EL INFIERNO QUE TE LABRAS – Francisco José Romero Violero
Por Francisco José Romero Violero
La vida
Hubaldo Güarnizo se fue de este mundo como llegó, haciendo daño, matando. Cuando nació, de las patadas, desgarró a su madre de tal forma que le tuvieron que practicar un vaciado. No pudo tener más hijos, y los desarreglos hormonales fueron tales, que murió diez años después.
Su hermana mayor sufrió todo tipo de malos tratos de él. Cuando tenía quince años la violó y, desde ese momento, lo mismo recibía una paliza que la violaba. Le gustaba sentir el tacto de los bofetones con la mano abierta y la marca de los dedos en la cara de Alba. Su padre, aterrorizado, solía desaparecer para evitar enfrentarse a él, recibir golpes o perder la paga. Hubaldo se crecía cuando lo veía huir, arrugarse ante él o llorar impotente.
Hasta que abandonó el colegio y algún reformatorio, le contenían la agresividad. Después no hubo manera, hacía daño por placer. Lo mismo daba patadas a perros o gatos que a personas. En cierta ocasión, golpeó a una vecina ya anciana y medio ciega, le rompió el pómulo y la nariz a puñetazos hasta conseguir el dinero que necesitaba para fumar la dosis semanal. El tacto de la sangre en sus dedos le producía una satisfacción sin igual. Al frutero del barrio le robaba sin miramiento. Una vez se le enfrentó y le dio una brutal paliza y, al final, una meada. Gozaba humillando.
Hubaldo no mostraba músculo, pero era incansable cuando se encendía y golpeaba. La delgadez que tenía, cincuenta kilos de hueso y mucha mala hostia, le dejaba grande cualquier ropa. Su cara chupada, marcada por unos pómulos sobresalientes, los ojos rodeados de cuencas prominentes, el pelo liso caído, medio largo, más calvas que matojos, una sonrisa calavérica, enseñaba al mundo lo mal que le habían ido las cosas dejando ver cuatro dientes desparejados, dos arriba y dos abajo. Su risa estridente alejaba a todos los seres normales de su lado.
Hubaldo Güarnizo acabó en la cárcel, lo que en su casa y en el barrio se agradeció mucho, para desgracia del presidio. Allí se granjeó rápidamente
el —aprecio— de todos. Repartía sin conocimiento y recibía sin parangón. Apenas era capaz de estar sin meterse en líos un día, después volvía a las andadas. Lo mismo robaba a un ladrón que pegaba a un matón, todo con tal de sentir el dolor ajeno, hacer daño con sus manos, saña en su cabeza, ira en su pecho, fuerza en sus piernas.
Nadie entendía como un ser tan enclenque podía almacenar tanta cólera, ira, odio. Pero sobre todo como podía albergar tanto mal. ¿Dónde nacía ese mal que llevaba dentro?
Durante toda su vida, las personas que le rodearon eran lo contrario a él: cálidas, amables, cariñosas, sensibles. Soportaron sus desmanes, palizas y torturas sin queja, como si fuera una prueba divina, las sufrían en silencio, sin rechistar, sin pedir explicación, sin esperar compensación. Como si la vida les debiera esos golpes.
Su última pelea fue como siempre, sin provocación, pero con la peor de las intenciones: llenarse las manos de sangre y jugar con ella entre los dedos, como un niño que juega con harina. Llevaba un cepillo de dientes guardado en la cintura trasera del pantalón, al que rozándolo, le saco punta, una punta peligrosa de las que cuando empujas, sabes que entra. ¿Su intención? Despachar al más peligroso de los presos del módulo. No tenía nada contra él, sólo era un juego con el que divertirse, saciar la sed de sangre en las manos.
Como siempre en el patio, la multitud de presos —superior al debido— hacía que se apiñaran todos y los empujones y desafíos eran continuos. Hubaldo caminaba arrastrado por el grupo y en sentido contrario vio a su objetivo, cuando ambos estuvieron a la misma altura, Hubaldo sacó el cepillo de la trasera del pantalón y lo clavó y reclavó en el cuello del elegido. La suerte hizo que le destrozara la yugular y la carótida. La sangre le bañaba, no podía ser más feliz. Aunque su gran alegría fue su muerte, Herminio Gómez, amo del módulo, cuando tuvo a Hubaldo de frente, con una cuchara de madera convenientemente afilada, la clavó por debajo del esternón buscando el estómago seccionando la aorta abdominal.
