EL IMPRESENTABLE – Montserrat Angeles Barba Lagomazzini
Por Montserrat Angeles Barba Lagomazzini
Es que no voy a ningún sitio con este impresentable.
Estas fueron las palabras, escritas en rojo en su diario, que por fin le dieron la fuerza para reaccionar y salir poco a poco de su torpor, de la nube negra que cubría su mente, de la melancolía profunda, esa que parece no tener fin y te devuelve una y otra vez al pasado que tanto quisiste, tanto imaginaste, tanto luchaste por conseguir. Ahí estaba ella, contestando, o más bien leyendo la última frase en el chat que decía algo así como:
Buenos días.
Perdóname, tengo un dolor de cabeza de la Virgen.
Así, muy sutilmente, o abiertamente, le decía que no tenía ganas de hablar con ella debido al dolor de cabeza, pero extrañamente, continuó contándole sus impresiones sobre la película que había visto la noche anterior.
Es que no voy a ningún sitio con este impresentable. Se repitió por última vez. Tenía que salir de aquel pozo como fuera. Le había pasado ya una vez con él. No podía permitir que la destruyera de nuevo. Aunque todo hay que decirlo, por irse de casa y perseguir un sueño representado en él, había conseguido muchas cosas. No que él se las hubiera dado o facilitado: no. Lo hizo ella. Y en algún momento de la vida hay que pararse y reconocer todo el trabajo que se ha hecho, hay que darse un beso, un abrazo, acariciarse la cabeza y agradecerse a uno mismo todo lo que se ha logrado. Llegó ese día para ella. Se besó. Se abrazó. Se acarició. A seguir adelante, como había hecho hasta entonces sin él.
Por su mente pasaron los días de infancia y juventud. Los veranos en Inglaterra que es donde lo conoció, las peleas furibundas con su padre por las notas, por los amigos, por las salidas. Nada iba bien. Nada tenía sentido. Un día le voy a demostrar al mundo que lo he conseguido, se decía.
Se carteaba con el impresentable por aquella época, él escribía con una maestría que pocas veces había visto, por no decir ninguna, en nadie. Hasta que llegó la fatídica carta en la que le decía que todo se había terminado. Creyó que, en aquella carta, antes de abrirla, le iba a desear buena suerte para los exámenes de Selectividad que empezaban al día siguiente… Destrucción total. Un abismo se abrió delante de ella que apenas supo cómo pudo hacer aquellos exámenes. Los hizo. Los aprobó, pero no fue capaz de elegir universidad o qué estudiar o lo que fuera.
Siguió con su vida. Pasó un año en Inglaterra y nunca agradecerá bastante ese año y las posibilidades enormes que le dio hablar otro idioma. Regresó a España, encontró trabajo como secretaria de dirección en una gran empresa y al cabo de un año ya era jefa de secretarias. Sus compañeras de colegio estaban estudiando segundo curso de carrera, y ella ya estaba en lo más alto de la suya con veintiuno. Había que hacer algo. Ya.
Las peleas con el novio del momento eran continuas, él todavía estudiaba y ella tenía otras responsabilidades, otros problemas. No se le ocurrió otra cosa que ir en busca del impresentable ¿Quién sabe por dónde andaría? Le tenía que preguntar por qué había decidido terminar la relación cuando le escribía aquellas cartas de amor tan deliciosas. Eso no se le había quitado de la cabeza. No podía haber sido todo mentira. Lo encontró; por aquella época todavía se podía preguntar por los números de teléfono y muy amablemente te los decían, te daban la información. Hoy sería impensable.
Se dieron cita en París y allí se volvió a desatar el amor que se había interrumpido en la adolescencia. ¡Qué locura! Sí. Sí, locura de amor que no enamoramiento, es lo que tuvo. Allí lo dejó todo para empezar una nueva vida en otro país, otro idioma, otra cultura. El escenario más o menos igual a su anterior novio: él estudiaba y ella había encontrado trabajo en una gran empresa multinacional. Empezaron los celos y el declive de la relación. Después de tres años felices, se terminó. Todo oscuro. El abismo de nuevo delante de ella.
