida de sus dos jóvenes maridos.

En el cementerio, arregló unas flores en la tumba de su madre. Al lado, una lápida sin nombre también recibió otro ramo. Tanto ella como su hermana habían acordado mantener ese ritual, de alguna manera, para su desconocido padre, cuyo cuerpo jamás estuvo allí. Su madre murió llevándose el secreto con ella.

 

Cuando Héctor entró en su vida, encontró a una Lola vulnerable. Cayó en sus brazos enseguida; un militar fuerte y seguro de sí mismo era lo que una mujer desvalida necesitaba.

Aun así, él se marchó de su lado durante dos eternos años. Apareció de nuevo una fría noche de invierno y la policía dejó de perseguirla, por fin. Estaba vivo. Su aspecto bronceado y la fotografía en su cartera de una mujer y un bebé de piel morena a la sombra de un baobab, delató que había estado en África.

-¿Para qué has vuelto? -le preguntaba Lola cada mañana, mientras le observaba leyendo el periódico.

Héctor se limitaba a untar otra tostada en mantequilla y miel de brezo y a darle un sonoro beso en la mejilla, cuando ella le acompañaba hasta la puerta.

La encontraron muerta en la bañera. Electrocución; rezaba el acta.

En comisaría, la joven teniente López grababa su segundo encuentro con Héctor.

-Responda ¿Para qué ha vuelto? ¿Ha echado en falta algo en la casa? ¿Podría tratarse de un robo? ¿Tiene usted idea de por qué su mujer querría suicidarse? ¿Sabe si tenía enemigos?

-No lo sé. Ya le he dicho que no estábamos casados, y que estuve algún tiempo fuera, no llegué a conocer a sus amigos, ni a sus enemigos -le decía el militar apretando dientes y puños y chasqueando sus nudillos.

¿Y por qué cree usted que existe la sospecha de que ha sido asesinada?

-Supongo que…nadie sobrevive a sí mismo.

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