La suerte estaba echada para ambos, pero Hubaldo no sintió el pinchazo mortal que había recibido. Continuó caminando y a los cinco pasos cayó al suelo de rodillas, con la cara sonriente y blanca, las manos en la boca del estómago hasta desplomarse.
La balanza
Pasar al otro lado no es especialmente duro, sin embargo, para Hubaldo, fue cuando menos trágico. Antes de darse cuenta, pasaron por su cabeza escenas y personas de su vida. Vio a su madre y sintió la punzada de dolor que acabo con su vida. Después a su padre y a su hermana, y con cada uno de ellos el dolor descomunal que él les produjo. Conocidos del barrio, del colegio, de los reformatorios por los que pasó, todas las personas a las que le produjo dolor. También aquellas que de alguna manera hizo felices.
No entendía por qué sentía los dolores de los demás, cuando era un dolor que él había infligido a cada uno de ellos. Solo sentía el dolor acumulado como descargas que le hacían sufrir un tormento, percibiendo que era mucho el dolor causado. Pensó que era el pago por ello. Pensó que era todo lo que pasaría.
Hubaldo dejó este mundo para enfrentarse con el Juicio Universal. No creía en nada de eso, tampoco se sentía juzgado, por ello aunque no reconocía nada de su entorno, su actitud era la de siempre: altiva, desafiante, superior, despótica, aunque sufriente. Frente a él apareció una imagen intangible, de lo que podía ser un ente, la Deidad Universal, que para nosotros sería una especie de nube energética cambiante mostrando dioses conocidos y desconocidos como Eingana, creadora aborigen australiana; Syn, de la justicia nórdica; o dioses creadores como Omame yanomami o Ra egipcio; de la justicia, como Gao Yao chino o Itztlacoliuhqui azteca, de la guerra, como Marte romano, Osiris del inframundo egipcio, hindúes como Vamana supremo o Shiva, de la destrucción. Dioses en los que la humanidad creyó alguna vez y depositó valores como honestidad, orden, imparcialidad y justicia.
No hubo diálogo, pero se intercambió información. La traducción bien podía ser así.
—¿Qué mierda es este sitio? —Preguntó Hubaldo.
La deidad no respondió. A un gesto que pudo ser como un agarrar y cerrar el puño, Hubaldo dejó de articular cualquier idea o pensamiento de habla. Se encolerizó como si se quisiera retorcer, vomitar palabras, pero no pudo y se vio obligado a escuchar.
—Como todos, tendrás el juicio que evalúa tu paso por el mundo de los humanos. Deberás de quedar en equilibrio con el universo. No te puedes quedar con nada de más ni recibir nada de menos. Darás lo que recibiste y recibirás lo que diste, en una y otra vida hasta quedar en paz con todo. Deberás aprender a vivir en equilibrio y no podrás volver a vivir con humanos hasta completar el aprendizaje. De ti depende la duración de este proceso. En cualquier caso, no será fácil. Estar en paz con el universo significará que estás en paz contigo mismo.
Hubaldo, ante estas palabras, se sentía humillado e iracundo y quiso explotar y llevarse por delante a la entidad. La entidad lo percibió y le gritó.
—Empezarás a sufrir los desmanes que has cometido. Serás diezmado y sometido. Los sufrimientos que padecerás serán tales que necesitaras más de mil vidas para enmendar tu pasado.
Dicho esto, se transformó en Ra, con cabeza de halcón, ojos de fuego y garras en las manos como hoces, lanzó un golpe y troceó a Hubaldo en mil pedazos. La entidad desapareció.
El pago
Fue en ese momento cuando empecé el suplicio de mi tormento. He recibido lo que he dado, ni más ni menos, pero de forma suprema. En el momento que Ra usó sus hoces, quedé cortado en mil pedazos. Sentí cada corte, lacerante, doloroso, como si fuera ácido y no cuchillas. Sentí cada uno de los trozos de mí mismo, separarse, el dolor que cada uno de los trozos sentía, por lo que el dolor se multiplicó hasta valores insospechados. No quedaría así. Cada uno de los trozos fue muriendo con lentitud, víctima del
dolor, del ahogo, de la impotencia, del sufrimiento de los otros trozos, sentir y saber cómo moría cada parte de mí, provocaba más dolor. Todo iba en aumento de forma exponencial. Esto ocurrió novecientas noventa y nueve veces, despacio, haciendo que cada vez fuera más consciente del dolor que soportaba.