Si estás pasando por el infierno, no te detengas, sigue caminando, decía Churchill. Siguió caminando.
Por el camino conoció al que sería su compañero de vida durante veinticinco años. Altos y bajos. Un hijo maravilloso nació de esa relación. Otro se quedó por el camino: dolor inmenso donde los haya, indescriptible, insoportable. Infinito. Nunca muere ese dolor. Nunca desaparece.
La manipulación por parte de su pareja, el espionaje, el control, aprovecharse del dolor, de la buena fe, de la buena voluntad. El bagaje cultural del “poner la otra cara” aprendido en el colegio de índole religiosa hicieron su parte en el soportar, en el querer solucionar problemas, en trabajar la relación. El no querer dejar a su hijo sin un padre. En querer que de verdad funcionase todo. Por mucho que quisiera creerlo, la relación con su compañero por ese trecho de vida no funcionaba y finalizó de las peores maneras posibles. Las faltas de respeto que no se habían ocasionado en veinticinco años, o sí y ella no quiso ver, se acumularon en tres meses. Veinticinco años de vida liquidados en tres meses. Qué fuerte.
Cuando consiguió la tan luchada estabilidad, o cuando más tranquila se le presentaba la vida ¿quién aparece de nuevo? El impresentable.
Se le proponía como aire de cambio. A peor. ¡Qué desastre! ¿En qué estaría ella pensando? ¿Por qué volvía a creer todo lo que él le decía? Ganas de creer en el amor. De nuevo el abismo delante de ella. De nuevo la oscuridad tan negra, pero esta vez mucho más densa: parecía incluso que pesaba físicamente al punto de doblegarla y dejarla sin respiración. Qué horror, ¿Cómo había permitido que le hubiese hecho eso? No soportaba mirar a nadie. No quería que nadie la viese. Que viesen lo que le había permitido hacerle. Tenía que reaccionar.
Fueron aquellas palabras: Es que no voy a ningún sitio con este impresentable lo que le dio el empujoncito para reaccionar débilmente. Pero reaccionar, al fin y al cabo.
Pero la vida te da sorpresas cuando menos te lo esperas o cuando más lo necesitas. Llevada por la inercia, pasaban los días y las pesadillas de las noches. Aquel día, la conjunción astral fue total: Inesperadamente llegó una llamada de su padre, le pedía que le acompañase a una cena con unos amigos. Desde que su madre enfermó, le costaba ir solo a estas reuniones: la edad y las emociones que provocan los recuerdos, no perdonan.
Sumergida en la melancolía, saliendo a la superficie poco a poco, dejándose llevar por lo que trajera el día, intentaba pasar lista a los invitados de la noche, pues hacía muchos años, tantos como los pasados desde que se fue de casa, que no los veía. Quiénes eran, cómo habrían cambiado, qué habrían hecho. A unos más que a otros los había ido siguiendo por las redes sociales desde que aparecieron las nuevas tecnologías, otros no hacían uso de ekkas. Pero su padre y hermanos le contaban de los encuentros esporádicos que habían ido teniendo mientras estaba lejos. Esa cena cambió la languidez en ilusión. En serenidad. En tranquilidad. El impresentable se esfumó de su mente como por arte de magia. Como si no hubiese existido.
La memoria le trajo recuerdos de hacía mucho tiempo (¿tanto?) y se sorprendió al notar una leve sonrisa en su boca al evocar recuerdos de su niñez llenos de luz, días de playa, excursiones. Un sentimiento especial por aquellos amigos y en particular por uno que nunca se atrevió a exteriorizar de ninguna manera, teniéndoselo todo dentro. De ilusión también se vive y algún que otro secreto se queda en lo más recóndito del corazón para salir cuando más fuerzas necesitas para seguir adelante.
Él entró por la puerta de casa. No caminaba, se deslizaba. Emanaba energía: su sonrisa lo iluminaba todo. La iluminaba a ella. La alegría, por tan lejana en los últimos tiempos, se apoderó de ella y la sorprendió gratamente. Después de años sin verse y de los saludos de rigor, se abrazaron, se miraron a los ojos sin decir nada, pero llenos de emoción y cariño. Hablaban todos a la vez, organizándose para la cena de esa noche, la festividad del día siguiente.
De vez en cuando se miraban, se acercaban con la excusa de las fotos. Caminaban próximos, se preguntaban, se contemplaban. Se miraban, se sonreían y sin querer, o queriendo, volvían la mirada hacia donde estaba el otro para ver si también estaba pendiente. Allí se encontraban los dos, en ese punto concreto sin tiempo, sin espacio, sin pensamientos, pero alegres. Intuyendo. Imaginando. Elucubrando. Ilusionando. Su tristeza desapareció como por encanto. ¿Qué tristeza? ¿Qué melancolía? Vivía el presente que le estaba dando tantas sorpresas y tanta serenidad inesperada.
Y la tarde llegaba a su fin con la cena entre amigos que se antojaba divertida y agradable. El restaurante no podía ser mejor preludio de aquel automóvil que se convirtió en celestino. El sol caía sobre el mar, irradiando esos colores pardos, dorados, rojizos, ardientes que abrazaban la pasión y el cariño latentes desde hacía tanto tiempo que pasaban inadvertidos bajo la etiqueta de la amistad de familia. Las miradas se cruzaban de soslayo, las risas eran caricias para los oídos, la sed se saciaba con cerveza, jerez, tinto y miradas. El sol se ponía en la lejanía, anunciando el negro de la noche maravillosamente estrellada.
¡Por fin solos! Enseguida él le pasa el brazo por los hombros, la estrecha con cariño, ella le pasa el brazo por la cintura. Qué maravilla esta complicidad, esta cercanía ¡Qué sentimiento de felicidad plena! Caminan en silencio, al mismo paso, miradas llenas de intenciones, pero no se atreven a dar ese paso. Por fin se decide él y le da un beso en la boca suavemente, con una intensidad de sentimientos, y una dulzura infinita. Puede sentir su energía, la que notó cuando entró por la puerta de casa, se la transmite con el calor de su cuerpo, con el silencio alegre, atrevido, un pequeño sabroso aperitivo que es la obertura de la sinfonía de las puertas del paraíso que les espera a través del éxtasis más absoluto. Más deseado. Más querido. Jamás imaginado por irreal pero no menos sentido. Parece que lo estuviesen esperando, que sellara ese deseo latente de tantos años que explosionó con tan suave y estrepitoso ímpetu, grabándolo en sus memorias como un poema:
Recuerdo y recordaré siempre el primer beso.
Que por cierto fue el primer beso de mi vida.
En la calle.
Nos acercamos.
Y me diste un ligero y maravilloso beso en la boca.
Suavemente.
Como una mariposa.
Hermoso.
Y luego me separé.
Y te miré.
Para asegurarme de que realmente sucedió.
Felicidad absoluta.
¿No es que lo he soñado? me preguntaba.
Estoy loco.
Loco de alegría.
Este sentimiento es maravilloso.
Que cada vez que te miro pienso: Esto es lo máximo.
No hay nada más hermoso.
Nada que desee más.
Más que esto.
Sabes que no hay nada.
Piensa en la suerte.
La mayoría de la gente nunca siente un amor así.
¿La suerte que tengo que haberte conocido? A muerte.
Y yo de haberte encontrado.
Alguien que me quiere allí arriba te puso frente a mí.
Nos puso
Y desde entonces…
Ya no ha habido escapatoria.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024