En este punto, lo que quedaba de mí, era ínfimo. Acumulaba el dolor de cada corte. Me sentía aplastado, me faltaba el aire. La sensación de saberse morir era inminente, como el ahogado en el mar, percibiendo el agua en la garganta, el minero enterrado y oprimido sin posibilidad de respirar. Era una sensación, ya estaba muerto, pero una sensación muy real. Era el principio de mi castigo.
El sentimiento de ahogo, la incapacidad de sentir el aire dentro de mí, se unía el continuo recuerdo y dolor extremo de mis partes separadas y muertas. Dos sensaciones que no me permitían pensar, distraerme, reflexionar. Esto ocurrió en un espacio de tiempo que bien pudieron ser cien años o más, pero yo no era consciente del tiempo transcurrido. Solo sentía esa asfixia, el dolor infinito, la opresión sin fin.
El tormento continuo de tales males me hizo sentir consciencia de ellos. Esa poca lucidez me permitió avanzar de vida y en el pago de mi deuda, y ocupé el espacio de un miserable guijarro de río. Siendo guijarro, mi tortura aumentó en calidad y cantidad, se multiplicó. Al dolor y sofocación respiratoria se unió a lo reducido del espacio. ¿Cuál sería el siguiente sufrimiento, cuando avanzaría, que se esperaba de mí?
Sólo podía sentir dolor, un dolor que no me deja pensar en otra cosa,
¿por qué siento dolor? Sin embargo, ahora el dolor me entristece, me hace llorar, no puedo respirar, quiero sentir el aire pasando por mi tráquea, imposible. Este espacio me hace sentirme encerrado. ¿Qué es este espacio?
Sentí algo parecido al frío, y de pronto calor sofocante, unido al dolor y a la asfixia se hace agotador, frío, calor, dolor, frío, calor, asfixia. De pronto creo saber dónde estoy, soy un guijarro, no muy grande, en el lateral de un río. El hielo me cubre y me hace consciente del frío. Otras veces bajo un sol
abrasador, sin embargo, ser consciente de esta circunstancia no me hizo avanzar.
¿Por qué debía de sufrir tanto? ¿Qué he hecho para merecer esto?
El equilibrio es algo que se consigue con paciencia y tiempo, y un alma en pena debe de sufrir mucho para equilibrar la balanza de la justicia. Y a mí me quedaba mucho aún.
El tiempo parece no liberarme del calvario que soporto. Las más de las veces siento cólera por la impotencia de mi situación. Quiero explotar y llevarme conmigo todo, soy consciente de ello, pero no controlo nada a mi alrededor, solo sé que encuentro algo de paz cuando abandono la ira para concentrarme en el sufrimiento. El dolor me hace sufrir, se puede decir que me hace llorar, no sé por qué lloro, solo sé que esto tiende a liberar el dolor, aun así el dolor es superlativo, la impotencia de sentir aire es mayúsculo, la opresión de mi cárcel insoportable, así una y otra vez, para volver a sentir ira, rabia, furia. Querer matar el entorno, el guijarro, el río.
Sé que con estos pensamientos presentes, no puedo mejorar mi situación. Creo que pasaron cuatrocientos años hasta darme cuenta de que con la ira no llegaría lejos. Al concentrarme de forma continua en el dolor, en mi cárcel, el encierro, la asfixia, consiguieron el paso a nuevas agonías.
FIN
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
07/10/2024
Enhorabuena Francisco por esta desgarradora historia de tormento y redención.
Muy bien pensada y articulada.
¡Felicidades!
LOREDANA
loredanavitale.com
info@loredanavitale.com
192.168.200.11
Enhorabuena Francisco por esta desgarradora historia de tormento y redención.
Muy bien pensada y articulada.
¡Felicidades!
Muchas gracias por tu comentario. Me anima a seguir escribiendo.